Por Vicente Palermo* -Envio especial Total News Agency-
Los que no la ven son los encandilados
No ejercí una oposición activa, por años, sin un respiro, contra el kirchnerismo, para dejarme deslumbrar por la efectividad táctica de Javier Milei. No pagué el precio de que me tacharan de macrista en 2015 por intuir que JxC podía ser la rara oportunidad para una modernización capitalista democrática, para dejarme ahora encandilar por Milei y por el miedo estratégico que infunde en los que “no la ven”.
Por cierto, ese deslumbramiento por Milei se ha puesto muy de moda. E incluye una referencia despectiva a quienes lo subestimaban, a quienes lo consideraban un payaso, y le auguraban corta vida a su mandato. Me pone de mal humor la frivolidad de este deslumbramiento (como me ponía aquella subestimación), entre otras cosas porque incurre en una generalización absurda (que se puede refutar fácilmente leyendo todo tipo de publicaciones de la segunda mitad de 2023 y los primeros meses de 2024, en las que muchos autores advertíamos con alarma la potencia política y el peligro que asomaba en Milei). Esa generalización será absurda, pero “cierra bien” en la nueva pose para la fotografía: que estúpidos los que no ven en Milei el genio político que es.
Me dispongo en este breve artículo, que no es un ensayo académico sino un texto de debate político, aunque con una base politológica, a romper con los cánones del pensamiento académicamente correcto: hablaré de argentinos, de pueblo, de nosotros, de ellos… como si estos términos tuvieran por referentes cosas que existieran.
El artillero Javier Milei
Nada que ver con la artillería militar. En fútbol, un artillero es un jugador demostradamente peligroso para el arco contrario. Por lo general no es muy habilidoso, ni construye jugadas geniales, pero hace muchos goles.
Mi opinión como opositor impenitente de Javier Milei (dado que él personaliza absolutamente su gobierno y su partido, veo apropiado personalizar para debatir sobre ese aglomerado político, siendo irrelevante si “Milei” engloba o no a Karina, Francos, Caputo 1, Caputo 2, Sturzenegger o quien fuere) es que, de momento, el artillero Milei nos va ganando (a los opositores como yo, se entiende) cuatro a cero. Al escoger una metáfora futbolera mi propósito no es elogiar a Milei, sino hablar de él tanto como de nosotros sus adversarios políticos. Pero vamos primero a los goles; algunos son obvios, otros no tanto. Veamos.
El artillero Milei redujo drástica y sustancialmente la inflación. Reducir de modo impresionante una inflación muy alta es mucho más fácil que hacerlo con la inflación básica que persiste, aunque ahora parece que ese piso se está perforando. Pero esta es una sutileza de economistas cuya sabiduría tiene un alcance mínimo en la población, por muy relevante que sea a mediano plazo esa pertinacia inflacionaria. Como todos sabemos este éxito se sostuvo en dos pilares: un ajuste draconiano traducido en un equilibrio fiscal logrado, y el empleo del ancla cambiaria. La retórica política de Milei, en tanto, fue falaz: sobreactuó a rabiar la no emisión y disimuló el atraso del tipo de cambio, al punto que logró convertirlo en expresión prohibida (un admirado economista “amigo del presidente” se dice preocupado por los costos de producción en dólares, pero de retraso cambiario ni mu). Esta capciosidad no debe impedir reconocer que este gol Milei no lo hizo con la mano. Y poner punto final a la inflación fue para él un bien en sí mismo tanto como un poderoso instrumento de acción política, ya que ensanchaba la base de justificación y legitimación de sus decisiones (no a esto o aquello, sí a esto o a esto otro, etc.).
Nadie puede desconocer que el ajuste fiscal lejos de haber sido pagado por “la política” o por “la casta” (recordemos que Milei lo prometió una y otra vez) fue llevado a cabo con un sesgo social muy diferente: mientras se mantuvieron intactos vultuosos privilegios que, irónicamente, son ilustrativos como ninguno del viejo orden liquidado y de la colusión entre política y capitalismo de rentas, la motosierra se ensañó con el sistema previsional, con el gasto social, con los salarios de los empleados públicos (indiscriminadamente), con la obra pública, con el funcionamiento de las islas de eficiencia del estado, alcanzando quizás por primera vez a los turbios presupuestos provinciales. También fueron cortados sustancialmente los subsidios a las tarifas, mientras que en el terreno impositivo se fue a contramano con bienes personales, y no se ponderó con alguna equidad la situación comprometida en que quedaron las pymes.
Pero si hago referencia a esta paradoja tan obvia – dispensándose a toda casta de pagar costos –, es porque este sesgo regresivo del ajuste apenas rasgó el tejido del respaldo público con que se cubrió Milei y todavía se cubre. Compuesto como ha sido por hilos viejos e hilos nuevos. Entre los nuevos, el de amplios sectores juveniles de diferente origen social que encontraron en el credo anarcocapitalista la promesa de redención frente a un gobierno, el largo ciclo kirchnerista, que les negaba el pan y la sal bajo consignas como “la patria es el otro” y “el estado presente”.
Milei restableció el orden público, en el sentido más clásico de la expresión, gracias al efecto conjugado de la recuperación de una moneda (vaya si no se trata de un componente del orden) y del dominio por la autoridad estatal de la calle (algo hacia lo que las clases medias y medias bajas urbanas son particularmente sensibles). La condensación simbólica de esta reconquista territorial fue por supuesto la desaparición de los piquetes. Creo que este éxito tuvo más que ver con el secamiento de las raíces del piqueteo coercitivo que con la intimidación o la disuasión policíaca. Significativamente, también aquí la retórica fue falaz, hasta alevosamente. La ministra de seguridad declaró con deleite que “tener un muerto” no contaba entre sus temores. Personalmente dudo de la constitucionalidad de las disposiciones con las que el poder público enmarcó su política, pero de cualquier modo este segundo gol Milei tampoco lo hizo con la mano.
