En Argentina, la historia no se repite, sino que se reinventa con el ingenio de un ilusionista. Antes, unitarios y federales se batían a duelo en los campos de batalla; hoy, la lucha ocurre en los estudios de televisión, en los tribunales y, por supuesto, en el coliseo digital de las redes sociales. Donde antes había caudillos de facón y poncho montados en caballos oscuros, ahora hay operadores políticos armados con encuestas y focus groups, cuyas cabalgatas ya no son sobre caballos, sino sobre algoritmos y tendencias.
Los herederos de Rivadavia continúan su incansable misión de concentrar poder en Buenos Aires, mientras los nuevos Quirogas claman desde las provincias por una distribución equitativa de los recursos. Como siempre, el federalismo es una promesa recurrente, una entelequia que se invoca en discursos y se olvida en la gestión.
La política, antaño una cuestión de honor entre bárbaros y civilizados, ahora se resuelve con denuncias virales, audios manipulados y algún que otro tuit en mayúsculas. Facundo Quiroga, que al menos tenía la decencia de mandar cartas con amenazas elegantes, se sorprendería de lo burda que se ha vuelto la guerra.
Mientras tanto, la juventud huye. Las filas en Ezeiza no están llenas de aspirantes a caudillos ilustrados, sino de mentes brillantes que buscan en el exterior lo que el país les niega: oportunidades. Los nuevos Alberdi reciben becas que mantienen por años sin intención de graduarse, mientras las universidades se convierten en refugios eternos para estudiantes que envejecen en las aulas sin más aspiración que sostener su estatus de beneficiarios. Las aulas, antes templos del conocimiento, son hoy espacios de una élite que maneja presupuestos opacos, desviando fondos a cátedras fantasma y contratos dudosos.
La educación pública, en teoría gratuita y universal, se ha convertido en un negocio ideológico donde prima el woke y las nuevas tendencias en las cátedras como: “matemáticas socio emocionales con perspectiva de género, donde dos más dos es igual a cuatre”. La excelencia se sacrifica en el altar de la estupidez.
Buenos Aires continúa siendo el puerto que lo devora todo. Si en el siglo XIX Rosas se oponía a compartir la Aduana, hoy sus herederos modernos se aferran a la coparticipación como si fuera un antiguo tesoro colonial. En las provincias, los nuevos Quirogas no llevan cuchillo, sino estadísticas de pobreza e índices de desempleo. La pelea es la misma: el interior pidiendo lo que cree que le corresponde y la capital negándolo con amabilidad protocolar.
Antes, los hombres se mataban a disparos en los polvorientos caminos de Córdoba; hoy, las reputaciones se asesinan con editoriales estratégicas y carpetazos mediáticos. La traición sigue vigente, solo que ahora se firma con tinta digital y no con sangre.
Facundo, el Tigre de los Llanos, defendía a su pueblo con su vida. Hoy, los caudillos modernos defienden su capital político con discursos altisonantes y sonrisas ensayadas. La civilización y la barbarie ya no son categorías morales; se han reducido a herramientas de campaña.
Y si de civilización y barbarie hablamos, no podemos omitir el capítulo contemporáneo de la corrupción, en el que los pactos políticos no se cierran con espadas, sino con sobres abultados y contratos inflados. Quiroga luchó contra la opresión porteña; hoy, los gobernadores del interior luchan contra un modelo de reparto fiscal que los somete con la eficacia de un virreinato moderno. Si antes la traición se concretaba en emboscadas y degüellos, hoy se plasma en la compra de voluntades legislativas, en la danza de licitaciones amañadas y en las fortunas que pasan de mano en mano con la misma agilidad con la que José López arrojaba sus bolsos en un convento a la medianoche.
La corrupción no es un invento moderno, claro está. Desde los tiempos de Quiroga hasta hoy, la lealtad de algunos siempre ha tenido un precio. Solo que ahora no se paga con tierras ni títulos, sino con cargos públicos, prebendas y jubilaciones de privilegio. En este escenario, el nuevo Quiroga no cabalga los llanos en su caballo Moro, sino que revisa la inflación en su teléfono mientras busca pasajes para el extranjero, entendiendo que la única victoria posible es la del que logra irse a tiempo.
Y así, entre ecos de un pasado glorificado y un presente esquivo, persiste la pregunta: ¿algún día este país dejará de repetir su historia como un guion gastado? ¿O seguiremos aplaudiendo al ilusionista que nos vende el mismo truco, pero disfrazado de cambio eterno?
Este artículo se publicó primero en Mendoza Today.
Fuente Mendoza Today