Intereses económicos y políticos alimentan los desórdenes estudiantiles que alteran la vida universitaria en todo el país
Algunos animadores de programas periodísticos parlotean por estos días contra quienes, dicen, se montaron “sobre una causa noble” para promover disturbios en las universidades. ¿Cuál es la causa noble? ¿Reclamar más dineros públicos, es decir de todos, para los pocos pudientes que completan normalmente una carrera? “La verdad incómoda en la Argentina es que la universidad pública nacional no le sirve a nadie más que a los hijos de la clase alta y a los hijos de la clase media alta, en un país donde la gran mayoría de los niños son pobres, no saben leer, escribir o realizar una operación matemática básica”, dijo el presidente Javier Milei en el Palacio Libertad, una verdad tan difícil de refutar como la observación que agregó enseguida: “El mito de la universidad gratuita se convierte en un subsidio de los pobres hacia los ricos, cuyos hijos son los únicos que llegan a la universidad con los recursos, la cultura y el tiempo necesarios para poder estudiar”.
Por supuesto, las palabras del presidente pegaron en el corazón del relato progresista, que de inmediato procuró desmentirlas con un surtido de falacias pretendidamente racionales y científicas. Citando estadísticas oficiales, argumentaron que algo más del 40 por ciento de los estudiantes universitarios proviene de los sectores de menores ingresos, y que casi el 70 por ciento representa la primera generación en su familia en acceder a estudios universitarios. Pero el dato que convenientemente escamotearon es el que describe a los que efectivamente llegan completar su carrera en tiempo y forma y recibirse, porque allí se vería que en proporción abrumadora se trata precisamente de aquéllos “con los recursos, con la cultura y con el tiempo necesarios para estudiar”, como dijo el presidente.
Cualquier profesor de la Universidad de Buenos Aires, y me refiero a ella porque es la que conozco de cerca, puede atestiguar el nivel deplorable del alumnado, y las dificultades que tiene para resolver las consignas más elementales, en cualquier etapa de las diferentes carreras. Algunos profesores intentan mantener el nivel de exigencia, mientras que otros lo adaptan a las capacidades de sus estudiantes. Lo que a la larga desemboca en una despareja calidad de los títulos emitidos, y que conspira contra la credibilidad profesional de todos: he visto egresados de comunicaciones incapaces de acomodar sujeto con predicado, he visto a la jefa de radiología de un hospital del conurbano pasar por alto una fractura evidente, he visto a un médico a domicilio recetar antibióticos para lo que hasta un lego podía reconocer como una enfermedad viral.
Esta situación es consecuencia de algo que el presidente describió sin eufemismos: “la gran mayoría de los niños son pobres, no saben leer, escribir o realizar una operación matemática básica”. El panorama de la educación primaria en la Argentina es desolador, y aún así no es tan malo como el de la educación secundaria. ¿Qué magia o sortilegio podrían invocar los defensores de las “causas nobles” para lograr que los egresados de esos sistemas fallidos, provenientes de familias sin los recursos, la cultura y el tiempo como para estudiar, puedan afrontar luego exitosamente las demandas de una carrera universitaria? Son muchos los que ingresan, pero son muchos los que fracasan más temprano que tarde, arrancando su camino en la vida con una frustración no buscada por ellos sino inducida.
La Universidad no fue creada para asegurar la movilidad social ascendente, y esa misma idea la desvirtúa en su naturaleza y en su propósito. La universidad tiene que ver con el conocimiento, especialmente con las fronteras del conocimiento, con la aplicación del conocimiento y con la transmisión del conocimiento, y eso normalmente garantiza más sacrificios, esfuerzos y dificultades que ascensos sociales. Un buen oficio, bien aprendido, probablemente aliente un progreso social más sólido y satisfactorio. El mito de la universidad como trampolín de ascenso social arraiga en la exitosa experiencia de la clase media argentina del siglo pasado, cuando las condiciones económicas y sociales de la Argentina eran otras, y probablemente irrepetibles, y ahora es mantenido con vida por quienes lucran con la vigencia de ese mito, que no son precisamente los docentes o los investigadores universitarios.
Las revueltas estudiantiles de las últimas semanas responden a dos causas innobles, una económica y otra política. Para entender la primera tenemos que remontarnos a marzo de 2001, cuando el radical Ricardo López Murphy se hizo cargo del ministerio de economía a pedido del presidente radical Fernando de la Rúa y anunció un programa de ajustes que incluía recortes en los fondos destinados a la Universidad de Buenos Aires. La agrupación universitaria radical Franja Morada montó unas bataholas estudiantiles similares a las de estos días, y se cargó al ministro radical del gobierno radical, abriendo de paso el camino hacia la crisis de fines de ese año, la más grave sufrida por la Argentina en lo que va del siglo. Esto muestra que para algún sector de la Unión Cívica Radical la UBA es una fuente de recursos tan importante que es capaz de sacrificar a su propio gobierno para mantenerla, y no hablemos del destino del país.
Una gran fuente de recursos para quienes lucran con la Universidad de Buenos Aires (hay otras, como los acuerdos con fundaciones y ONG) es el llamado Ciclo Básico Común (CBC), un invento de Raúl Alfonsín, concebido como un intermedio entre el nivel secundario y el terciario, reemplazable con ventaja por un examen de ingreso, que hoy consume entre el 25 y el 40 por ciento de sus recursos, hace perder innecesariamente un año a los estudiantes, y no sirve a ninguno de sus propósitos fundamentales. Pero sí sirve para inflar el número de ingresantes o el de “primera generación de universitarios”, aunque pocos superen siquiera esa instancia elemental. Además de requerir una enormidad de puestos docentes, el CBC cuenta con seis sedes en la ciudad de Buenos Aires, cuatro en el gran Buenos Aires y otras diez en el interior de la provincia de Buenos Aires, alquileres edilicios que pesan inútilmente sobre el presupuesto universitario. En otras universidades de la Argentina los motivos económicos podrán ser otros, pero seguramente no muy distintos.
Probablemente enterado de algunas de estas cosas el gobierno nacional reclamó que las universidades se sometan a auditorías externas, de manera que los contribuyentes, y los legisladores que los representan, puedan saber a ciencia cierta a dónde van a parar los recursos públicos que el presupuesto nacional les asigna anualmente. Buena parte de los rectores de las universidades estatales se mostraron reacios a someterse a esas auditorías, y el presidente Milei les respondió: “Si no quieren ser auditados debe ser porque están sucios; por lo tanto, señores, dejen de engañar a los argentinos y díganles la verdad: que no quieren ser auditados para mantener sus curros”. Esta semana, su gobierno sometió legalmente a las universidades a la auditoría de la Sindicatura General de la Nación, y puso fin a la discusión.
La otra causa innoble es de naturaleza política, y envuelve no sólo a los radicales, sino al kirchnerismo y la izquierda, que encontraron por fin en los estudiantes el instrumento que necesitaban para agitarle la calle al gobierno. Las duras medidas de ajuste impuestas por Milei, con el gran nivel de sufrimiento que provocaron entre la población de menores recursos, no se tradujeron en masivas protestas callejeras como ellos esperaban; el deterioro en la oferta y la calidad del empleo no se tradujo en grandes manifestaciones sindicales como ellos esperaban. Los que motorizan estos desórdenes, y también otras expresiones de violencia política a las que asistimos en estos días, buscan simplemente empujar al gobierno a algún desborde capaz de justificar el pedido de juicio político al presidente que algunos ya tienen redactado en el Congreso.
Gaucho Malo–Santiago González