Javier Milei logró mantener, luego de un año tremendo, a la oposición en el mismo lugar en la que estaba en diciembre de 2023: algo así como en una balsa de la Medusa (Géricault) sin más esperanza que la de un milagro. Por supuesto, todos sabemos que la situación de la oposición es calamitosa (y en parte lo es precisamente por eso, porque todos lo creemos así), y ese estado es responsabilidad principalmente de la oposición misma, no de JM. Pero este tercer gol de Milei, menos visible que los anteriores (en el marcador cuenta igual) fue haber contribuido hábilmente a este resultado. No se quedó quieto, operó sin recato sobre el Pro y J x C en general, compró pases a buen precio, desgastó (evito aquí el término más preciso) así a los actores políticos opositores más afines, ninguneó al centro dialoguista, y polarizó activamente con el kirchnerismo (la fuerza política que Milei más ama odiar, desde luego), que estaba a punto de caramelo para expresarse en cada oportunidad como Milei esperaba que lo hiciera, y lo hizo. La Libertad Avanza engordó a expensas de los opositores (lógico) y sobre todo el peronismo no dio la más mínima señal de que estuviera siquiera pensando en que pensar debía (Machado) en sacarse el lastre del kirchnerismo (su muralla es el cordón urbano de la provincia de Buenos Aires). Es posible, en suma, que jugadores del equipo contrario hayan cooperado con Milei en la jugada, pero el gol lo hizo él. A esto hay que agregar lo que es bien conocido: en materia legislativa, Milei logró mucho con casi nada. Explotó al máximo el respaldo social que se galvanizó al menos temporariamente luego de la primera vuelta, y adoptó una sobreactuada actitud intimidatoria ante unas fuerzas legislativas desconcertadas; Milei (o el grupo que así llamamos) comprendió mejor que nadie que los opositores, mientras lamían sus heridas, no tenían ninguna posibilidad de cerrar el camino al grueso de las iniciativas presidenciales, por mucho que los números se lo permitieran; no solamente por el estado del ánimo público, sino porque en la mayoría de los casos la obstrucción lisa y llana suponía votar con el kirchnerismo. Milei no consiguió todo pero si se mira el conjunto de la legislación aprobada el resultado es impresionante, incluyendo que no pudieron ser revertidos vetos presidenciales en temas, de hecho, muy delicados para la opinión pública, como el universitario.
Tres a cero ya es paliza, pero hubo un cuarto gol. Y no se puede negar que Milei tuviera el tema en la cabeza aun antes de asumir la presidencia. Milei reconstruyó en gran medida la autoridad presidencial y su centralidad. Se podrá decir que no le quedaba otro remedio, y que después de la presidencia de Fernández la tarea era más fácil que dar una vuelta manzana. Puede ser, pero no se le puede negar competencia, y sensibilidad para advertir peligros (ejemplo: retrocedió, y escogió otro camino, frente a la inesperada plaza universitaria). Ni determinación y pericia para hacer sustituciones imperativas o para neutralizar o alinear gobernadores (el conflicto con la vicepresidenta complica esta evaluación, pero no se puede decir mucho, porque no sabemos si no estaba ya en el origen o le cupo al propio Milei la responsabilidad de avivar el fuego). En total, si retiramos la indocilidad de Victoria, 2024 fue un año de consolidación del liderazgo presidencial: logró procesar política y socialmente un ajuste colosal sin perder cohesión; ganó credibilidad (que al principio era baja entre los agentes económicos, que dudaban de que pudiera sostener el pulso con tan escasos recursos institucionales), y mantuvo la confianza en el gobierno (un dato central; así lo muestra el índice de confianza gubernamental de la UTDT). Este cuarto gol viene acompañado de una promesa que, a esta altura, no tiene nada de delirante y que a algunos nos suscitaba interrogantes e inquietudes (más bien nos quitaba el sueño) ya desde la campaña electoral: si, y cómo, Milei procuraría la fragua de una fuerza política dotada de identidad y cohesión, implantación nacional y cierta previsibilidad, con capilaridad social y relato militante – como catapulta, claro, para dejar atrás la flaca presencia institucional que le dieron las elecciones de 2023, pero también para muchas otras cosas. Salta a la vista que los comandantes de LLA han dado pasos en ese sentido, nada tímidos. Descubrieron (lo sabían, desde luego; tontos no son) que “con las redes no alcanza” y se han lanzado a la formación de unidades partidarias en los distritos, recogiendo a como dé lugar todo lo que puedan de la execrable casta. Disponen aún de casi un año para las elecciones intermedias; no sabría decir si es mucho o poco tiempo. Pero Milei tuvo ya margen más que suficiente para perfilar el partido de sus sueños, el necesario para los tiempos de transformación que anuncian los heraldos negros (el inefable “cambio de época” en el que todo vale porque el triunfo es tan ineluctable como obligatorio): una organización de verticalismo totalitario en la que no hay lugar para la disidencia ni en el pensamiento ni en las decisiones. Por supuesto, todos sabemos que no es (al menos hasta ahora) la guillotina el trato que le dispensó a Victoria Villarruel. Pero la historia de las organizaciones totalitarias nos enseña que eso no garantiza nada; los líderes saben esperar.
Los tibios, los peores de todos, salvo los opositores comprensivos
Todo lo dicho explica el 4 pero no el 0 del marcador. Tras ese cero hay una sociedad que no está apenas pagando para ver, como si se tratara de una partida de póker, o que haya concedido los universalmente famosos 100 días multiplicados esta vez por cuatro. Es más que eso. Nadie lo ignora: el último gobierno K logró mucho: la condensación, por parte de Milei, de un hartazgo que pudo ser traducido en palabras que parecían, a tantos, oídas por primera vez al tiempo sentían que eran propias. Ese enunciador único los expresaba. El hartazgo viejo, de origen ya remoto, y la frustración desesperanzada, se convirtieron en bronca movilizada. Esto tuvo un efecto más difuso que focalizado, porque el enunciador que decía “lo mismo que diría yo, pero no tengo las palabras” no era apenas un salvador de los argentinos sino del hombre en general, habló de todo y de lo contrario, de acciones, de teorías, doctrinas, y valores (el estado, el mercado, la política, el progreso de las naciones, la libertad del individuo, etc., etc.), y así fue como nubes numerosas pero dispersas se condensaron en pesados nubarrones anunciando el diluvio.
El diluvio no llegó, si se toman en cuenta los resultados electorales (en primera vuelta, a Milei lo votó apenas un tercio). Pero el presidente electo puso el histrionismo necesario para que no quedara la menor duda de que estábamos frente a un resultado plebiscitario, el de la plebe contra las castas, el de la nación contra sus enemigos, y al advenimiento inexorable de un cambio de época. Se encarnaba a sí mismo como la voluntad de una nación, del mismo modo que Bonaparte se había colocado literalmente por sí mismo la corona imperial en 1804.
