Una mayoría ajustada de la Cámara de Diputados permitió a la mayoría de las fuerzas políticas con representación parlamentaria avanzar sobre esa regla no escrita que impone no avanzar en cambios en las regulaciones durante años electorales.
La abstención de sectores importantes de la oposición no bastó para que legisladores de todos los sectores acompañaran de hecho una propuesta que cuenta desde hace ya tiempo con un consenso amplio de todo el arco político y de una gran mayoría de la opinión pública.
No es la primera vez que el Congreso intenta modificar el cada vez más comprometido régimen de “Democratización de la representación política, la transparencia y la equidad electoral” -en términos populares PASO-, vigente en el país desde Ley Nº 26.571 del año 2009 y sus diversas normas reglamentarias.
La iniciativa vino esta vez del Gobierno y de expresiones de la vida política que en anteriores oportunidades opusieron su veto a otras iniciativas similares. Los argumentos vuelven a ser los mismos de siempre, corregidos y aumentados por la acumulación de evidencias contra el sistema. El último intento fracasó en 2023 por el veto de un grupo reducido de candidatos del PRO y la UCR que esta vez, ya en el Gobierno, exhibieron llamativas coincidencias con las posiciones reformistas. Como muchos otros temas, gobiernos y oposiciones suelen modificar sus opiniones en función de la posición que ocupan en la balanza del poder.
En esta oportunidad, la decisión de reforma contó con el apoyo casi unánime de las provincias, que no dudaron en sumar su voto ante el virtual empate entre el Gobierno y sus oposiciones.
A algo más de quince años de su implantación, lo cierto es que el sistema está cada vez más lejos de los objetivos que presidieron el diseño originario. Ya en su aplicación de 2023, los costos alcanzaron dimensiones extraordinarias, propias de un sistema de financiamiento sin paralelo en el resto del mundo. A la pretensión de que el sistema financie los costos del proceso electoral y del esfuerzo de los principales partidos, se añade la idea extravagante de que financie incluso la participación electoral de todas las facciones internas.
Los objetivos inicialmente declamados por la legislación de 2009 eran la ampliación de la participación ciudadana, la mayor transparencia y equidad en el acceso a los recursos públicos y, en general, la apertura de nuevas oportunidades frente al control de las nomenclaturas de los partidos tradicionales. A 16 años de vigencia, todos y cada uno de esos objetivos deben considerarse fracasados. Entre 2011 y 2023, el sistema de financiamiento alcanzó proporciones monstruosas, al tiempo que la confianza y la participación ciudadana descienden a mínimos históricos. Hoy existen 54 partidos nacionales y 705 partidos de distrito, un panorama que solo tiene explicación en el sistema de privilegios y recursos que hoy se trata de desmontar.
El rechazo de la doctrina electoral es unánime en su cuestionamiento al fondo y a las formas. Explica por qué ya desde los comienzos del gobierno Fernández, la gran mayoría de las provincias abogaron por su derogación. La torpe resistencia de Fernández contra la reforma -probablemente inspirada por una secreta ambición reeleccionista- se vio reforzada por el veto del PRO y de un puñado de candidatos nacionales cuya presencia en la vida política es casi un milagro, explicable por las anomalías profundas del sistema de las PASO.
Para entender el sentido de los cuestionamientos actuales se impone recordar los términos de la polémica. El pacto entre el kirchnerismo -anudado en 2009 entre la Jefatura de Gabinete a cargo de Juan Manuel Abal Medina– y el radicalismo, representado, a su vez, por el elenco santafesino encabezado por Mario Barletta, se adoptó en un contexto de fuerte tensión política, precipitado por la derrota electoral de Néstor Kirchner en 2009. El Gobierno había sido derrotado sin atenuantes en la provincia de Buenos Aires y su pérdida del control del Congreso obligaba a ambas partes a pensar en un ciclo político nuevo e inesperado, signado por el acuerdo y la negociación permanente.
Tanto el kirchnerismo de la Casa Rosada como el radicalismo del Comité Nacional eran de hecho minorías dentro de fuerzas de amplio espectro que amenazaban con avanzar hacia la constitución de nuevas fuerzas y frentes políticos que ponían en riesgo el bipartidismo formado que se había pretendido blindar en la Constitución de 1994.
Ambas partes compartían, en efecto, la necesidad de diseñar acuerdos defensivos frente a la previsible emergencia de factores que amenazaran la hegemonía del bipartidismo. No se equivocaban. Trataban de neutralizar la realidad emergente de un nuevo mapa político, ocupado por coaliciones de nuevo formato, expresivo de profundos cambios generalizados en casi todas las democracias del mundo.
Este es el nuevo contexto de la reforma. El sistema de las PASO implicó en su momento una novedad absoluta, extravagante y única. Hoy solo sobrevive como un típico ‘invento argentino’.
Los efectos negativos de las PASO sobre la vida interna de los partidos han sido profundos y probablemente irreparables. El sistema contribuyó a desdibujar la identidad de los partidos. Paralizó los escasos vestigios de democracia interna que venían esbozándose a partir de la crisis del 2001. Las oligarquías que ya entonces gobernaban y siguen gobernando las estructuras partidarias, se han consolidado en torno a un modelo de campaña permanente, orientado exclusivamente por el interés de los candidatos, con costos multimillonarios imposibles de afrontar.
En principio, está claro que la eliminación -o al menos suspensión por esta única vez- de las PASO está hoy más justificada que nunca. A nivel nacional el sistema ha destrozado los partidos y los ha reducido a meras maquinarias electorales, capaces de ganar elecciones, aunque incapaces de gobernar.
La reforma se ha detenido en un primer paso. La voluntad de todos, Gobierno incluido, de no avanzar sobre el sistema de financiamiento ha operado como una suerte de ancla que impidió avanzar objetivos más ambiciosos.
Lo positivo es, sin embargo, que el debate en Diputados y sobre todo el que se avizora en el Senado ha dejado abierta una agenda promisoria. Bien puede ser una primera oportunidad para que las fuerzas políticas sigan avanzando hacia objetivos más ambiciosos en temas que, por su naturaleza, obligan a estrategias de consenso.
La mayor parte de los problemas estructurales argentinos -seguridad ciudadana, sistema previsional, educación, salud, desarrollo humano, impuestos y consolidación del sistema económico- excluyen casi por definición la lógica mezquina de quienes creen que es posible alcanzar cambios perdurables desde una lógica amigo/enemigo basada en la supresión del adversario.
Fuente El Cronista