Por Carlos Pagni
Las omisiones y chapucerías en la investigación, llevadas hasta el límite de la idiotez, pueden alimentar teorías conspirativas
En el juicio oral por el intento de asesinar a Cristina Kirchner, que se inició hace una semana, se despliegan dos exhibiciones de ineptitud de escalas delirantes. Una es la que protagonizan los “copitos”, esa banda de lúmpenes dedicada, entre otras ocupaciones, a la venta de algodón de azúcar. La otra es la que encarnan los responsables de investigar ese crimen. En el comportamiento de este segundo grupo se enhebran tantas torpezas que es inevitable una fantasía: si hubo un intento de dispersar la investigación, de empantanar el caso. Esta hipótesis obliga a revisar la primera percepción. ¿Los “copitos” son lo que parecen? ¿O son, así de rudimentarios, las piezas de un enigmático ajedrez?
Las rarezas, o las tonterías, son anteriores al ataque que se está juzgando en el Tribunal Oral Nº6. El 22 de agosto de 2022 el fiscal Diego Luciani pidió para la señora de Kirchner una condena a 12 años de prisión por las irregularidades en el manejo de la obra pública de Santa Cruz. A partir de ese momento la esquina de Juncal y Uruguay, donde ella vivía entonces, se transformó en el punto de encuentro de simpatizantes que iban a respaldarla y darle ánimo.
En ese contexto, el 28 de agosto, ocurrió una rareza: José Manuel Ubeira, que días más tarde sería el patrocinante de la víctima del atentado, vaticinó: “Esto termina mal… Lo que más me preocupa es la seguridad personal de Cristina Fernández, porque matarla ahora sería un logro”. Esa premonición era más inquietante porque el mes anterior, el 8 de julio, la vicepresidenta había denunciado ser víctima de una vigilancia clandestina. Solicitó sacar las cámaras del entorno de su edificio. Y la Policía Federal, a cargo en aquel tiempo de Aníbal Fernández, le hizo caso. ¿Quién le aconsejó hacer ese pedido?
Las excentricidades, por llamarlas de algún modo, se multiplicaron cuando ocurrió el intento de homicidio. Fue el 1 de septiembre, minutos antes de las 21. Ese día Cristina Kirchner llegó a su casa, donde la esperaba una legión de militantes. Llevaba, como es obvio, custodia policial. Pero la protección quedó a cargo de un cordón de dirigentes de La Cámpora. Ella descendió del auto, recorrió un largo círculo saludando gente, y se dirigió hacia la vereda para firmar libros que le aproximaban. Le llamó la atención, como confesaría después ante la jueza Eugenia Capuchetti, que alguien revoleó un ejemplar. En las innumerables presentaciones de Sinceramente que había realizado, eso nunca había ocurrido. Ella misma se agachó al piso a recoger el libro. En ese momento el brazo de Fernando Sabag Montiel pasó por encima del hombro de uno de los admiradores y gatilló la pistola Bersa calibre 32 sobre la cabeza de la vicepresidenta. Ella se levantó del piso y vio que había un tumulto. Pero lo atribuyó a una gresca entre fanáticos, como la que había ocurrido el día anterior. Aquí otra rareza: los encargados de cuidarla no se lanzaron sobre ella. Siguió expuesta. Hasta pudo firmar dos o tres libros más. Recién allí la introdujeron en el edificio. Fue su secretario, Diego Bermúdez, quien, nervioso, le contó que había habido un arma y que “había escuchado un clic”.
A Sabag lo detuvieron los guardianes de La Cámpora. También ellos se encargaron de pisar la pistola contra la vereda para que no desapareciera. La Policía intervino después de todo eso. Irregularidades que obligaron a abrir un sumario. En la escena hay un detalle significativo, que hace volar la imaginación de quienes quieren detectar conspiraciones. Diego Carbone, el jefe de la custodia de Cristina Kirchner, acaso la persona más cercanas a ella después de su familia, ese día estaba ausente. Hay quienes relacionan ese pormenor con un dato que surgió más tarde, en los chats de los “copitos”. Es la frase de Brenda Uliarte tratando de consolar a su novio Sabag en una tentativa anterior, por no haber podido alcanzar su propósito: “No es el momento”. ¿Hubo un momento planificado? ¿Era el de la ausencia de Carbone? Misterio.