Se configuró así una oposición sumergida, cerrada en su desconcierto, que me recordó el tango de Discépolo, “sin moral, hecho un mendigo…”. Sin moral hecho un mendigo no nace la inspiración y sin inspiración no se hacen goles. La reacción del kirchnerismo fue la peor, porque se refugió en la defensa a ultranza de su cartilla. El peronismo no K atendió básicamente sus intereses posicionales, a falta de algo mejor, cortado en las rodajas de los distritos. El centro dialoguista tuvo una sola localización, la Cámara de Diputados, y ahí se defendió a duras penas, apretujado entre la polarización impulsada por JM y la contumacia pétrea del kirchnerismo. Poco a poco, las cándidas expectativas de quienes creíamos posible un centro vigoroso, opositor a LLA pero que ajustara las cuentas con el kirchnerismo, se esfumaron.
En verdad, las oposiciones no pudieron argumentar con eficacia frente a iniciativas gubernamentales demandadas o esperadas intensamente por la población, que se quiso convencer de que “Milei cumplía su promesa” (no contaba en esto la precisión sino la contundencia de la caída de la inflación). El contingente de los cínicos, en cambio, estuvo aprobando un año entero bajo el lema más o menos correctamente adjudicado a Sarmiento: “hacer las cosas, hacerlas mal, pero hacerlas”. Expresado hasta el cansancio, un consejo práctico de sentido común fue convertido (acompañado de numerosas variantes) en un imperativo moral. Es que se trataba, se trata, otra vez, del “cambio de época”, y había que adaptarse, con dolor (en lo posible dolor de los otros); los que critican “no la ven”.
Algunos recurrían – deberían admitirlo y pedirnos disculpas – al ardid de intentar convencernos de que no debíamos escandalizarnos por el léxico y la retórica presidenciales, como si la vesania o la procacidad de Milei fueran lo más importante. Desde luego que el campo semántico que transita Milei en su discurso público es muy relevante, porque tiene efectos políticos, produce sentidos, organiza el espacio y la acción[1]. Me resulta inaudito que se le reste relieve y espesor a lo que dice o calla en la esfera pública. La superficialidad de este talante comprensivo se hace más marcada cuando las palabras del presidente son violencia verbal pura, que equivale a que desde la cima del poder del estado se está orillando la violencia física ilegítima. No veo otro modo de calificar qué sucede cuando un mandatario suprime toda mediación discursiva entre su poder y el territorio de la violencia ilegítima, sea verbal sea física. Cuando llena, para decirlo sin vueltas, su lenguaje habitual de mandriles, brazos armados, aniquilaciones, etc. También de recurrentes aprietes a los medios de prensa que lo disgustan. No puede decirse que en la Argentina de hoy no existe libertad de prensa, pero sí que tenemos un presidente, y adláteres, que militan claramente en contra de uno de los principios básicos del liberalismo, abusando de su poder asimétrico intimidatorio. Y no se trata de episodios excepcionales.
El propósito de este artículo no es entrar de lleno en discusiones teóricas, y mucho menos cruzar lanzas con los autores admirados por Milei, pero no puede desentenderse de ellas y ellos del todo. Porque muestran que el liberalismo de Milei probablemente no pase de aquello que el liberalismo no es: la utopía de la sociedad regulada por el mercado. En efecto, cuando Milei proclama a voz en cuello que él es el topo que ha venido a destruir el estado desde adentro, no me resulta posible, lamentablemente, negar la autenticidad de sus intenciones. El problema es que, para el pensamiento y la práctica liberales, el estado, si bien debe ser controlado y su poder severamente limitado, es la garantía última de las libertades individuales. Es el mecanismo de reglas y prácticas que los hombres fueron inventando no solamente para garantizar el libre mercado sino para garantizar un conjunto de derechos individuales (entre ellos el de la propiedad) sin los que el liberalismo es inconcebible.
Resultó inútil de todos modos, explicar a los mileístas del cinismo, que las preocupaciones de muchos opositores – tachados que fuimos de alarmistas, radicalizados, progres, liberales iluministas y otras lindezas –, no se centraban exacta y excluyentemente en los modos de habla del presidente y su séquito, sino también en otro orden de cosas, o más bien en otros órdenes de cosas. Cae de su peso que me refiero muy principalmente a dos de ellos (inseparables entre sí salvo en términos heurísticos). Me refiero a qué está haciendo el gobierno con las instituciones de nuestra dizque democracia republicana, y a qué está haciendo con las reglas del orden (o lo que quedaba de él, en ruinas, en diciembre de 2023) económico social. Me importa sobre todo destacar posibles efectos de largo plazo, efectos que dependen en gran medida de los modos de la transformación, de los modos en que un estado de cosas decadente y caótico puede dar paso a un nuevo orden en sus dimensiones político institucionales y económico sociales.
