Por Carlos Manfroni
Londres: 1º de noviembre de 2024. Ya todo es Navidad en la capital del Reino Unido, una ciudad cosmopolita donde buena parte del año los signos más visibles en las calles son los del islamismo, con mujeres que circulan por todos lados envueltas en sus velos que se despliegan desde el hiyab hasta el burka. Otra parte de la población es agnóstica y, por cierto, hay anglicanos –la religión oficial del reino–, católicos, judíos, protestantes, mormones y diversas vertientes de cultos orientales minoritarios. Nadie se escandaliza por los millones de lámparas en las calles que forman un techo de ángeles o de estrellas, ni por los pesebres iluminados en los escaparates o, simplemente, en las veredas.
En tiempos cercanos, el 1º de noviembre se celebraba el Día de Todos los Santos, hoy borrado de la memoria en los países con mayorías católicas. ¿No hay más santos? Difícil saberlo; habrá algunos, sin duda, que se santifican en el esfuerzo de su trabajo ordinario realizado con esmero, pero la santidad es algo que avergüenza a una multitud que hace de la cultura woke su nueva religión, con inquisición y todo.
¿Y Nueva York, la ciudad más progre, junto con San Francisco, en medio de la profunda religiosidad del interior de los Estados Unidos, no se llena acaso también de luces? Desde el Times Square hasta el aeropuerto, todo tiene forma de árbol de Navidad. Ni qué decir después del último jueves de noviembre, cuando se celebra el Día de Acción de Gracias, esa extraordinaria fiesta patriótica americana. Es el momento bisagra en el que estalla allí el comienzo del tiempo navideño, que marca el advenimiento de un clima de concordia y serenidad.
La comunidad judía, extremadamente fuerte y poderosa en Manhattan y sus alrededores, nunca se ha quejado de las luminarias ni reclamado un apagón en nombre de la neutralidad. La convivencia en la diversidad es algo asumido por todos y la fe –cualquiera que sea– tiene prestigio en la primera potencia del planeta. Después de todo, el cristianismo ayuda a preservar la memoria de los patriarcas y de los acontecimientos más grandes del judaísmo, con su veneración a Abraham, a Moisés, a los profetas, y su permanente conmemoración del paso del Mar Rojo –de la esclavitud a la libertad–, los salmos que se entonan en las celebraciones litúrgicas y la evocación de los lugares sagrados en Israel. Pero, fundamentalmente, la cooperación en la preservación y difusión de los Diez Mandamientos, que representan la Ley Natural sobre la que se apoya la convivencia de los seres humanos.
Es muy cierto lo que dice el escritor Marcelo Birmajer sobre los reiterados intentos en la actualidad de hacer desaparecer de la memoria de la humanidad los Diez Mandamientos, que son la columna moral y jurídica de Occidente, sin la cual se derrumbaría la vida en sociedad y quedaría solo la imposición de los tiranos. El odio a las religiones tradicionales está devastando lo que queda de civilización.
“¿Cómo puede ofenderte un niño que nace en un establo? ¿Cómo va a ofenderte una familia que escapa para defender a ese niño?”, se preguntaba retóricamente la primera ministra de Italia, Georgia Meloni, cuando la Unión Europea intentó llegar a una prohibición del pesebre en los lugares públicos de los países del Viejo Continente, con el argumento de que podía ofender a otras religiones. La censura fracasó. Meloni desafió la prohibición y al poco tiempo fue revertida.
En Buenos Aires no hizo falta una prohibición. Hace muchos años que las luces navideñas se apagaron de los sitios visibles. Algún tímido árbol en una plaza aislada, como mucho, y algún comercio de barrio, porque los grandes comercios céntricos acompañan la nueva oscuridad de la noche porteña.
¿Comercio? ¿De eso se trataba; de las navidades comerciales? Es que también el comercio, con sus vidrieras titilantes, contribuía a la formación de un clima festivo. ¿Y, después de todo, quién puede juzgar las intenciones del que enciende las luces?
La tradición es humildad, es el reconocimiento de que el mundo no comenzó con nosotros, de que existen reglas y costumbres que están por encima de nuestra voluntad, algo que parece cada vez más difícil en un tiempo en el que hay que explicar lo que es obvio.
Y la pluralidad no es la nada, la oscuridad, el conjunto vacío; tampoco las figuras de animalitos en los billetes para eludir los conflictos de la Historia. La pluralidad es la aceptación del otro respetando sus virtudes y tradiciones, aunque no sean las nuestras. Y la Navidad es la Navidad.
Fuente La Nación