Por Claudio Rosso
Críticas a la métrica de los “Años de Vida Ajustados por Calidad”
En la medicina contemporánea, donde la demanda supera a los recursos y las decisiones se toman bajo presión, los algoritmos y métricas se vuelven protagonistas. Una de las más influyentes —y también más cuestionadas— es la de los QALYs ( Quality-Adjusted Life Years), o años de vida ajustados por calidad. Esta medida, ampliamente utilizada en evaluaciones sanitarias, busca estimar cuánta vida “útil” se gana con una intervención médica, combinando años vividos con una escala de calidad.
Los AVAC fueron diseñados en los años 1960-70, en el contexto del desarrollo de herramientas para evaluar la eficiencia de los tratamientos médicos en relación con el costo.
Aunque no hay un único “creador” oficial, el concepto fue desarrollado y refinado por economistas de la salud y expertos en políticas públicas en Estados Unidos y el Reino Unido.
En un contexto donde los recursos sanitarios son escasos y las decisiones difíciles, los gobiernos y organismos de salud de todo el mundo han adoptado métricas que intentan determinar qué tratamientos valen la pena y cuáles no. AVAC es una de las más utilizadas
El uso de los AVAC está ampliamente difundido en el mundo, especialmente en países con sistemas de salud públicos o con fuerte regulación estatal. Sin embargo, su grado de aplicación varía según el enfoque político, ético y económico de cada país.
El concepto parece lógico: no basta con contar cuántos años vive una persona, sino con qué calidad los vive. Así, un año de vida con buena salud “vale” 1 AVAC, mientras que un año con una enfermedad grave o una discapacidad puede valer 0,6, 0,4 o incluso menos.
De esta manera, los expertos pueden comparar tratamientos y decidir, por ejemplo, si es mejor invertir en una nueva droga contra el cáncer o en una terapia para la diabetes.
Los AVAC surgieron como un intento de introducir racionalidad en las decisiones sanitarias. No se puede hacer todo para todos, dicen sus defensores, y hay que priorizar.
Hasta aquí, todo suena sensato. Sin embargo, detrás de esta lógica hay una mirada tecnocrática que corre el riesgo de deshumanizar la medicina.
Cuando se profundiza, aparecen preguntas incómodas porque los AVAC generan un cruce inevitable con la ética médica, ya que tocan el núcleo de decisiones críticas: ¿a quién tratar? ¿Con qué recursos? ¿Qué vidas valen más, o menos, desde una lógica sanitaria? ¿Puede realmente una fórmula matemática decidir a quién salvar ya quién no?
Aunque fueron creados como una herramienta técnica para comparar intervenciones, su uso plantea problemas éticos de fondo que deben ser discutidos más allá de la eficiencia.
Una vida, ¿en números?
El uso de los AVAC tiene ventajas evidentes: permite comparar intervenciones distintas y tomar decisiones basadas en datos, no solo en intuiciones. Pero esa pretendida objetividad encierra una trampa peligrosa: reducir la experiencia humana a una operación matemática.
Vivir con una enfermedad crónica, con movilidad reducida o con una condición mental no es lo mismo que “vivir menos”. Pero los AVAC muchas veces lo traducen así. Y detrás de cada decimal, se esconde un juicio de valor: que algunas vidas valen más que otras.
La ética médica clásica (Hipocrática y moderna) sostiene que toda vida humana tiene un valor intrínseco, independientemente de la edad, el estado de salud o la funcionalidad. Los AVAC, en cambio, asignan diferente peso a los años de vida según la calidad percibida, lo que choca con la idea de igual dignidad de las personas.
Así se plantea el dilema ético: ¿Es aceptable que un año de vida en buena salud “valga” más que un año de vida con discapacidad o enfermedad crónica?
Discriminación que no se ve
Los colectivos de personas con discapacidad vienen advirtiéndolo desde hace tiempo. Si vivir con una condición física o mental implica automáticamente tener menos “calidad de vida” según el modelo, las políticas de salud pueden terminar priorizando sistemáticamente a quienes están sanos.
Y eso no es un detalle técnico. Es una forma de discriminación institucional. Un sistema que asigna menos recursos a quienes ya están en situaciones de vulnerabilidad no solo es ineficiente: es injusto.
¿Una cuestión cultural?
Otro problema es cómo se calculan esos valores. Muchas veces, se basan en encuestas a personas sanas que deben imaginar cómo sería vivir con determinada condición. El resultado es previsible: miedo, incomodidad, rechazo.
Pero la realidad suele ser distinta. Quienes efectivamente viven con esas condiciones desarrollan adaptaciones, vínculos, sentido. La calidad de vida no es solo física: también es emocional, social y cultural. Y los AVAC, tal como están diseñados, no lo capturan.
Porque los modelos QALY rara vez se construyen con la participación directa de pacientes. Se aplican escalas de “calidad de vida” basadas en estudios de población general, que muchas veces no reflejan la experiencia real de quienes viven con una condición crónica o discapacidad. Muchos cálculos de calidad de vida no se basan en lo que dicen los propios pacientes, sino en lo que otros creen que significa vivir así. Quienes viven con una discapacidad o con una enfermedad crónica muchas veces experimentan su vida como plena, rica y significativa.
Esto contradice el principio bioético de respeto por la autonomía y la tendencia contemporánea hacia una medicina más participativa y centrada en el paciente.
¿Y los mayores?
Un efecto colateral preocupante es el sexo contra los adultos mayores. Como los AVAC premian los tratamientos que “dan más años” en buena calidad, los más jóvenes tienden a “rendir” más en la ecuación. Eso significa que un medicamento que mejora tres años de vida en una persona de 80 años puede verse como menos útil que uno que mejora cinco años en alguien de 30.
Sabemos que el principio de eficiencia busca maximizar los beneficios con los recursos disponibles: más AVAC por menos dinero. Pero la bioética también defiende la equidad, es decir, priorizar a quienes más lo necesitan, aunque no “rindan” en términos de AVAC. Ejemplo: Un tratamiento muy costoso para una enfermedad rara puede no ser eficiente, pero es justo desde la ética del cuidado y la inclusión.
¿Queremos realmente construir sistemas de salud donde las decisiones dependen de una especie de contabilidad vital?
Lo que no se mide, también importa.
Nadie niega que los recursos sean limitados. Ni que haya que tomar decisiones duras. Pero el problema surge cuando una sola herramienta, diseñada para facilitar las comparaciones, se convierte en el criterio dominante para decidir a quién tratar ya quién no.
No se trata de demonizar los AVAC. Son útiles como herramienta complementaria. Pero cuando se vuelve el único criterio para decidir, dejan afuera lo esencial: la singularidad de cada paciente, el contexto social, la justicia reparadora, la compasión clínica.
La ética médica —esa que se practica todos los días en los hospitales y no solo en los comités— sabe que lo importante no siempre es lo medible. Que hay vidas que no rinden en planillas de Excel, pero que igual merecen cuidado, respeto y recursos.
En tiempos donde las métricas gobiernan, conviene recordar algo simple pero profundo: la medicina no es solo ciencia, también es humanidad. Y cuando se trata de decidir quién vive, quién recibe tratamiento y quién queda afuera, ninguna fórmula debería tener la última palabra .