Por Nicolás J. Portino González
Anoche, lo que debería haber sido la solemne apertura de las sesiones ordinarias en el Congreso de la Nación terminó siendo un grotesco, un espectáculo de baja estofa, un reflejo perfecto del derrumbe cultural y moral en el que estamos sumidos.
Desde la puesta en escena patética y dramática –pero ya predecible y agotada– de la frialdad entre el presidente y su vicepresidenta, hasta la infame escena final protagonizada por un asesor presidencial fuera de sí, vociferando como si la Cámara de Diputados fuera una cancha de fútbol de ascenso. Un despliegue de vulgaridad, violencia verbal y quiebre de protocolos que ya hemos visto demasiadas veces, y que parecía haber quedado en el pasado con la salida del kirchnerismo. Pero no. Argentina sigue atrapada en un loop de miseria cultural y decadencia política.
Es que, más allá de cualquier discusión sobre modelos económicos o reformas estructurales, lo que vimos ayer nos confirma lo que ya es innegable: este país, culturalmente, está roto. Completamente destruido. La política argentina se ha convertido en un circo de peleas callejeras, en un reality show de matones de barrio. Y anoche, la apertura de sesiones se transformó en otro episodio del mismo show de siempre: insultos, gestos altaneros, desplantes premeditados y la confirmación de que, más allá de nombres y partidos, seguimos hundidos en la misma chatura.
Lo de ayer fue kirchnerismo sin kirchneristas. Lo de ayer fue la continuidad de la Argentina villera, vulgar, ordinaria y autoritaria que venimos padeciendo hace dos décadas. Lo de ayer fue la prueba irrefutable de que no basta con cambiar los rostros si la cultura política sigue siendo la misma.
En un país normal, la apertura de sesiones es un evento solemne, republicano, de respeto institucional. En Argentina, en cambio, es otra excusa para la pelea, el show, la falta de clase y la pobreza cultural. Es el sello de la degradación, la evidencia de que nos hemos acostumbrado a la vulgaridad como norma, a la violencia como idioma, a la decadencia como forma de vida.
Lo que debería haber sido un acto de institucionalidad se convirtió en un festival de mala educación, de actitudes barriales, de agresividad barata. Si algo quedó claro anoche, es que la Argentina, más allá de cualquier dato económico, sigue siendo un país berreta, ordinario y culturalmente irrecuperable.
Aquí ya no hay retorno. Podemos hacer ajustes, reformas, cambios administrativos, pero el problema estructural sigue intacto: Argentina es un país culturalmente en ruinas. Y anoche, una vez más, nos lo restregaron en la cara.