Tengo que matarlo, eso es lo primero que pienso. Soy vegetariana porque no quiero que por mi culpa muera una vaca aplastada en milanesas, pero con los insectos no tengo piedad alguna. Quiero masacrarlos, destruirlos, aniquilarlos. Arañas, cucarachas, mosquitos y ejemplares de denominación que desconozco como este. Estoy sentada en el colectivo, pegada a una de las ventanas, a una fila de la puerta de atrás y siento asco seguido de miedo porque siempre quiero que se mueran los bichos pero nunca me atrevo a matarlos. Yo, con el deseo sin ejecutar.
Es martes. Regreso a casa desde más lejos de lo habitual y tengo las piernas al aire y nunca tengo las piernas al aire; el temor es casi pavor y el insecto es largo, tiene las patas largas, el torso largo y camina por la pared en dirección hacia arriba, rápido, a dos centímetros de mi rodilla. Podría gritar. respiro profundo, últimamente eso en mí es cliché, y me doy cuenta de que mi cuerpo no le interesa. Solo quiere llegar arriba. Al final, como todos, era uno más.
Cae. Lo vuelve a intentar, por la misma ruta. Una pata, la otra y así. El asco es espectáculo. Estoy leyendo un libro sobre una mujer que tiene un accidente de tránsito y paso por el Barrio Chino y no reparo porque lo único que puedo hacer es ver al bicho. Tendría que estar llamando al médico para pedir un turno. Avanza rápido y cuando pienso que le encontró la vuelta se cae de nuevo. Ya es la tercera vez. Sigue. Busca otra alternativa. Lo veo moverse primero de forma horizontal, como si algo hubiera aprendido; se detiene al borde del codo del pasajero de adelante a cambiar el rumbo y otra vez hacia arriba, como si a él también le hubieran hablado de un cielo. Tres segundos, habrán sido diez o doce pasos y cae o resbala o se derrumba. Yo tendría que pensar cómo terminar la nota que tengo que entregar el lunes. Es la cuarta vez que veo cómo lo intenta y me pregunto si debería matarlo pero ya no por mí, por él.
A veces no es su culpa. El colectivo frena de golpe y él no tiene la fuerza. Otra caída. ¿Estará lastimado? Si le pasa lo que me pasa, debe estar desahuciado. Todavía no contacté al plomero y la canilla que pierde. Lo miro con una mezcla de pena y aborrecimiento porque ya van más de veinte cuadras. Temo que trepe por mi pierna, estoy quieta y me vence una cosa que podría aplastar con cualquier dedo. Debería llevar el blazer al sastre. Por suerte no vuela porque si volara.
De pronto lo pierdo y me asusto más, ¿lo tendré encima? ¿Voy a festejar mi cumpleaños? No, ya lo ubiqué. Su color se pierde en la rutina. Está abajo, otra vez. desde cero. Bicho empedernido. No veo marcas de aprendizaje. No soy la única entonces. No le compré la billetera a mi madre. Me doy cuenta de que estoy pegada a la mujer que tengo a la izquierda, que sí lee pero yo me interpongo con mi miedo disfrazado de asco porque me pliego tanto que la campera que llevo sobre el regazo le tapa las páginas.
Ahora está quieto, se queda. Una parada, la otra, no se mueve. No fui a la peluquería como dije. Se habrá muerto. Tampoco pasé por la farmacia. Lo habré matado con el deseo. No, si pudiera eso, podría lo demás. Ni me anoté en el gimnasio. Quizá lo está pensando o mejor aún, está tomando envión. Desde que me subí a este colectivo ya conté ocho intentos, cuánto más puede alguien. Pare de sufrir. Bicho, pare de sufrir. La puerta hace tanto ruido que no sé si lo que pase es que se aturde. No se deja vencer. Cae, camina, cae, camina. Gracias.
Estoy a punto de bajarme en la parada y lo veo en el lugar en que lo vi hace media hora y pienso si el tiempo para él será el mismo que para mí. Son minutos o es la vida. ¿Qué estoy haciendo? ¿Es esto mi vida? ¿Vale la pena? Tengo que pasar por la verdulería. Me siento la persona más común y corriente.
Fuente La Nacion