El médico de cabecera del Sumo Pontífice que falleció en 1958 aplicó un procedimiento de conservación del cuerpo que no funcionó. Como castigo lo desterraron del Vaticano
Por Gerardo Di Fazio
En la tarde del día 9 de octubre de 1958, el cuerpo del Papa Pío XII -fallecido a las 3.52 de esa madrugada- fue expuesto para la primera veneración del pueblo y de la Corte Papal en el salón del trono del palacio de Castelgandolfo.
Como dicen los romanos: “Morto un papa se ne fa un altro”, es decir que, muerto un Papa, se creará otro. Al difunto lo sepultaremos y que descanse en paz. Pero aquí estuvo el problemita: que no podría descansar en paz, por lo menos, hasta ser sepultado en las grutas vaticanas. Ya veremos por qué.
Eugenio María Giuseppe Giovanni Pacelli de los Príncipes de Acquapendente nació en Roma el 2 de marzo de 1876 en el seno de una familia noble, tercer hijo del abogado de la Santa Rota Filippo Pacelli (1837-1916) y de Virginia Graziosi (1844-1920). Eugenio sintió desde temprana edad la vocación sacerdotal. Según relatos, en sus momentos libres le encantaba fingir que celebraba misa. Eugenio Pacelli ingresó al Colegio Capranica.
De 1894 a 1899 estudió teología en la Universidad Gregoriana. El 2 de abril de 1899 (Domingo de Pascua) fue ordenado sacerdote por imposición de manos del obispo Francesco di Paola Cassetta. Recibió su doctorado en teología en 1901. En 1902 se licenció en jurisprudencia in utroque iure, es decir, tanto en derecho civil como canónico. Nunca tuvo la oportunidad de ejercer la abogacía, a diferencia de su hermano mayor Francesco, jurista de la Santa Sede y uno de los principales negociadores de los Pactos de Letrán de 1929.
En 1920 fue el primero en ser nombrado nuncio para toda Alemania y se trasladó a Berlín. En 1925 también fue nombrado nuncio apostólico en Prusia. Al tener esa doble actividad concluyó los concordatos con los Länder de Baviera (1924) y con Prusia (1929). Tras la ratificación parlamentaria de este acto abandonó Alemania y fue llamado a Roma por el Papa, para ser creado cardenal.
Nombrado secretario de estado, Eugenio Pacelli, visitó la argentina en el congreso eucarístico de 1934 en carácter de delegado del Papa Pío XI. Pío XI murió el 10 de febrero de 1939 a consecuencia de un infarto tras una larga enfermedad. Como camarlengo del Colegio Cardenalicio fue Pacelli quien dirigió el cónclave que siguió a la muerte de Pío XI. El 2 de marzo de 1939, cuando cumplía 63 años, después de apenas tres votaciones y un día de votación, la elección recayó en él.
Pacelli eligió el nombre de Pío XII, para mostrar una continuidad sustancial con el trabajo del anterior jefe de la Iglesia. Inusualmente para un cónclave, se eligió a la persona que, en vísperas de esa reunión, tenía más posibilidades de convertirse en Papa. De hecho, Pacelli representó una excelente elección política ya que era el más experto en diplomacia entre los cardenales del Colegio.
No nos detendremos en el pontificado de Pío XII, dado que hay mucha tela parar cortar ahí, pero sí en los detalles de su funeral ya que, como dijimos antes, el Papa no pudo descansar en paz.
Durante su papado Pacelli conoció a Riccardo Galeazzi-Lisi quien fue su médico personal desde la elección y hasta la muerte. En 1953 formó parte de la comisión médica que decretó que los huesos humanos envueltos en una tela púrpura encontrados durante las excavaciones en las Cuevas del Vaticano pertenecían al apóstol Pedro. En un momento del pontificado Galeazzi mostró al Santo Padre los efectos, que dijo que eran milagrosos, de un tratamiento de conservación de cadáveres que había inventado. Para explicar el procedimiento que había creado, el médico le enseñó al Papa fotografías de un hombre que había muerto en un accidente de tránsito. Las fotos evidenciaban que luego del tratamiento creado por él para embalsamar el cuerpo los tejidos de la piel eran elásticos y perfectos, tanto que el Papa quedó asombrado.
Mientras el Papa agonizaba en Castelgandolfo, Galeazzi tomó una veintena de fotografías del pontífice acostado en la cama con la cánula de oxígeno en la boca. Esa imagen la vendió a los medios extranjeros en grandes sumas de dinero.