No es el único. La primera información que recibió la Justicia de lo que había ocurrido llegó por iniciativa de la jueza de turno, Capuchetti, al comisario general Alejandro Ñamandú, por entonces superintendente de Investigaciones de la Federal. El titular de la fuerza, Juan Carlos Hernández, estaba en vuelo hacia Singapur, para una cumbre de Interpol. No le pareció que fuera necesario regresar. Era de la intimidad de Alberto Fernández. El subjefe, comisario general Osvaldo Mato, fue excluido. Acaso lo haya lamentado la señora de Krichner: era el candidato de su grupo para comandar la Policía. El que quedó a cargo del caso, Ñamandú, era un hombre de Aníbal Fernández, competidor de Mato.
Ñamandú fue el responsable de reunir los materiales que aportarían a la prueba del delito. La pistola y, sobre todo, el teléfono Samsung de Sabag. Ese celular es el sujeto de una historia aparte, que analizan María Servini de Cubría y su íntimo fiscal, el controvertido Ramiro González. La primera curiosidad referida al teléfono de Sabag: llegó a tribunales en la madrugada del día siguiente. Lo esperaban Capuchetti y el fiscal Eduardo Taiano, quien reemplazaba a Carlos Rívolo, que en ese momento volaba hacia Buenos Aires desde la Patagonia.
Lo más grave: varios intervinientes de los trámites de esa noche aseguran que quien lo llevó fue el secretario de Justicia, Martín Mena, a quien acompañaba el jefe de la custodia, Carbone. De ser así: ¿qué sucedió con ese teléfono desde que le puso el pie encima un militante de La Cámpora hasta el momento en que Mena lo dejó a disposición del juzgado? ¿Quién se lo entregó a Mena? ¿Quién ordenó que se lo entregaran a alguien que ni siquiera era funcionario de Seguridad, sino de Justicia? ¿Servini y González se hicieron estas preguntas? La entrada en escena de Mena, aunque esté cargada de inocencia, promete multiplicar los enigmas. Como aquella irrupción de Sergio Berni en el departamento de Alberto Nisman la noche en que descubrieron su cadáver. Mena es hoy ministro de Axel Kicillof.
La peripecia del Samsung es uno de los hilos más sinuosos de la trama que ahora se ventila en el Tribunal Oral. Cuando un experto de la Federal, el cabo Alejandro Heredia, quiso ingresar en él para extraer la información que atesoraba, lo bloqueó al manipularlo. Al parece no dominaba bien la técnica. O la dominaba demasiado. Por eso Capuchetti envió el aparato a la Policía de Seguridad Aeroportuaria (PSA), la fuerza nacida durante el kirchnerismo y mimada de Aníbal Fernández. Allí, en vez de desbloquear el teléfono, lo resetearon hasta destruir los datos que pudiera contener. El cabo Heredia, y los oficiales de la PSA, Camila Sereny y Pablo Kaplan, ahora están en la causa que controlan Servini y González.
Las torpezas, por decir lo menos, en la investigación sobre el teléfono, se conocieron por una pericia de Gendarmería ordenada por el juzgado. Pericia a la que la querella que representa a la señora de Kirchner se habría opuesto, lo que resulta increíble por carecer de explicación. La actividad de esa querella, que representa el abogado Ubeira, ha sido motivo de reproches. Los formuló nada menos que Gregorio Dalbón, defensor de la atacada en otras causas, quien insinuó conjeturas escabrosas. Al comienzo del proceso, pidió que se investigue con mayor rigor el desmanejo del teléfono. Y exigió poner la lupa sobre la custodia de la exvicepresidenta. “Del único que no desconfió es de Diego Carbone”, dijo. Esta veneración por Carbone parece muy extendida. A pesar de ser el jefe del equipo que sufrió semejante atentado, no fue reemplazado en su tarea. Al contrario, lo ascendieron a comisario mayor. Hoy es el encargado de la custodia de los expresidentes. Inclusive de Mauricio Macri. Nada que objetar: dado el estado de la interna del Pro, es posible que Macri prefiera ser cuidado por la señora de Kirchner antes que por Bullrich.
