Por Nicolás J. Portino González
En la Argentina del cartelito y la consigna hueca, de la marcha compulsiva por causas que no se entienden pero se sienten, hay un espécimen en franca proliferación: la feminista de izquierda solidaria con la “resistencia palestina”. Una suerte de sacerdotisa progresista, con pañuelo verde al cuello, pañuelo keffiyeh al hombro, y cerebro… bueno, el cerebro quedó en alguna asamblea universitaria del 2012. Porque esta militancia, tan rápida para pintar paredes con genitales o denunciar el patriarcado local por un piropo, se vuelve súbitamente ciega, sorda y muda cuando se trata del patriarcado de verdad. El que mata. El que encierra. El que mutila. El que convierte a las mujeres en sombras ambulantes bajo burkas o velos, cuando las deja salir.
El delirio llega a niveles de comedia macabra. Mujeres que exigen cupo femenino en el Senado argentino, pero aplauden desde Palermo o Caballito a movimientos que prohíben a niñas asistir a la escuela, como en Afganistán bajo el talibán, o que impiden que una mujer trabaje, viaje o reciba atención médica si no va escoltada por un tutor varón, como en la mayoría de los emiratos wahabitas y en el propio Gaza gobernado por Hamas. Es una defensa ideológica que bordea lo psiquiátrico: mujeres que marchan por la legalización del aborto, pero que apoyan con el puño en alto a regímenes que obligan a niñas a casarse desde los 12 años, y que castigan el adulterio femenino con lapidación, aunque al masculino ni lo mencionan. Se indignan por un chiste machista en redes sociales, pero callan ante las leyes de herencia que les dan a las mujeres la mitad que a los hombres, o ante tribunales que consideran su testimonio como la mitad de válido.
En el planeta Gaza, gobernado por una organización religiosa-militar como Hamas —que se declara abiertamente enemiga de los valores de Occidente—, el uso del velo islámico es obligatorio para toda mujer musulmana en espacios públicos. No importa si tiene calor, si tiene alergia o si simplemente no quiere. No se le pregunta. Se le impone. En Afganistán, bajo la égida del Emirato Islámico, ni siquiera eso basta: la mujer debe cubrirse con burka, sin mostrar ni siquiera el rostro. ¿Libertad? ¿Autonomía corporal? Solo si es para ponerle condón al argumento. Allá, las mujeres tienen el deber religioso de desaparecer del espacio público, salvo que sea para ir al hospital de mujeres, atendido por mujeres, y con permiso escrito de un varón. ¿Y la feminista porteña? Calla. Se hace la boluda. Se inventa un conflicto geopolítico para justificarse.
Siria, en las zonas que llegaron a estar bajo control de ISIS, vivió un régimen donde las mujeres no podían ni siquiera pronunciar su voz en público, donde tenían prohibido el maquillaje y el perfume, donde la sola sospecha de “comportamiento inmoral” podía costarles la vida. Pero esa brutalidad no incomoda a nuestras militantes del pañuelito, si quien la impone también se opone a Israel. Esa es la línea roja. Es la lógica de la tribu: si mi enemigo lo odia, yo lo abrazo, aunque ese abrazo me cueste el cuello. Aunque mate todo lo que digo defender.
El feminismo argentino (o al menos su franja más ruidosa) se ha convertido en una secta moral sin brújula, donde la palabra “opresión” solo vale si la comete un CEO, un cura católico, o un policía porteño. Pero si la opresión la ejerce un imán en Ramala, un mullah en Kandahar o un comandante de brigada en Raqqa, entonces es “cultura”, “resistencia”, o peor: “legítima defensa contra el colonialismo”.
Veamos la lista, por si la ironía no alcanza y hay que escribirlo como si fuera para jardín de infantes:
- Uso obligatorio del velo (hiyab, niqab o burka). En Gaza, obligatorio el hiyab. En Afganistán, burka o te azotan.
- Prohibido viajar sola. Sin tutor varón no se puede salir del barrio, ni del país, ni ir al médico.
- Prohibido estudiar. En Afganistán, educación cerrada a niñas desde secundaria.
- Prohibido trabajar. Salvo en áreas “femeninas”. Todo lo demás, vetado.
- Obediencia marital obligatoria. Desobedecer al marido puede llevarte a la cárcel o a la tumba.
- Prohibido hacer deportes. Ni fútbol, ni ciclismo, ni correr en público. Vergonzoso, dicen.
- Herencia desigual. La mujer hereda la mitad. Porque así lo dice la sharía.
- Testimonio legal devaluado. Una mujer vale la mitad que un hombre, en juicio o contrato.
- Matrimonio forzado e infantil legalizado. A los 12, con consentimiento paterno. A veces sin.
- Prohibición de actividades artísticas, políticas o sociales públicas. ¿Cantar? ¿Actuar? ¿Votar?…………….NEGATIVO.
Y entonces uno se pregunta: ¿Es ignorancia? ¿Es cinismo? ¿Es simplemente una pasión adolescente por las causas imposibles? Tal vez un poco de todo. Pero lo cierto es que estas contradicciones no son inocentes ni graciosas. No es solo una mala lectura política. Es complicidad. Es silencio ante la barbarie. Es aplaudir al carcelero mientras gritas “libertad” desde el living de Palermo.
El feminismo no puede ser un disfraz ideológico. No puede ser tan selectivo que, en nombre de combatir la opresión occidental, abrace a los mayores opresores del planeta. O defendés a las mujeres, o defendés al régimen que las esclaviza. Las dos cosas no se puede. Lo demás es militancia de cotillón, disfrazada de lucha.
¿Querías sororidad internacional? Te la cambio por una mínima coherencia moral. Porque si una mujer no puede caminar libremente por Kabul o por Gaza, pero vos te ponés su bandera en la cara para subirla a Instagram y sentirte Che Guevara por un rato, entonces no sos feminista. Sos una impostora útil al desastre. Una idiota geopolítica. Una devota del relato. Y lo peor: ni siquiera lo sabés.