Tan pronto como murió el Sumo Pontífice, Galeazzi-Lisi se presentó ante el cardenal Tisserant, decano del Sacro Colegio, y pidió embalsamar él mismo al venerado cuerpo, apoyado en el argumento de que el propio Pío XII había dado su consentimiento en vida.
Por tanto, Galeazzi puso su invento embalsamador a funcionar. El procedimiento implicaba la inmersión del cadáver en una misteriosa mezcla de hierbas aromáticas y el posterior cierre del cuerpo con varias capas de celofán. Se sabe que para preservar al máximo un cadáver es necesario conservarlo a bajas temperaturas. Con el calor, el celofán, y sin ningún tratamiento práctico para su conservación, a las pocas horas comenzó a hincharse y a liberar olores tan nauseabundos que provocaron el desmayo de algunos de los guardias de honor encargados de custodiarlo a la espera de su traslado a la Basílica de San Pedro.
Los cardenales encabezados por Tissserant, se reunieron urgentemente en el Laterano, a ver qué se podría hacer, al notar la estafa de Galleazzi y su embalsamamiento. Pero lo peor no había llegado aún.
Todo se agravó cuando el cuerpo era trasportado desde Castelgandolfo a Roma en un coche fúnebre motorizado común proporcionado por el municipio de Roma, decorado con una especie de dosel con cuatro querubines en las esquinas que sostienen cortinas blancas atadas a un pompón colocado en el centro. Ese auto se utilizó para sustituir el coche fúnebre tirado por caballos blancos solicitado por la Santa Sede, que no estaba disponible.
Fue cerca de la basílica de San Juan de Letrán cuando se escucharon dentro del ataúd unos ruidos por demás extraños similares a golpes que de tan fuertes se oían hasta fuera del coche que trasportaba el cuerpo. El tórax del Papa Pío XII había explotado. Al llegar al vaticano fueron convocados de urgencia los mejores embalsamadores de la ciudad eterna para ver qué se podría hacer, dado que el cuerpo debía ser expuesto ante los fieles.
Los médicos tanatólogos no sabían por dónde comenzar, dado el estado en el cual se encontraba el cadáver y la celeridad con la que había que exponerlo. Comenzaron su tarea, pero el daño causado por Galeazzi era casi irreversible. El rostro del Papa comenzó a desmembrarse e incluso se le cayó el tabique nasal. El espectáculo que presenciaron miles de peregrinos haciendo cola para rendirle homenaje fue tremendo y además sus facciones comenzaron a tomar un color verdoso, anguloso y tétrico, parecidas a las de Nosferatu.
La noche del 11 al 12 de octubre fue necesario cerrar la basílica de San Pedro para realizar nuevas intervenciones en el cadáver a punto de tener que colocarle una máscara de cera sobre el rostro del venerado pontífice y elevar la tarima de tal manera que no se lo pudiera apreciar de cerca.
Un nuevo problema fue depositar el cuerpo en el ataúd con el cual sería sepultado en las grutas vaticanas, frente a la capilla leonina, cercana a la tumba de San Pedro. El cuerpo se desarticulaba, así que hubo que atarlo con finísimas tiras de seda para que pudiera ser trasladado al ataúd. De esa manera, pudo ser puesto en el cajón, y por fin, descansar en paz, frente a la tumba de Pedro. Tal fue la horrorosa impresión que dejaron sus funerales que sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI ordenaron por escrito no utilizar nada fuera de lo común y lo normalmente estipulado por la medicina para la conservación de un cuerpo.
El 25 de octubre de 1958, Galeazzi-Lisi fue despedido por el Colegio Cardenalicio, que lo reemplazó por el profesor Antonio Gasbarrini (integrante del equipo asistencial del Papa) y además fue expulsado del Colegio Médico por comportamiento indigno. El sucesor de Pío XII, el Papa Juan XXIII, lo desterró del Vaticano de por vida. En 1960 el embalsamador fracasado escribió un libro titulado “Dans l’ombre et dans la lumière de Pie XII” (Bajo las luces y las sombras de Pío XII) que fue publicado por la editorial francesa Flammarion. Allí mostró fotografías de Pío XII durante su agonía. El médico y embalsamador inhábil murió en 1986.
Está visto: ser Papa no siempre es garantía de tener un funeral en paz.
Fuente Aurora