El crimen aberrante de Florencia Guiñazú a manos de su pareja, ocurrido este 6 de abril, es el tercer caso de femicidio registrado en Mendoza en lo que va del año. Se suma a los de Isabel Ríos -asesinada por su pareja en enero último- y al de María Victoria Ruiz.
De acuerdo con los últimos datos aportados por la agrupación “Ahora que sí nos ven”, hasta el mes de marzo de 2024 se han registrado 63 casos y 54 intentos de femicidio en todo el país. Además, la Dirección de Estadísticas e Investigaciones Económicas (DEIE) de Mendoza publicó en su Dossier Estadístico de Género que, sólo en 2022, “6560 mujeres en situación de violencia realizaron una denuncia o solicitaron algún tipo de abordaje en las áreas de la mujer municipales o provinciales”.
Resulta emocionalmente difícil asimilar estas estadísticas, cuyos números crecen año tras año. También resulta difícil entender por qué no es posible encontrar una práctica efectiva de solución. Aclaro que no creo que sea responsabilidad de alguna gestión de gobierno en particular; aunque no está de más decir que el uso partidario de los últimos años -y el maniqueísmo de ciertas agrupaciones, alentadas desde el poder político- no fueron de gran ayuda.
La solución es compleja porque el femicidio es una cuestión compleja. Estamos frente a un problema atravesado por aspectos históricos, culturales, económicos, sociales o psicológicos. Y si bien entiendo que la Ley 26.485, de protección integral para abordar la violencia contra las mujeres, ha sido un notable avance de nuestro país en materia legislativa, la experiencia demuestra que no ha sido suficiente.
El combate a la violencia de género debe figurar en nuestras agendas de Gobierno de manera ineludible. Pero cometemos un error cuando le damos un enfoque puramente técnico, creyendo que alcanza con las medidas policiales o los servicios judiciales. Porque el femicidio -expresión máxima de la violencia de género- es un crimen de odio y un fenómeno de carácter social y político.
Por lo tanto, resulta de vital importancia identificar las operaciones ideológicas sobre las que se sostiene. Entre ellas, las que se originan en tradiciones que, por antiguas y afincadas, no permiten ver su costado opresivo y, muchas veces, criminal.
Me interesa destacar una que, según creo, parece estar en sintonía con el tipo de relación existente en los tres casos mencionados. Me refiero a una ideología no formalizada del vínculo afectivo, que se ha reproducido generacionalmente a través de la familia, generalmente fortalecida por prácticas religiosas y hasta por instituciones del Estado.
Esta “ideología patriarcal”, como se la suele denominar, es la que le permite pensar a los femicidas que están cumpliendo con la “sagrada misión de proteger la reputación familiar” o el “honor” del “jefe de familia”. Rol que, por supuesto, les viene asignado por la tradición, interpretando antiguas normas de educación o acatando exigencias confesionales.
Al mismo tiempo, esta ideología expresa un esquema de poder; un ejercicio de dominio ejercido desde el “miembro más fuerte de la familia” hacia el más débil (o los más débiles, incluyendo los hijos).
Visto el fenómeno en esta perspectiva, se entiende que la discriminación y el menosprecio hacia las mujeres son más que simples prejuicios. Constituyen una forma de control, ejercida en nombre de la organización familiar y la división del trabajo, donde la mujer sólo obtiene su razón de ser en la satisfacción de las necesidades conyugales y domésticas. Un orden donde toda manifestación de autodeterminación es percibida como una anomalía que debe y merece ser castigada.
La mayoría de los estudios al respecto coincide en afirmar que en este mandato y deseo de punición -alimentada por el miedo del varón a la mujer que perdió el miedo, agregaría por mi parte- aparece como la fuente más frecuente de los femicidios registrados.
Concientizar el carácter social e ideológico de esta forma de violencia, entonces, permite tener un mejor punto de partida para aproximarnos a prácticas que colaboren con su erradicación. Sobre todo para mantener a distancia las caracterizaciones individualizantes, que tienden a considerar los “conflictos pasionales” y otras formas de romantización.
Todo lo contrario. Entiendo que, para la reducción de estos tremendos guarismos de violencia de género y femicidio, será necesario trabajar en la transformación de dichas normas sociales, afincadas históricamente por una cultura donde la mujer se sacraliza al ser madre y se convierte en un demonio o una puta cuando intenta edificar su libertad.
El lugar común de la “madre abnegada” o las flores del 8 de marzo no son devociones inocentes. Por el contrario, suelen ser el mayor impedimento para que colectivamente comencemos a considerar a la mujer como lo que realmente es: una persona con autonomía y derechos.
Solo con plena conciencia de esta situación, estaremos mejor encaminados -como sociedad- a rescatar a miles de mujeres condenadas a ser una propiedad sexual y moral del varón. Una posesión cuyo dueño puede decidir sobre todo lo que a ella concierne, incluyendo la vida y la muerte.
Fuente Mendoza Today