Aquí el argumento de aquellos que JM consideraría despectivamente mileístas tibios (“son los peores de todos”) sería que, si Milei maltrata un poco, un poquito, las instituciones de la república, no es por maldad, sino por necesidad. Me atrevo a decir que yo mismo podría mejorar el nivel analítico de todos los tibios, al menos el de los que he leído, pero no me esmeraré, en aras de la sencillez. En esencia lo que los tibios entienden es que la Argentina está como está, trabada por un estado al mismo tiempo quebrado y propagado a lo largo y lo ancho de la entera sociedad, a la que ahoga para sostener una casta que vive a sus expensas y cuenta con mil recursos institucionales para reproducir sus privilegios. La casta vive del estado que a su vez exprime a los pocos que producen, y mata al mercado, sustituido, desde hace décadas, por todo tipo de colusiones público-privadas, y por tanto una sociedad cada vez más pobre paga cada vez más impuestos (inflacionario el principal) y expande el endeudamiento público en un círculo vicioso, ya que sostiene a ese estado cada vez más predatorio. Bueno, dicen, hay que hacer las cosas asumiendo el punto de partida como es. En esto tienen razón, hay que usar los materiales que se tienen a disposición, no se pueden importar cuadros políticos, burócratas de alta formación, instituciones, ni dinero, que nadie nos presta. Y si es así, entonces “el fin justifica los medios”; pero no sin reservas y sólo hasta cierto punto, se apresuran a aclarar los tibios; ellos mismos tiemblan un poco cuando es el propio Milei el que dice con todas las letras (lo ha dicho) que el fin justifica los medios, o sea dudan, con lo que se comprueba que son unos tibios, unos traidores en potencia si no ya en acto, que merecen por tanto (no hago más que citar al presidente…) ser expulsados del PCUS… no, perdón, de la LLA. Pero “no somos manada”. ¿Son manada? No, tampoco los cuadros del PCUS en tiempos de Stalin eran manada, nada de eso, si hubiera sido tan fácil…
Bueno pero no nos distraigamos; al popperiano “no se puede ser liberal con los antiliberales” los duros lo dan vuelta, lo transforman y desfiguran: “al kirchnerismo hay que combatirlo con sus propios medios”. Y así lo hacen: por caso, desean, en una movida anti institucional, antirrepublicana, colocar (y si hace falta, por decreto) a Lijo en la Suprema Corte de Justicia. El ejemplo, admito, tiene un problema: el linaje ilustre de las intervenciones del Ejecutivo sobre la Corte (Menem, Kirchner, Macri…). Estamos frente a un caso de conservadurismo antirrepublicano, no de transformación liberal republicana. Pero es mucho más que eso porque la estrategia general del gobierno fue la de centralidad del Ejecutivo mediante mega-decretos y el empleo expeditivo del poder de veto, creando sólo a través de este marco un espacio de negociación puramente marginal. Hay un espejismo sobre la disposición del presidente a negociar y sobre su pragmatismo – el lugar común de que al contrario de lo que parece, el presidente es un pragmático negociador. En este aspecto en particular, el presidente es lo que parece y lo que dice de sí mismo: un mesiánico que se califica de líder sobresaliente y que endereza sus pasos hacia un decisionismo extremo, porque quiere y debe concentrar la totalidad del poder de las instituciones representativas, que si no, estorban. Esto es lo que explica que se haya negado a cualquier tipo de acuerdo coalicional con fuerzas como el Pro, no obstante lo muy dispuesto que está este partido a consentirlo: la convicción de que sólo gobernando en exclusiva podrá mantener el rumbo que quiere. La cantinela sobre que lo que hace Milei importa más que lo que dice, oculta lo que realmente hace y quiere hacer, solamente a los oídos de quienes se niegan a atender o les da lo mismo. Milei es festejado por imputar al liberalismo consecuente tibieza, flojedad, por no atreverse a maltratar a las instituciones como hace falta. Por supuesto, no es así, hace falta mucho temple para ser liberal en la Argentina, esto es, para conciliar el liberalismo con el republicanismo y la democracia. Por el contrario, no le faltan para nada a Milei liberales (no seré yo quien se meta a decir si son “auténticos” o no), como Benegas Lynch, que justifican todo y de una, otorgan el beneplácito que en verdad el presidente ni precisa. Él es el exclusivo legitimador de sus acciones extraordinarias, a partir de un acto fundacional y único, “el pueblo que lo votó”.
El ganador se lleva todo
Tenemos un año signado por iniciativas y decisiones presidenciales que muestran la gestión de Milei en la dimensión reformista. Pero veamos algunos ejemplos más recientes, coetáneos, del tipo “el ganador se lo lleva todo” (¿qué quiere la gente? Bueno, siempre y cuando quiera lo que yo quiero, el que se lo da, soy yo, nadie más. Por medio de un decreto o como sea). El empleo abusivo de los instrumentos legales se manifiesta en el margen del arbitrio con que cuenta el presidente. A principios de diciembre pasado ha decretado la reducción de la edad mínima para portar armas (de 21 a 18 años). Es patente la incongruencia entre la sustancia de la cuestión, y el instrumento legal al que se recurre para resolverla (esta brecha se manifestó desde comienzos de su gestión). Para la misma fecha, el gobierno informó que no le pedirá explicaciones al jefe de la Dirección General Impositiva por sus departamentos no declarados en el exterior; pero esta es sólo una mancha más en la piel del león en lo que se refiere al ejercicio de la igualdad ante la ley y la otra cara de la misma moneda, la de que no puede haber ciudadanos que estén por encima de la ley, principios básicos ambos de una democracia liberal y republicana. Bajo la égida del ajuste fiscal y del desmantelamiento del estado criminal (pleonasmo para Milei) se procuran alteraciones en reglas de juego que afectan tanto la igualdad ante la ley como fortalecen una política de desincorporación, de, digamos, norteamericanización de la cultura electoral, que propende a dejar fuera de juego a sectores políticos y segmentos sociales más y más numerosos. Tal es el caso del proyecto, como parte de la reforma política, de privatizar el financiamiento de los partidos y las campañas electorales. Y aunque admito que pueda ser más controvertible, considero que el proyecto de establecer un sistema electoral uninominal va en el mismo sentido, porque como se sabe, en estos casos el ganador suele llevarse todo y los representantes electos se alejan aún más de expresar la pluralidad. A la sazón, conocimos unas declaraciones de la ministra de seguridad, de inmanejables ambiciones políticas, y cuya gestión está siendo valorada muy positivamente por amplios sectores de la opinión pública particularmente sensibles en este tema.
Es la forma del régimen político republicano, representativo y federal lo que está en juego, quiero creer que no el régimen político en sí mismo. Pero el elemento principal de este cambio de forma es la “peronización” potencial de Milei (ruego a los amigos lectores que sean o se consideren peronistas, y aun a los ex peronistas, que me disculpen, pero no encuentro mejor ejemplo que el peronismo clásico para una equiparación). El presidente ha acompañado su decisionismo rampante con pasos demasiado firmes hacia el personalismo si no al culto a la personalidad. Cuanto más débiles son las instituciones (Argentina no pudo lidiar bien con este problema desde que se recuperó la democracia) más pesa el ejercicio político que hacen con ellas los hombres. Las instituciones no consiguen, así, una separación suficiente de los hombres, al contrario, se tornan sumamente dependientes de los mismos y sus pasiones. Los hombres, especialmente los líderes, imprimen su sello, le dan forma a través de lo que hacen (incluyendo en ese hacer ciertamente lo que dicen). Alfonsín, Menem, Kirchner, Cristina, dejaron secuelas, y Javier Milei parece saber esto perfectamente. Y se propone superarlos a todos en el lado malo del asunto. Así lo ha anunciado y así, a mi juicio, hay que creerle. El impulso a quedarse con todo no menguó, sino que fue creciendo de un presidente al otro.
