Por Carlos Manfroni
El taxi se aproximaba a un puesto policial. Era una época en la que se comenzaba a acentuar el control sobre el uso del cinturón de seguridad. El conductor simuló colocárselo y, apenas dejó atrás al grupo de uniformados, lo soltó.
–Ya que hace como que se lo pone, ¿por qué no se lo deja abrochado? –le pregunté.
–Porque no; porque un día el Estado se va a meter en mi dormitorio y me va a decir: “Use preservativo” –respondió airado el chofer.
Más allá de las hoy incuestionables bondades del cinturón de seguridad, era toda una lección de liberalismo. El hombre tenía una refinada noción de los límites del poder público cuando se trata del deber moral individual de autopreservación. En realidad, la situación no daba para asombrarse, a no ser por la petulancia con la que injustamente suponemos que hay cosas que no puede comprender la gente a la que, con más soberbia aun, llamamos “doña Rosa”.
Los taxis comenzaron a desaparecer durante la pandemia y hoy miles de ciudadanos de clase media manejan automóviles de alquiler adheridos a las grandes aplicaciones internacionales. Incluso muchos de los viejos taxistas se inscribieron en ellas; otro triunfo de la libertad sobre el coto de caza. Son los que sobrevivieron por sus propias fuerzas a un gobierno que, con la excusa de un virus, buscó convertirnos en esclavos.
A un costado de la calzada, revolviendo contenedores de basura algunos, acostados otros contra una pared, a la altura de la línea de edificación, quedaron los que cayeron del sistema, del conjunto de intercambios que sostiene la vida de una sociedad. Son los “sin techo”, los homeless, como se denomina en inglés a quienes carecen de hogar, lo cual es una expresión más profunda que la que se refiere a la falta de una casa.
“A veces creemos que un pobre es un tipo como nosotros, pero sin plata”, suele decir el médico y biólogo Abel Albino, dedicado desde hace décadas a la nutrición infantil en los barrios más pobres de la Argentina. “Pero no –aclara enseguida–, un indigente carece también de familia, de amigos, de vida social…”. Su perspectiva del mundo es otra.
Ellos, los homeless, no exigen al Estado cortando calles; ni siquiera le piden. En no pocas ocasiones rechazan hasta los refugios que se les ofrecen. No están sindicalizados. No se arrojan prepotentemente contra los parabrisas de los automóviles. Tampoco se ataron a las bandas de extorsionadores que dirigen los movimientos sociales, que se enriquecen haciendo imposible la vida de los ciudadanos que acuden al trabajo, los que lucran con la opresión del pobre mientras vociferan contra la “oligarquía”. Son los que hoy están viendo derrumbarse el castillo de mentiras que habían levantado y sostenido durante veinte años.
La ironía derriba la realidad con la exhibición misma de la realidad, escribió Sören Kierkegaard en su Tratado sobre la Ironía. Bastó una línea de teléfono al alcance de todos para que cada quien sacudiera el yugo que pesaba sobre sus espaldas cargadas por los capangas de la izquierda vernácula.
“Ellos son los accionistas de los niños descalzos”, recitaba el poeta marxista Armando Tejada Gómez en los 70, una frase que hoy –mutatis mutandi– define perfectamente a los líderes piqueteros.
Pero los homeless no; no llegaron siquiera a ser extorsionados, al menos por estas bandas. Nunca se sabe completamente lo que ocurre en la calle. Sin embargo, al fin y al cabo, nada tienen para dar a potenciales extorsionadores. Y tampoco esperan ansiosamente recibir. Es la independencia de los que carecen de algo que perder, al menos en la Argentina, lejos de la realidad de España, donde miles de mendigos operan organizados por las mafias rumanas; o en Italia, donde la ‘Ndrangheta aumenta su riqueza con los fondos de ayuda gubernamental a los inmigrantes africanos.
Una escena muy retratada de la historia es el diálogo de Diógenes de Sinope y Alejandro Magno, rey de Macedonia y conquistador de naciones.
Gaspar de Crayer, Cornelis de Vos, Salvator Rosa, Jacques Gamelin, entre otros pintores, recrearon la escena del rey y general que construyó el imperio griego en el siglo IV a. C. y el filósofo y linyera que vivía en un tonel en las calles de Atenas.
Alejandro Magno, educado por Aristóteles, apareció con sus soldados frente a Diógenes, quien permanecía sentado junto a su barril, y le dijo que pidiera lo que quisiera, que él se lo concedería. El linyera solo respondió: “Sí; te pido que te apartes, porque me estás tapando el sol”.
Hay una llama de libertad que permanece encendida en el frío de los días de invierno al aire libre, cuando se come de la basura y se duerme en una vereda, ajeno al paso rápido del resto del mundo, indiferente al poder, sabiamente ignorante de la política. Pero la realidad no posee el romanticismo de un cuadro, porque aquellas pinturas de los siglos XVII y XVIII que recrean la escena de Diógenes y el conquistador nos permiten prescindir del contacto con un linyera rodeado de moscas, maloliente y lamido por los perros, igual que el Lázaro del Evangelio. Y, aun así, es probable que Diógenes comiera mejor que nuestros menesterosos de Buenos Aires, obligados por la fuerza del hambre a encontrar algo apenas un poco mejor que los cientos de desperdicios que tienen que revolver cada noche.
Junto a la noble libertad de no depender de un gobierno, está nuestra libertad de dar algo a otros hombres y mujeres libres, pero menos afortunados. Frente a ellos, podemos descubrir por comparación cuánto nos sobra. Como cuando Diógenes vio a un niño que bebía agua del hueco que formaban sus manos y se desprendió de su cuenco, el único objeto que llevaba siempre consigo, además de su linterna, con la que buscaba al hombre bueno.
En La rebelión de Atlas, una novela emblemática del liberalismo, Ayn Rand despliega un discurso espléndido contra las tendencias socializantes, pero se equivoca cuando condena la gratuidad e impone a sus personajes heroicos la obligación de cobrar por cualquier servicio que brindan a otro.
No existe algo más libre que la caridad. Trabajamos las más de las veces en libertad y aun así estamos sujetos a reglas jerárquicas algunos, a las reglas del mercado los otros. Y, en cualquier caso, la mayoría de nosotros trabaja para poder vivir.
Con la caridad, no estamos encorsetados por estándares técnicos, ni jerárquicos ni de competitividad, ni de necesidad propia. Damos lo que queremos, en el momento que queremos y a quien queremos. Nada nos obliga, salvo el deseo de ser mejores delante de Dios. Nadie nos empuja, más que el enternecimiento ante la carencia extrema de aquellos a quienes todo les sirve: algo de dinero, un abrigo usado, un plato de sopa caliente, el sobrante de las bandejas o de las cacerolas, no de los platos, aunque sepamos que comerían aun los restos de los platos si no tuviéramos conciencia de nuestra propia dignidad como para no incurrir en semejante atropello.
Son las sociedades libres las más solidarias. “Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos”. ¿Quién escribió esto? ¿Adam Smith? ¿Frederic Hayek? ¿Robert Nozick? No: el papa Juan Pablo II, en 1991.