Los registros automotores, la casta y la dimensión desconocida del Estado
Por Damián Nabot
Sus manejos entrelazan a las principales fuerzas políticas; el pago de sobresueldos y la red de complicidades
El término de la casta es incierto en muchos aspectos. Pero se vuelve extraordinariamente concreto cuando se mira el negocio de los registros automotores, incrustado como una sociedad entre políticos y privados en el corazón del Estado. La generosidad detrás de sus ventanillas atraviesa a la mayoría de las fuerzas. Los conocedores de sus entrañas rastrean el origen en los años 80, cuando el gobierno de Raúl Alfonsín buscaba recursos en medio de la crisis y dio vida a los “entes cooperadores”, una figura que le permitía tercerizar a privados servicios del Estado y recaudar dinero para funcionarios públicos. El menemismo llevó el sistema a su apoteosis, con el reparto de registros para políticos de todos los colores. Fue entonces cuando comenzaron a salir a la luz las denuncias. No pararon hasta llegar a La Cámpora, pero el sistema se mantuvo intacto. El gobierno de Javier Milei promete ahora transformarlos. Debe revertir el escepticismo de quienes descreen de su voluntad, ante la cantidad de intereses
Se puede trazar una historia de la casta a través de los registros. El gobierno de Menem se despidió con una acusación contra su último ministro de Justicia, Raúl Granillo Ocampo, por intentar repartir 14 vacantes en los días finales del gobierno. Había creado decenas. El reparto abarcaba desde dirigentes del peronismo y el radicalismo hasta del Frepaso, una fuerza que hasta entonces había quedado afuera de las denuncias de corrupción. El regalo de un registro para la entonces frepasista Nilda Garré sería recordado tiempo después por el senador Gerardo Morales, al tratar su pliego como embajadora en el régimen chavista, ya durante el gobierno de Cristina Kirchner. Morales se preguntaba por qué no aparecía su carácter de titular de un registro en su currículo y subrayaba la incompatibilidad como funcionaria. En aquellos tiempos, los registros llegaban a facturar más de 10.000 dólares por mes. Menem había dejado unos 400.
La Cámpora tampoco pudo sustraerse a la tentación. Julián Álvarez, el viceministro de Justicia de Cristina Kirchner, tomó el control de la dirección encargada de repartir sus titularidades, a través de la militante Mariana Aballay, que terminó con denuncias judiciales. En los últimos cuarenta días del gobierno, La Cámpora cubrió más de treinta vacantes. No los modernizó, pero repartió titularidades, ya sea en el formato intervención o con la entrega de puestos para ocupar vacantes. Cuando Cristina Kirchner dejó la presidencia, la cantidad de registros ya había superado los 1500. Se había convertido en un verdadero festival.
Los titulares de los entes conectan con cónyuges, con parientes, con todo un verdadero árbol genealógico de la dirigencia política. La diputada Patricia Vázquez, de PRO, acaba de denunciar que su colega Oscar Agost Carreño tiene “17 registros con sus amigos”. “¡Hasta su madre, Josefina Kammerath!”, se sorprendió en X. Cada oficina lleva a un padrino político.
El sistema entero funciona bajo una oscuridad singular. El Estado entregó el manejo a las concesionarias de automóviles, agrupadas en Acara, la Asociación de Concesionarios de Automotores de la República Argentina. El problema es que Acara se mueve bajo un régimen privado y, por lo tanto, escapa a los controles del Estado. Sin embargo, la asociación compra automóviles, bienes e incluso paga sueldos de funcionarios públicos, en especial en el Ministerio de Justicia, actualmente a cargo de Mariano Cúneo Libarona. Cuando la Auditoría General de la Nación pide informes para controlar las cuentas del Estado, el manejo de los registros queda fuera de su órbita por su carácter privado. Hay sillas en el Ministerio de Justicia compradas por Acara. Nadie sabe cómo se eligió al proveedor. Hubo funcionarios públicos consultados por LA NACION que reconocieron haber cobrado sobresueldos de la asociación. Otros se sentaron en sus sillas en el debut de sus gestiones y se les informó que contaban con partidas para gastar que provenían de la recaudación privada. Pero nadie puede pedir informes: no hay licitaciones públicas, no hay concursos.