Pero antes de continuar con el tema institucional examinemos el otro, el económico social. Aquel por el cual los argentinos de a millones – y desde intelectuales a vendedores callejeros de medias – están dispuestos a tolerarle a Milei todo – o al menos mucho más de lo que declaran admitir. No tengo ninguna crítica moral a esta más que comprensible tesitura indulgente, tras un somero recorrido mental de nuestra historia previa. Sólo diré que, conjugada con la indulgencia masiva frente al antiliberalismo activo en el plano político institucional, puede pavimentar el camino que nos conduzca al desastre.
Empecemos por lo archisabido: ha habido un ajuste descomunal, básicamente ineludible, porque los desequilibrios de fines de 2023 eran insostenibles y sus consecuencias sociales horrorosas. Este ajuste tuvo un rasgo marcado, que lo diferencia de otros que se hacen por cuenta propia: fue conducido del principio al fin (es un decir) por un comando político económico (el presidente y su equipo). Insisto: no todos los ajustes son así; a veces los ejecuta “el mercado”, por ejemplo, o los impone un shock externo no esperado. Como sea, esto significa política, decisiones, distribución de costos y beneficios, acciones y omisiones, acciones estructurales y sesgos resultantes. Ya hemos visto páginas atrás y no insistiré en lo que es innegable: el sesgo social fuertemente regresivo del ajuste argentino de 2024. Ahora, hacerse ilusiones sobre que un ajuste frente a una grave situación económica, en el marco de un régimen capitalista, puede llevarse a cabo evitando todo sesgo social regresivo es, lamentablemente, un desatino completo. Nadie puede criticar a Milei por no haber detenido su gobierno unos días para consensuar un ajuste mediante el velo de la ignorancia. Nadie puede creer que las correlaciones de fuerza entre agentes económicos, trabajadores, desamparados, etc. no pesen en la cabeza de los decisores tanto como sus objetivos y preferencias. El capitalismo es como la democracia para Churchill. Quizás en el futuro se invente algo mejor, pero nosotros hacemos política en este presente[2].
Reconocida esa dolorosa verdad nos enfrentamos, quizás obstinadamente, a un interrogante inevitable de lo político: ¿qué es posible? Y aquí las cosas dejan de ser obvias, y mi opinión – que comparto con muchos tibios dubitativos, liberales iluministas, progresistas, progres, dialoguistas de centro, conservadores lúcidos (en Argentina son escasos), entre otras tribus – es que mucho de lo que se hizo podría haberse hecho de un modo muy diferente. Y, puesto que el ajuste fue políticamente conducido y gestionado, los cálculos, las preferencias y las decisiones tuvieron un peso relevante en los resultados y las eventuales consecuencias. Había grados de libertad (2024 es en esto muy diferente a la experiencia del primer año de Menem).
Creo que los resultados podrían haber tenido un sesgo menos regresivo sin afectar la eficacia del ajuste en lograr el equilibrio fiscal ni la credibilidad de los agentes económicos hacia el gobierno. Distingo dos dimensiones: efectos de señalización y efectos sobre las condiciones de vida en el corto y el mediano plazo.
La señalización es importante porque es lo opuesto al pronóstico tácito (y alarmantemente extendido) de que a los sectores desfavorecidos no les aguarda sino la helada intemperie de un mercado para el cual no están nada preparados[3]. Digo tácito, pero a veces ha sido explícito – y no sé cuánto de involuntario tuvo, quizás muy poco –, como cuando Milei respondió a un periodista que “si no llegaban a fin de mes ya se habrían muerto”, y que él “no podía ocuparse de las emociones” (cuando en verdad casi no ha hecho otra cosa). La señalización forma parte de la promesa de lo político, identifica y crea lazos. Y aquí se puede entender un poco de lo que pasa, porque Milei ha sido habilísimo prometiendo, identificando y creando lazos, con sus propios instrumentos, completamente diferentes a los valores progresistas. Ni pensar. No obstante, hay otra cosa: señalizar cierto apego a la mitigación de los sesgos sociales supone ampliar la base de sustentación política que Milei está dispuesto a que tenga lugar sólo bajo los registros para él aceptables. Y es muy probable que parte de esto suceda en 2025. Milei concentra gran parte de su atención y la de sus colaboradores en ampliar y cohesionar una base mileísta, total, con la nación ya la ha identificado.
Pero veamos en qué terrenos esta señalización podría haber sido posible y tener mayor o menor, según sea el caso, efecto sobre las condiciones de vida durante el ajuste. Un efecto de igualdad en clave liberal democrática o, si al neomileísmo le gusta más, en clave popular, sería demostrar que para este gobierno no solamente los ricos cuentan. Al ajuste lo tendrían que garpar todos, y ahí estaban a la mano regímenes de alta visibilidad como el de Tierra del Fuego, otros regímenes de promoción menos visibles pero muy controversiales, reformas impositivas en dirección opuesta a la que se llevó a cabo en el Régimen de Impuesto a los Bienes Personales. Otro tanto puede decirse sobre políticas sociales (que en términos reales se retrasaron respecto a la inflación), educación pública, ciencia y tecnología, integración productiva de las pymes (no porque lo pequeño sea hermoso, sino porque son los agentes económicos que más empleo generan), desenvolvimiento de clústeres regionales. Una señalización de estímulo de la integración entre pymes – un esfuerzo más organizativo e institucional que fiscal – habría hecho patente una genuina preocupación por evitar que el desenvolvimiento de la minería en condiciones de enclave (hiper promocionada, pero qué se le va a hacer) y poco capaz de crear empleo se convierta en el rasgo dominante de la nueva economía argentina.
Nótese que la opción del gobierno fue completamente la opuesta: en el altar de un dudosamente sostenible equilibrio fiscal condensó imágenes y creencias sobre las políticas sociales, la universidad, el Conicet, el Inta, etc. procurando conferirles la peor de las reputaciones. Del mismo modo, buscó desprestigiar las políticas de subsidios (que obviamente había que recortar) como si estos fueran nocivos en sí mismos, cuando se trata en realidad de la provisión de bienes públicos como el transporte, el abastecimiento de agua, etc., práctica mantenida en la inmensa mayoría de las ciudades del mundo (y que el gobierno de hecho mantiene, y es obvio que no interrumpirá; pero ha logrado instilar unas gotas de culpa en cada pobre infeliz que “viaja subsidiado”). Asimismo, reforzó una retórica de exaltación de las modalidades de enclave (acompañando la promulgación del Rigi), y ha tomado decisiones y ha insistido en una retórica en la que la entrada a la nueva época, la del regreso a la vieja época, está asociada básicamente a la economía extractiva. De qué modo, en ese escenario, se darán pasos efectivos para la integración social y económica de nuestros conciudadanos que, en números siderales, son pobres o indigentes, no es un misterio: no es un problema porque a Milei simplemente no le interesa. Claro, el debate económico tiene una palabra: derrame. La historia económica, que yo sepa, no le ha dado la razón a esta expectativa. Pero es bueno recordar que no vivimos en la Argentina de los 60 ni en el mundo de los 30 años dorados, sino en el imperio de la desigualdad, y en el que no se avizoran formas de combatirla (aunque la desigualdad pueda coexistir con mejoras absolutas de las condiciones de vida de los sectores menos favorecidos)[4].
