Por Javier R. Casaubon-Especial Total News Agency-
Un juez de la Corte Suprema tiene que ser –esencialmente– una persona íntegra, con talentos naturales o adquiridos, para ejercer el magisterio de la judicatura y, como nos enseñó un viejo profesor, si sabe Derecho mejor.
Para ser magistrado del tribunal superior de la República se deberían reunir –sustancialmente– seis categorías: (i.) Haber hecho el cursus honorum, ya sea en la función pública o privada o en el ejercicio de la profesión o por antecedentes académicos. (ii.) Tener un nivel mínimo de cultura general. (iii.) Demostrada capacidad de ejercer la función con prudencia, templanza, fortaleza y auctoritas. (iv.) Ser honesto: porque ello es una garantía frente al justiciable y las partes para no ser permeable a algo ajeno al derecho. (v.) Con solvencia técnica: dar razones lógicas frente a la Ley y el Derecho, o sea, rigor en la fundamentación y motivación de una sentencia. (vi.) Y con consolidados valores ético-morales.
Basta ver los pergaminos con los que se retiraron varios ministros del Último Pretor para darnos una idea teórico-práctica del ideal juez supremo. Vayamos a algunos ejemplos:
O con auténticos valores y principios socialistas originales y autóctonos (Alfredo Palacios, Juan B. Justo y Nicolás Repetto), como aquel que los mantuvo hasta que se abrió un poco de esas líneas de pensamiento en el año 1958, pero con firme coraje republicano (habló de la “sobornería” argentina, tanto respecto de los peronistas como de los radicales), todo muy propio del doctor Carlos Santiago Fayt, y que no se sujetó a los tiempos de la política de baja calidad o densidad o por intereses insignificantes; ambas fuerzas, las morales y republicanas, tan predicadas por José Ingenieros y que detestaba a los hombres mediocres.
O imitar al juez Augusto César Belluscio, quien antes de proyectar la resolución de un expediente leía todo y todos los escritos y agravios de las partes, los anexos y la documentación de la causa (como “ratón de biblioteca”) para buscar la solución justa y equitativa más ajustada a cada caso particular, sabiendo las dos corrientes de pensamiento jurídico opuestas existentes en cada tema e incluso llegando a fallar en un hecho práctico contra teorías que él mismo había escrito.
O ser un investigador intelectual y jurídico de la talla del académico Antonio Boggiano. O un esquicito en el uso de las palabras, el lenguaje, la narración de buena pluma, conocedor de la literatura, como el juez Gustavo Alberto Bossert.
O, al menos, que emule la caballerosidad y la bonhomía campechana de bien de los ex ministros Eduardo Moliné O’Connor y Julio Salvador Nazareno, respectivamente.
O con el conocimiento de la administración pública y la mirada siempre constitucional del juez Horacio Daniel Rosatti o la precisión jurídica del magistrado Carlos Fernando Rosenkrantz.
Eso, solo por nombrar nueve perfiles, desde el advenimiento de la democracia para acá más próximos en tiempo y espacio, con los que nos sentimos más identificados, sin dejar de reconocer los grandes méritos de todos los jueces que pasaron por el Alto Tribunal, e independientemente de que uno esté de acuerdo o no con toda o parte de su doctrina o ideología política o el voto de sus fallos.
Todos ellos, con sus bemoles, tuvieron presente lo escrito por el primer secretario de la Corte, José Miguel Guastavino, quien fue el responsable de la publicación del tomo inaugural de la Colección de Fallos en cuyo prefacio de septiembre de 1864, dejó asentado “Es la Corte Suprema que con la justicia de sus fallos y con su acción sin estrépito pero eficaz, la encargada de hacer que la Constitución eche hondas raíces en el corazón del pueblo, se convierta en una verdad práctica y los diversos poderes, nacionales o provinciales se mantengan en la esfera de sus facultades”.
El artículo 112 de la Constitución Nacional estipula que “En la primera instalación de la Corte Suprema, los individuos nombrados prestarán juramento en manos del Presidente de la Nación, de desempeñar sus obligaciones, administrando justicia bien y legalmente, y en conformidad a lo que prescribe la Constitución”. Esta norma, poco estudiada por magistrados, abogados, la comunidad jurídica y la academia, apunta en definitiva, al establecimiento por parte de la Corte Suprema de una «verdadera justicia» para que administre justicia “bien y legalmente” desde sus orígenes, pero hoy día debiera restablecer y cumplir al unísono y simultáneamente los dos valores principales reseñados (principios de «verdad» y «justicia»), en una sola unidad y síntesis de esas dos palabras compuestas e inescindibles («justicia verdadera»)por los cuales fue instituida como un Poder del Estado.
Independientemente de que tal o cual candidato actual para tan alta magistratura tenga ésta o aquella cosmovisión, doctrina o ideología o tenga amistades o no con tal o cual actor político o económico o social o judicial, lo que propiciamos es que abogue en la corriente de pensamiento jurídico iusnaturalista y que sea una persona justa si es positivista. Lo que sí, estamos totalmente seguros, es que no tiene que ser alguien especialista en procrastinar (diferir) la resolución de los expedientes o, en términos de un lenguaje claro o futboleros para que el pueblo común entienda “patear la pelota para otro lado”, sino que procure “dar a cada uno lo suyo”, lo justo, en la forma más rápida y eficaz posible conforme a derecho y, de corresponder, equitativamente.
En definitiva, que en una expresión encarne en estos tiempos difíciles, al menos desde el punto de vista judicial-penal, algo que pide a gritos la sociedad y que es una virtud y valor supremo personal y funcional, respectivamente, y que se resume en una sola palabra, es decir, que sea unidad y síntesis de: ¡Justicia!
*Javier R. Casaubon
Técnico universitario en periodismo, abogado, especialista en Derecho penal, especialista en inteligencia estratégica y crimen organizado y doctorando en Derecho penal y ciencias penales.