A fines de 1987, a pocos días de haber ganado las elecciones que lo convirtieron en Vicegobernador de la Provincia, un joven e inexperto periodista de un diario que ya no existe le preguntaba a Arturo Lafalla: “Doctor, ¿qué es más importante para un político, la vocación de poder o la vocación de servicio?”
La respuesta poco importa (porque ambos aspectos son necesarios) y ni el mismo Lafalla debe recordarla. Tiempo después, él fue gobernador y lo cierto es que ha pasado a la historia como uno de los últimos políticos “como los de antes”, frase que los ciudadanos tampoco sabemos exactamente bien qué quiere decir, pero nos conformamos con mencionar que fue “honesto”, que trabajaba con seriedad y que lo eligió la gente.
Aquella pregunta resonó inocente. Quizás lo era, quizás lo es todavía. Sobre el poder escriben los filósofos desde hace miles de años. Pero era clave para la Argentina en esa época particular, cuando la sangre derramada en los años setenta todavía no terminaban de secarse.
Se decía entonces en la nación Boca-River que la Unión Cívica Radical de Raúl Alfonsín (con Felipe Llaver en Mendoza), con su excesivo apego republicano, no tenía la fuerza política necesaria para gobernar un país tan especial como la Argentina.
Y que el viejo peronismo era ya impresentable, en tanto quedó malherido después de que Herminio Iglesias quemara un féretro del adversario alectoral, frente al Obelisco de Buenos Aires, y que el PJ soportara las denuncias de un pacto con los militares y los sindicalistas, antes de los comicios de 1983.

Fue ese clima de época el que alumbró al Peronismo Renovador, con José Octavio Bordón a la cabeza y a Lafalla como compañero de equipo. Bordón hablaba de mejorar la educación, de incrementar las exportaciones y nada quería saber (al menos en las gacetillas de la Gobernación) con proyectos que dañaran a “las instituciones”. Era un soplo de aire fresco, aunque tuviera detractores que desconfiaran de su estudiado marketing.
En ese relato solía abundar en referencias al futuro, pero había un modo “moderado” (si se permite la cacofonía) de ejecutarlo. Y eso les gustó a los demócratas (gansos) molestos con el grupo que había secundado a Bonifacio Cejuela, en el último tramo posmalvinense de la dictadura militar, y también les gustó a algunos peronistas que buscaban algo más “presentable” para sobrevivir. Más mendocino, imposible.
El poder de siempre, el servicio a veces impostado, la honestidad perdida. Era suficiente para tener esperanzas.
¿Cómo estamos hoy?
Alfredo Cornejo, un verdadero un apasionado de la política, sabe que el poder es dinámico. Como los antiguos emperadores que pensaban: si no conquisto las tierras de mi vecino, él vendrá por las mías. Un “alejandromagnismo” cuyano. El poder lo exige así para seguir siéndolo. No puede conformarse. No se ostenta, se ejerce. Y de manera leudante.
Todavía estremece la imagen de la entonces presidente Cristina Kirchner diciéndole a sus alocados militantes un escalofriante “¡Vamos por todo! ¡Por tooooooodo!”
Y es en ese momento donde deben emerger las leyes. La República. La división y los límites de poderes. La periodicidad de los funcionarios. La alternancia. Las reglas de juego de la auténtica convivencia democrática. Y -obvio- el periodismo independiente, aún con sus errores y opacidades.
No se comprende de otra manera por qué tanto encono del oficialismo legislativo contra el proyecto de ley del senador provincial Germán Vicchi (La Unión Mendocina) para convertir la lánguida “Oficina de Investigaciones Administrativas y Ética Pública” en una verdadera “Oficina Anticorrupción”, para modificar o atenuar la inexplicable paradoja de que el controlado es el mismo controlador.
Sí, claro que se entiende que detrás del proyecto de Vicchi, que viene mostrándose muy activo en los últimos tiempos, puede estar Omar De Marchi (fundador de ese espacio y con ínfulas actuales de jugar en las ligas nacionales).
Nos gusten o no sus integrantes, sus orígenes y modales, LUM le hizo frente al “todopoderoso” cornejismo. También “descontó” votos por dentro el radical Luis Petri, a quien “el Alfredo” llamó rápido al escenario de los ganadores, la misma noche de las elecciones, para que a nadie le quedaran dudas de que “Petri es nuestro”.
Todo eso es sano, aunque parezca lo contrario.

El proyecto de Vicchi -que probablemente De Marchi y Vicchi no les gustaría tanto si fuesen gobernadores y no opositores- busca darle “autonomía, poder real y capacidad de acción a un organismo que hoy existe, pero no controla”.
La iniciativa considera “la autonomía plena, un presupuesto propio y facultades reales para investigar, controlar y denunciar hechos de corrupción”.
“Esta oficina ya existe – reconoce la propuesta-, pero está atada al poder político y no cumple su función. Jamás presentó una denuncia penal (…) debe ser un organismo autárquico, con independencia de los tres poderes del Estado, capacidad de actuar como querellante penal y acceso a información pública y confidencial sin autorización previa”.
También reclama personal profesional suficiente designado por concurso y dirigencia sin vínculos partidarios y asegura que la iniciativa “responde a estándares internacionales y compromisos asumidos por la Argentina en materia de integridad pública y transparencia”.
Natacha Eisenchlas, presidenta del interbloque Cambia Mendoza, dijo a un medio también oficialista que no considera que “se mida el éxito de ese organismo en función de las denuncias penales”, ni que trabaje “partidariamente”. Cada uno en lo suyo.
¡Qué tiene que ver Sartre!
Para terminar y elevar la discusión para nuestros lectores, los invitamos a leer un par de párrafos Norbert Bilbeny, un catedrático y ensayista de Ética en la Universidad de Barcelona:
“Ética y política son dos esferas distintas. Pero no necesariamente opuestas, ni contrarias entre sí. Pueden llevarse bien, y hasta girar en el mismo sentido. Pero a la postre siempre vemos que son dos esferas distintas. Puede que en la política haya un momento para la conciencia moral, y en la ética otro para el compromiso con la historia; pero muchas veces no es ni lo uno ni lo otro”.
“Recuerden -agrega- la obra de teatro de Sartre Las manos sucias. Hay que tomar partido, sí, y nadie es neutral, pero a veces o estás con tu conciencia o estás con otra cosa y tienes que elegir: obediencia o disidencia. Al disidente se le dice que no entiende las razones de la historia. Al obediente, que no tiene conciencia”.
Mientras, algún funcionario se olvida de asentar propiedades en su declaración jurada de bienes, en Mendoza elegimos ser más terrenales. Y, sin contrapoder, los órganos de control siguen controlando poco y nada. ¿Qué diría hoy Lafalla…?
Este artículo se publicó primero en Mendoza Today.
Fuente Mendoza Today