Pero volvamos; la palabra de orden “no hay plata” y su hermana “no entrego el equilibrio fiscal” no hacen al caso, porque sumas y restas efectuadas, no habría habido ninguna ruptura con la regla que se impuso el gobierno (la estableció a perpetuidad, no sujeta a ciertas circunstancias; para Milei la Argentina no podría redimirse de sus pecados pasados lo suficiente como para tener deuda pública). Recuérdese, a título ilustrativo, que con arcanos propósitos de inteligencia del estado se quiso inyectar nada menos que 100.000 millones de pesos a los organismos correspondientes[5]. Considerando otro aspecto de la misma cuestión, recordemos que cálculos confiables que acompañaron el proyecto, moderado, de reforma previsional vetado por el Ejecutivo, también cifraban los cambios en niveles monetarios insignificantes. Estos datos permiten conjeturar que el gobierno optó por sobreactuar el ajuste y la retórica que vino de su mano, y establecer una reducción estructural, de largo plazo, de los haberes jubilatorios.
Alfonsín, Macri, esos liberales iluministas
Tomadas en conjunto las dimensiones económico social y político institucional de la gran transformación en curso, podemos destacar aquí un argumento que defiende las formas tanto como los contenidos en las que esta se ha concretado hasta ahora. Este argumento gira en torno de los liderazgos populistas. Como sabemos, las nociones que identificaban al populismo con políticas de izquierda o con “políticas macroeconómicas populistas” han quedado atrás hace ya años. Hay infinidad de casos en que presidentes populistas ni son de izquierda ni ejecutan macroeconomías populistas al estilo analizado con rigor por Dornbusch y Edwards hace más de tres décadas. Correlacionando esta constatación, en general las conceptualizaciones de los populismos han incorporado modos de acción política (que incluyen desde luego dimensiones discursivas, no podría ser de otra manera) de orientaciones de derecha y políticas de ajuste “neoliberales”, etc. Por lejos, la más penetrante contribución teórica que jalonó estos cambios fue la de Ernesto Laclau (sobre todo su gran libro La razón populista, y esto independientemente de su intensa y a mi juicio descabellada militancia kirchnerista). Esas décadas fueron el caldero de la renovación teórica eminentemente doméstica y de la irrupción de experiencias populistas o neopopulistas que quemaban los papeles de todo el mundo. Sin ir más lejos, las reformas “neoliberales” de los 90 argentinos se llevaron a cabo bajo la égida de un líder peronista que puso en juego con destreza recursos populistas en la gestión política y en la económica (“reformismo de base popular” y “populismo atemperado”). Desembocamos con este antecedente en el apuntalamiento argumental de la presente experiencia: en contextos de disgregación de la representación, de desafección pública hacia la política y los partidos, combinados con crisis duraderas y traumáticos picos de caos social o hiperinflacionarios se puede esperar del populismo más que de cualquier otra fórmula de gobierno. Los pilotos de tormenta son populistas y evitan males peores. Hay una afinidad electiva entre ellos y el decisionismo (que los líderes liberal democráticos no aman) y entre ellos y una forma de ordenar el campo político (si nos permitimos ser demasiado duros, digamos que schmittiana), cuando precisamente lo que se necesita es un orden. No es, por tanto, que los populistas se desenvuelvan en un vacío de representación, sino que construyen una forma de representación y un orden a la altura de las circunstancias, que liderazgos de corte más institucionalistas, como Alfonsín o Macri, no estarían en condiciones de proporcionar. Así entendido, el populismo no es llanamente anti institucionalista, y la relación entre los líderes populistas y las instituciones puede ser más abierta y proficua para la democracia que la que perciben lecturas más convencionales. De la combinación de los arreglos institucionales que los preceden, y el orden precario, pero orden al fin, que son capaces de brindar, los líderes populistas obtendrían el capital político que a su vez les permitiría establecer equilibrios democráticos más duraderos, así como un curso posible de modernización económica nacional.
Si nos limitamos a examinar el caso argentino, los tres grandes líderes populistas que antecedieron a JM, Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, están muy lejos de permitirnos alcanzar una conclusión incontrovertible sobre la validez del paradigma neopopulista. El traje de este paradigma le va como cortado a medida a CM, pero no habría sastre que fuera capaz de hacer que le quedara bien a Kirchner 1 y Kirchner 2. Esto tiene alguna importancia porque no facilita la aplicación de este paradigma interpretativo ni en términos conceptuales ni en términos axiológicos. En buen romance y con todas las letras lo que quiero decir es que quien echa mano de este paradigma para ser comprensivo con Javier Milei, no hace otra cosa que una sico-porteña racionalización: una vez que se ha elegido qué defender, se sale a la búsqueda de los argumentos que se prestan mejor a esa defensa.
Creo que no es ese tipo de racionalización lo que estoy haciendo yo aquí. Me atengo, al menos intento atenerme, a los hechos (incluyendo los dichos), en su difícil devenir, e intento conjeturar cómo viene la mano en un futuro ni tan inmediato ni tan remoto. Puedo estar equivocado, pero al menos racionalizando no estoy.
Trataré de expresarlo de modo sucinto: por el camino que Milei nos está llevando, acompañado del coro de complacientes que “quieren que le vaya bien por el bien del país”, vamos hacia un régimen sociopolítico que podría consolidarse y mantenerse estable, rompiendo por primera vez el “empate” que caracterizó los vaivenes de la política y la pugna social en la Argentina. Este nuevo régimen sociopolítico tendría como uno de los elementos más relevantes cristalizar la desincorporación social y política que se ha ido acumulando a lo largo de las últimas décadas. El perfil de la desigualdad social y cultural, y la remisión de la ciudadanía, quedarían fijados. En nuestra cultura política, atestiguaríamos el fin del igualitarismo que ha sido un componente central históricamente. La “batalla cultural” que anuncia Milei con bombos y platillos no es otra cosa: no está enderezada, como algunos creen, a que la sociedad aproveche el dinamismo del mercado, sino a que el mercado se torne dinámico desde la base de las desigualdades y las exclusiones existentes, y la sociedad se adapte a ese específico dinamismo. Es perfectamente posible que eso ocurra; lo que quiero decir es que si no hay oposición política eficaz podrá ocurrir.