Más allá de la biografía de Carbone, Dalbón puso el acento en lo evidente: los que debían velar por la seguridad de ella no cumplieron con ninguno de los protocolos del oficio. Para sembrar más dudas, cuando un oficial de la PSA ventiló que recuperaron “el Telegram de Sabag”, Dalbón se preguntó si le estaban avisando a los que podrían estar comprometidos en esos intercambios. En un tuit que más tarde borró el abogado afirmó: “Mi olfato me dice que el enemigo es propia tropa”.
Las detenciones de los máximos imputados por el intento de asesinar a la vicepresidenta son otra obra maestra de la chapucería. Dalbón, tal vez, se preguntaría: ¿o del encubrimiento? Ya se consignó lo de Sabag. Lo detuvo La Cámpora. A Gabriel Carrizo, el jefe del emprendimiento del algodón de azúcar, lo capturaron en el juzgado, cuando fue a pedir su teléfono, que había sido secuestrado. En la memoria del aparato figuraban conversaciones en las que quedaba claro que estaba al tanto de toda la operación, mientras su interlocutora, Uliarte, le juraba que estaba dispuesta a repetirla hasta que tuviera éxito. Ahora, frente al tribunal oral, dijo que eran humoradas.
La detención de Uliarte fue, sin embargo, el desaguisado más escandaloso. Desde el juzgado solicitaron a la Dirección encargada de las intervenciones telefónicas, la Dajudeco, identificar a la novia de Sabag siguiendo la frecuencia de su celular. Los expertos de la Dajudeco la detectaron primero en Barracas, donde estaría en la casa de su amigo Sergio Orozco. Después localizaron la línea cerca del Luna Park. Hasta que la identificaron en Retiro. En cada una de esas “capturas”, los funcionarios llamaban a la Policía Federal pero no conseguían que les contestaran el teléfono. Uliarte, mientras tanto, se seguía escapando.
Ante la indiferencia de la Policía, la persecución quedó a cargo de un secretario de Capuchetti, Federico Clerc, y de dos custodios de tribunales: Maximiliano Bender e Iván Maciel. Fueron ellos los que, intuyendo que la “copito” podría estar fugándose hacia San Miguel, donde vivía, se dirigieron hasta la estación del ferrocarril San Martín y detuvieron el tren en el que, según indicaban las señales del teléfono, viajaba la novia y cómplice de Sabag. Los agentes de la Federal aparecieron recién en esa instancia, para detenerla.
La falta de profesionalismo, llevada hasta el límite de la idiotez, puede alimentar teorías conspirativas. En el caso de los “copitos” se justifican por algunos detalles. Por ejemplo, el costo de sus abogados. Brenda Uliarte contó con el patrocinio del controvertido Carlos Telleldín, y cuando lo reemplazó, fue por otra estrella de los medios: Alejandro Cipolla. Algo parecido sucede con Carrizo, asistido por Gastón Marano, un letrado con clientes tan acaudalados como Ramiro Marra y Esteban Rojnica, “el croata” que cayó en manos de la Justicia por sus operaciones cambiarias clandestinas. La pregunta más interesante no es quién paga a esos abogados, sino por qué los paga. Es decir, quién puede tener interés en que estén bien asistidos, en que no se sientan abandonados a su suerte y, en que, sobre todo, permanezcan controlados.
