Tomo el título de un relato que Max Aub publicó en 1960 en un libro del exilio republicano. Los parroquianos del café Español de México viven en perpetua discusión. ¿De quién fue la culpa de la derrota? Unos dicen que los comunistas. Otros que los anarquistas. Que si los catalanes. Que si Prieto… Discusiones rematadas con el mismo estribillo: «Cuando caiga Franco. Aquello no puede durar. Tiene que caer. ¿Ya leíste que…? Es cuestión de días». Los años van pasando y Franco sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso: «Días, semanas, meses, años, iguales a sí mismos; al parecer, sin remedio», escribe Aub. Si la muerte de Franco es la causa del plúmbeo monotema de los exiliados, la solución es provocarla, aunque sea una quimera, colige Nacho Jurado, el camarero del café que soporta cada día las peroratas de los perdedores: «Cuando caiga Franco… El día que volvamos…». Aunque sea con la imaginación, Nacho protagoniza un atentado en Madrid durante el desfile de la Victoria… Y mata a Franco. «Entrevé un café idílico al que ya no acuden españoles a discutir su futuro enquistados en sus glorias multiplicadas por los espejos fronteros de los recuerdos: resuelto el mañana desaparecerá el ayer». Pero cuando retorna de su viaje mental, que era tan verídico, el camarero constata que en el café Español todo sigue igual: «Allí estaban los de siempre, todos los refugiados discutiendo de lo mismo». Y así fue durante décadas: a Franco no lo mató nadie, nadie consiguió desalojarlo del poder. Ni quienes le apoyaron el 18 de julio de 1936, ni quienes le combatieron. El general, como observaba Dalí, era un don Tancredo que sobrevivió al aislamiento internacional en 1945 y toreó a las familias del Régimen. Lo que mató a Franco fue aquello que las fuentes oficiales bautizaron con el eufemismo del «hecho biológico». Lo inauguró una flebitis en 1974. Su médico de cabecera, Vicente Pozuelo Escudero, lo cuenta en ‘Los últimos 476 días de Franco’ (Planeta): el dictador se quedaba dormido, afloraba el Parkinson. Aquella manifestación en la plaza de Oriente el 1 de octubre de 1975, pocos días después de los cinco fusilamientos; el general tembloroso y lloriqueante: «Todo lo que en España y en Europa se ha ‘armao’ obedece a una conspiración masónica izquierdista de la clase política en contubernio…». Luego el proceso gripal, la insuficiencia coronaria aguda, una moniliasis, otra crisis anginosa, la hemorragia, la ascitis y hepatomegalia, la paresia intestinal, la trombosis venosa mesentérica, la peritonitis, el coágulo… «¡Qué duro es esto doctor!», susurra Franco. La operación ‘in extremis’ en El Pardo. El traslado al último valladar de La Paz, la eliminación de una parte del estómago que firma ya «el equipo médico habitual». La última semana con hemorragia masiva. El «shock endotóxico por una peritonitis brutal con enorme distensión abdominal», refiere Pozuelo. Diálisis peritoneal. Las heces en melena. La cianosis. Cesa la respiración y el latido». El paciente no responde a los masajes cardiacos. La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco acaba a las 5,25 del 20 de noviembre de 1975. Con él se acaba un Régimen sin que los suyos, aquellos que aseguraban que después de Franco las Instituciones del Movimiento; ni la oposición, que no conquistó Palacios de Invierno, ni derribó Bastillas, ni sitió al dictador en su búnker vieran cumplidos sus vaticinios. Esa fue la suerte de España. La Transición de la que no salió victorioso ninguno de los dos bandos. Lo que no va a celebrar Pedro Sánchez. Su sectarismo conmemorativo convertirá en heroico al antifranquismo del café que Max Aub describió en el exilio mejicano.
Fuente ABC