Es difícil imaginar la viabilidad de un modelo económico de acumulación como el que ha propuesto reiteradamente Pablo Gerchunoff, i.e., una “coalición exportadora”, considerando que los nuevos sectores de potencial exportador – básicamente la minería y la energía – no están en condiciones de integrar ramas productivas en gran escala y podrían afectar la competitividad de otros sectores exportadores. Variantes de “enfermedad holandesa” mejorarán los ingresos de muchos asalariados formales pero profundizarán la zanja que los separa de los millones de pobres e indigentes, formales e informales.
La desincorporación sería también sociocultural a través de intervenciones intensamente político estatales. La agenda de la política se reduciría a fuerza de decisiones unilaterales. Es lo que está aconteciendo, por ejemplo, con decisiones ministeriales contrarias al tratamiento del cambio climático y a los derechos de la mujer (en ambos casos con abandonos de foros internacionales). De hecho, no se precisa ser un especialista para percibir cómo se corre el riesgo de una drástica reversión del concepto de derechos en su naturaleza política. No cabe duda de que, en los últimos lustros, muy en especial en las administraciones kirchneristas, tuvo lugar una suerte de inflación y una depravación del concepto, cuya más clara expresión probablemente haya sido “donde existe una necesidad hay un derecho”, expresión que hace de cada derecho y de la misma noción de derechos, un dispositivo automático, y no lo que en verdad es, un concepto que no puede reconocerse como tal si no es politizado y sin entrar en un campo plural. Muy bien, pero, ¿podemos imaginar el alcance del ajuste de Milei si este hubiera podido avanzar en un territorio social desprovisto de redes de derechos y trincheras institucionales y culturales? El desmantelamiento de estas redes y trincheras se hace patente en el modo en que el gobierno ganó la “batalla cultural” en lo que se refiere a la ocupación de la calle. Hasta ahora, no solamente se borró la legitimidad para moverse a su fuerza y antojo de las organizaciones piqueteras, sino que se pasó al otro extremo, con una base inconstitucional, en el que es la protesta callejera en sí misma la que está puesta en tela de juicio. De los dilemas políticos vinculados al choque de derechos o al derecho de afectar derechos se pasó a un concepto donde no hay lugar para dilema alguno, al imperio despolitizado de la autoridad del estado.
Javier Milei no abriga intenciones de aumentar la pobreza o la exclusión; lo que sí tiene es disposición a que esos aumentos sean daños colaterales a medidas que entienda necesarias. La interdicción anunciada de la deuda pública (“no se gasta más de lo que entra”, cuando en verdad a veces sí es conveniente hacerlo, así como otras veces es conveniente gastar menos de lo que entra) es una irracionalidad que tiene incidencia en la formación profesional de burócratas, pero también efectos culturales y de orientación de comportamientos futuros de inversores.
Probablemente los niveles de pobreza e indigencia siderales que estamos experimentando ya no van a aumentar. Se va a cristalizar, envuelta en una telaraña de relaciones de fuerza, institucionales, políticas, culturales, ese intenso proyecto para el futuro de la Argentina de Javier Milei. El estado esmirriado en sus áreas de política educativa, cultural, científico tecnológica, social, de articulación del desarrollo productivo y regional, el desmantelamiento excesivo de redes y regulaciones que contrapesen la exposición desmesurada de algunas actividades al mercado, un presupuesto público mínimo en términos de niveles históricos, y la ponderación del crecimiento económico de enclave, serán parte de los instrumentos con los que el estado mileísta espera dejar definitivamente atrás la “sociedad demandante” de nuestro inestable pasado, para consolidar las desigualdades en las que cada uno esté quieto en su lugar.
Una antigua aspiración de la Revolución Libertadora (que podría ser considerada arcaica en la tercera década del siglo XXI, del mundo artificial y la inteligencia artificial, pero lamentablemente no es así), “que el hijo del barrendero muera barrendero”, se restituye en vigencia, pero ahora se trata de que el hijo del motoquero muera motoquero – aunque lo haga con un celular de última generación en la mano. Las puertas de la movilidad social y del ideal igualitarista estarán cerradas. Una hegemonía de hecho que puede consolidarse en el plano cultural; lo que es bueno para los ricos es bueno para la sociedad argentina. Una publicidad de estos días del Banco de la Nación Argentina dice: “los argentinos creemos que, si al campo le va bien, le va bien a los argentinos”. El punto de partida social y político para concretar estas mutaciones no podrían ser mejores; es ahora o nunca.
Confianza y nación
Para finalizar, me gustaría inscribir el tsunami mileísta en un proceso argentino de largo plazo; quiero hacerlo en parte harto de leer textos que nos explican que para entender a Milei hay que tomar en cuenta mutaciones epocales en el mundo, las redes sociales cambiando lo político y hasta los algoritmos organizando nuestras vidas en manos de administradores del caos. No niego nada de eso, pero no es lo que aquí me importa.
El telón de fondo que me interesa destacar es otro: la pérdida de la confianza en sí misma de la sociedad y de sus expresiones sociales y políticas y de los individuos que la componen. Este es uno de los peores legados del kirchnerismo. Se venía perfilando, desde luego, pero no emergió claramente antes de la gestión K, en especial de la última. Históricamente, por lo menos desde 1975 la serie de fracasos y frustraciones fue acumulativa. Y tuvo un impacto terrible sobre las nuevas generaciones: la nada misma. La nada en lo que se refiere no a todo sino a la transmisión de legados culturales, consensos históricos, que daban forma a lo colectivo y podían poner límites a los peores aventureros. Como lo fueron o son los de las bicicletas tándem de CFK y AF y de JM y KM.