El negocio es tan poderoso que resiste incongruencias, como que en la Argentina una provincia puede registrar una propiedad inmueble, pero está impedida de entregar el título de un vehículo. ¿Por qué no hay reclamos? La conexión de registros y caudillos locales ofrece una explicación.
En un país donde las pequeñas empresas se arriesgan a la quiebra cada día, los registros tienen rentabilidad asegurada. Sus encargados se quedan con el 60% de la recaudación, mientras al Estado le entregan el 40%. Los formularios que venden los registros tampoco los confeccionan los privados, sino la Casa de Moneda, es decir, el Estado. La contraprestación es un servicio caro, desbordado de burocracia, que triplica la cantidad de ventanillas por la que se debe pasar para transferir un automóvil en comparación con otros países de la región, como Chile.
La diputada Vázquez hizo una cuenta. Si se pagara un canon único de 40 mil pesos por auto, mucho menos del costo actual, el Estado recaudaría 61.000 millones de pesos. La última recaudación fue de 4.000 millones. Los 57.000 millones es el tamaño de la fortuna que queda en el camino.
La fiesta nunca se detuvo. Martín Soria, el último ministro de Justicia de Alberto Fernández, se fue acusado de entregarle un registro a Emilce Angélica Aiello, su concuñada.
La ineficiencia domina. En los últimos meses, los registros se llenaron de reclamos de patentes despintadas, porque fueron entregadas falladas por el Estado. Los servicios de VTV, otro negocio que alimenta la política, las rechaza por defectuosas. Los usuarios deben entonces ir a buscar nuevas a los registros. Si quieren evitar el trámite de los peritajes, deben pagar. De lo contrario, se arriesgan a ser multados por los operativos de los municipios. La encerrona es perfecta: el Estado entrega un servicio deficiente y luego multa a los usuarios por una falla que es responsabilidad estatal. No hay salida.
El gobierno de Javier Milei asegura que nunca prometió eliminar los registros, como en su momento se especuló, sino digitalizarlos. Prometen que el nuevo sistema puede estar listo el 2 de mayo. Todavía hay descreimiento.
La génesis de los registros, la ley que inventó los “entes cooperadores”, creó una dimensión sombría que los deja fuera de las revisiones de la administración pública. Una réplica son los fondos fiduciarios, agujeros negros con recursos estatales que escapan a los controles.
El Gobierno puede multiplicar la oscuridad con su proyecto para transformar las empresas públicas en sociedades anónimas. Al dejarlos bajo la ley de sociedades, los pedazos del Estado quedan fuera de las supervisiones de la Auditoría y la Sindicatura. Sus informes son deficientes, muchas veces ambiguos a propósito, es verdad, pero son los únicos que existen.
El sistema de armar una sociedad anónima con piezas del Estado ya ocurrió con la firma Corredores Viales. En febrero de 2023, su manejo mereció un informe negativo de la Auditoría, que advertía sobre traspasos de fondos del Estado a la empresa que se perdían de vista. Alertaba que no tenía “registro de haber percibido la diferencia de 5.150.524 pesos correspondiente a intereses como así tampoco los 70.000.000 pesos” de un préstamo para Corredores Viales Sociedad Anónima que había entregado Vialidad. Recursos perdidos en la dimensión desconocida.
Corredores Viales no es el único caso en la Argentina que se armó para quedar fuera de la ley de la administración pública. El mecanismo se usó también para dejar afuera a AYSA S.A; Correo Oficial de la República Argentina S.A.; ABSA S.A, en la provincia de Buenos Aires, o Caminos de la Sierra S.A, en la provincia de Córdoba.
Milei quiere traspasar las empresas públicas a sociedades anónimas para luego privatizarlas. El interregno puede dejar por meses, tal vez años, a las compañías sin supervisiones de los organismos de control. Los registros automotores son un antecedente para desalentar la opción.
Fuente La Nación