Las mismas incógnitas aparecen alrededor de una de las pistas para explicar el caso. La que apunta al diputado del Pro, e íntimo de Patricia Bullrich, Gerardo Milman. Este legislador fue acusado por Jorge Abello, un asesor de Marcos Cleri, exdiputado de La Campora de Santa Fe. Abello declaró que el 30 de agosto de 2022, dos días antes del atentado, estaba almorzando con su cuñado en el café Casablanca, enfrente del Congreso. Dijo que en una mesa cercana se encontraba Milman con dos mujeres que, después se supo, lo asesoraban: Ivana Bohdziewicz y Carolina Gómez Mónaco. Afirmó que le escuchó decir a Milman, refiriéndose a Cristina Kirchner, que “cuando la maten yo ya voy a estar en la Costa”.
Bohdziewicz y Gómez Mónaco negaron ante el fiscal Rívolo haber escuchado esa frase. El abogado de la querella, Ubeira, pidió que se examinen los teléfonos de las asesoras. La jueza Capuchetti se negó, arguyendo que eran testigos, no imputadas. Al final, la Cámara Federal ordenó que se estudien esos teléfonos. Pero cuando ellas los entregaron fue con un par de aclaraciones. Bohdziewicz dijo que había borrado fotos íntimas. Y Gómez Mónaco consignó que el aparato que usaba cuando sucedió la reunión de Casablanca ahora estaba en manos de su hermana. Milman, por su parte, entregó un celular. Pero aclaró que lo había adquirido después de que ocurrió el encuentro en el que habría dicho aquella frase atribuida por Abello. Insólitas esas confesiones, sobre todo en el caso del diputado nacional.
Cristina Kirchner insiste en que se avance sobre los celulares de las asesoras. Según ella, no fueron sus usuarios quienes los anularon como prueba. El borrado de esos teléfonos sería parte de una maniobra ejecutada por un gendarme que hoy trabaja con Bullrich: Jorge Teodoro. La expresidenta no acepta la posición de Rívolo: que antes hay que revisar el de Milman. “El mismo Milman dice que no es el que usaba el 30 de agosto”, alega.
Más allá de la inspección de los inquietantes celulares de Milman y sus asesoras, hay peculiaridades que vuelven a esta pista incierta. El diputado Cleri se presentó recién el 23 de septiembre ante un escribano para certificar que Abello le había dejado mensajes el primer día de ese mes contando lo que le había escuchado a Milman. El propio Abello declaró ante la Justicia 21 días más tarde de que ocurrió el atentado cuyo aviso, según él, había escuchado. Por eso, en el extremo de la paranoia, hay quienes elucubran que la pista que conduce a Milman y a Bullrich, es una coartada construida a la medida del paladar de Cristina Kirchner, pero destinada a encubrir a otros responsables.
A raíz de estas dudas se abrió una causa en la que ahora está siendo investigado Abello. La sigue el juez Julián Ercolini, quien el 25 de noviembre pasado quiso tomar declaración al exasesor, acusado de falso testimonio. Abello informó que no podría cumplir con ese trámite por haber sufrido un accidente cerebro-vascular. Desde entonces Ercolini no volvió a convocarlo.
Este caudal de rarezas, omisiones y chapucerías corroe la investigación contra el intento de asesinar a Cristina Kirchner. Las preguntas se multiplican. La propia víctima apunta contra el Pro, en especial, contra Bullrich. Apenas llegó Milei al poder pidió, a través de mediadores, que esa dirigente no fuera designada en el Ministerio de Seguridad. Como Milei no aceptó, solicitó que su custodia no dependiera de la nueva ministra. Lo logró. La investigación sobre Milman va en esta dirección. Y contradice otra perspectiva. La de los que creen que la trama de Millman y sus asesoras fue fraguada para ocultar otra maquinación, relacionada con el anterior gobierno. Quienes piensan de este modo prestan atención a las escandalosas fallas de la Policía Federal y de la PSA, controladas por entonces por Aníbal Fernández, a quien la señora de Kirchner y La Cámpora ven como enemigo. Fernández, socio televisivo del abogado Ubeira en las encendidas noches de C5N, cuando participaban en “Caníbales”. Por encima de estas fantasías sobrevuelan las temibles insinuaciones de Dalbón.
Fuente La Nación