Los caminos por los que las sociedades se extravían suelen ser muy diferentes unos de otros. Otro modo de decirlo es que hay muchas causas por las que un país puede extraviarse. La Argentina está extraviada desde hace un tiempito, pero en general nos negamos a reconocernos en ese extravío. Hay una terminología y unas actitudes artificiales que acompañan la vida y la actividad cotidiana como si se tratara de una rutina de normalidad. Pero la verdad es que, si hace mucho ya que se quebró la vieja convicción por tanto tiempo invulnerable, del destino de grandeza (cuyos orígenes se remontan al siglo XIX), los fracasos en democracia han roto una certeza consecuencia del quiebre anterior, una certeza constructiva: la confianza en recuperarnos. Primero se quebró aquella convicción que parecía de acero, eso no fue tan malo; pero luego se hizo trizas la autoconfianza. Es un plano más profundo; la sociedad argentina ha perdido la confianza en sí misma (nada menos que una convicción cultural e histórica; y encima la hemos perdido en democracia). Y no se trata apenas de especulaciones, interpretaciones abstractas o conclusiones de análisis agregados, sino también de la experiencia familiar y personal de muchísimos argentinos, para los que está claro que los saltos sociales que vivieron sus abuelos, sus padres y ellos mismos, difícilmente podrán vivirlos sus hijos y sus nietos. ¡Tres generaciones al hilo de saltos hacia adelante! Y ¿qué, desde ahí? La incertidumbre. Claro, aquellos saltos no supusieron una trayectoria nacional lineal, porque hubo violentas convulsiones, avances y retrocesos, y ciertamente muchos de esos saltos fueron coetáneos con una larga etapa (al menos desde 1975) de decadencia económica y terrible desarticulación política. Muchos progresamos igual, y pudimos confiar y verificar el progreso de la generación subsiguiente.
Es esto, en última instancia, lo que permite comprender que hayamos ingresado en gestiones políticas demenciales. No quiero aquí ser delicado ni escribir con tacto. Entramos en la demencia política con la última administración K (si no antes), y estamos profundizando alegremente en ese camino con la administración JM. Utilizo la palabra administración a propósito: la palabra es comprensible en un país normal (si alguno queda); éste no lo es porque una sociedad que no confía en sí misma no puede serlo. Si ha perdido la autoconfianza busca desesperadamente no ya quien le ayude a salir de ese pozo (como fue el proyecto de unidad europea, en su momento, por ejemplo) sino directamente quien la saque de él. De brazos caídos espera a quien tiene voluntad y capacidad de formular una promesa. Y si el salvador aparece levanta los brazos para que lo tomen de las muñecas. Y eso es lo que está sucediendo: que en general, en circunstancias como estas, el líder (que es voluntad y es promesa) es un demente. Así de simple. Y el autoritarismo jerárquico tiene por componente central la admisión de que nos resulta indispensable: somos sumisos para ser salvados. Perder la confianza en nosotros mismos como comunidad, como nosotros colectivo político es perder toda esperanza de ser capaces de cooperar entre nosotros, que es lo mismo que decir dejar de ser ciudadanos. La cooperación es sustituida por el orden de las jerarquías. El reclamo colectivo (tan caro a la cultura política argentina y puesto ahora en la picota) es reemplazado por el prolijo esfuerzo individual (como si los saltos generacionales no atestiguaran esa capacidad de esfuerzo). Todo esto a un costo, por supuesto, inconcebiblemente elevado, no ya solamente material, porque una sociedad que ha despilfarrado su capital de confianza, que ya no cree en su capacidad de cooperación, es ineficiente para todo, es una sociedad en la que hasta la utopía del puro mercado es inconcebible (sabemos que un mercado eficiente exige niveles muy sofisticados de cooperación). Quizás por todo esto es que Milei haya tenido tanto éxito en sustituir el habla política por el palabrerío sin sentido; la vacuidad bienvenida es un signo de aquella pérdida de confianza. Dejemos de lado los ejemplos facilones, como que este es “el mejor gobierno de la historia” o “soy uno de los dos líderes de mayor importancia mundial”. Aun a aquellos que se declaran “molestos con las formas” y la verba agresiva, les pasa desapercibido que la mayoría de las cosas que Milei dice carecen de sentido, como la frase atribuida a Milton Friedman, “la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario”, que no tiene sentido, aunque se refiera a un hecho cierto; lo que no tiene sentido es decirlo, es como decir que el agua moja.
Quizás emblemático del aniquilamiento de la confianza en nosotros mismos sea el rayo de la dolarización y que quien propuso esa herramienta tan delirante, para auto-atarnos definitivamente a nosotros mismos, haya alcanzado la presidencia de la República. No importa que finalmente la dolarización no fue implantada, ni los aspectos técnicos que comportaba, importa aquí la abdicación, la renuncia a toda libertad de determinación de nuestro orden económico. Ahora queda en pie el mercado, para lo mismo. Para que los argentinos nos disciplinemos.
* Politólogo, Club Político Argentino.
[1] Uno de los efectos tiene que ver, delante de la ciudadanía y de las élites, con las condiciones del diálogo político (una cosa que más allá de su practicidad siempre me pareció relevante para una democracia liberal). ¿Cómo se señaliza el futuro del diálogo político, de la interlocución en la esfera pública, allí donde un candidato y luego un presidente puede decir absolutamente cualquier cosa, por ejemplo, acusando a una persona de terrorista que ponía bombas en jardines de infantes y poco después designándola ministra de seguridad? Por supuesto, ya sé que es un problema de época y del mundo, pero no es eso lo que me importa aquí.
[2] No es que el conjunto de generaciones comprendidas por el presente tenga un papel históricamente “crucial”; es tan crucial como cualquier otro, pero como en el caso de cualquier otro conjunto generacional, es el único que decide en nuestro presente.
[3] Curioso, ¿no? Todo el mundo entiende ahora que a los empresarios protegidos hay que darles tiempo para que se preparen (se vienen preparando más o menos desde hace 70 años). Ya, que haya que preparar a la gente para que esté en mejores condiciones de exponerse al mercado, no es tan bien comprendido.
[4] Creer en el derrame tiene unas innegables ventajas prácticas: crecer a como dé lugar, sin preocuparse ni por la desigualdad ni por el medio ambiente, sino por las necesidades de los ricos y esperar (o hacer como que se espera) que el derrame se haga efectivo.
[5] Desde luego, encarar con coraje moral nudos rentísticos como Tierra del Fuego no habría permitido la disponibilidad inmediata de fondos; la ingeniería de estos cambios es compleja y toma tiempo.
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Vicente Palermo
vicentepalermo@gmail.com