El lunes, el columnista James Bosworth analizó una nueva y preocupante tendencia en América Latina: expresidentes que siguen ejerciendo un poder e influencia considerables a pesar de estar bajo arresto domiciliario.
Durante su primer día completo bajo arresto domiciliario en junio, la expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner se dirigió desde su balcón a cientos de simpatizantes. Al día siguiente, miles de simpatizantes de Fernández salieron a las calles de Buenos Aires y marcharon hasta la plaza principal de la capital, donde escucharon un mensaje pregrabado de ella. Fernández había sido condenada en 2022 por su participación en un fraude de obras públicas en la Patagonia, conocido como el caso “Vialidad”. Su apelación llegó a la Corte Suprema, que confirmó el veredicto en 2025. No obstante, a la expresidenta se le permitió cumplir su condena de seis años desde su domicilio debido a su edad y a la preocupación por su seguridad.
Esa imagen de la presidenta y líder de facto del movimiento político peronista congregando a sus seguidores desde el balcón de su apartamento mientras se encontraba bajo arresto domiciliario es emblemática de varias tendencias importantes en América Latina.
Los presidentes populistas de la región no se retiran discretamente al término de sus mandatos. Al contrario, se mantienen activos en la política interna y las relaciones exteriores de su país. Y, al igual que Fernández, muchos de ellos lo hacen a pesar de enfrentar procesos judiciales por irregularidades ocurridas durante y después de su presidencia. De hecho, los últimos meses han sido particularmente agitados en lo que respecta a la rendición de cuentas legal de expresidentes que siguen siendo centrales en la narrativa política de su país.
La semana pasada, un juez brasileño ordenó que el expresidente Jair Bolsonaro permaneciera bajo arresto domiciliario mientras es juzgado por los cargos de intento de golpe de Estado relacionado con las elecciones de 2022 y la transición de poder de 2023, así como por su presunta participación en múltiples escándalos de corrupción. Bolsonaro ya tiene prohibido postularse a un cargo público debido a una sentencia judicial previa; sin embargo, muchos medios de comunicación y encuestadoras brasileñas lo tratan como un posible candidato a la presidencia en las elecciones del próximo año, creyendo que de alguna manera se las ingeniará para entrar en la papeleta o que presentará a un familiar en su lugar. Casi al mismo tiempo que Bolsonaro fue puesto bajo arresto domiciliario, el expresidente colombiano Álvaro Uribe fue condenado por manipulación de testigos y soborno en un largo proceso judicial con orígenes en el conflicto civil del país.
En los tres casos, los expresidentes argumentan que las administraciones actuales de sus países están utilizando procedimientos legales para reprimir a un importante oponente político y distraer la atención de sus propios desafíos actuales. Si bien la evidencia en los tres casos parece demostrar que los expresidentes actuaron mal, sus procesos judiciales solo han profundizado las divisiones políticas en sus ya hiperpolarizados países. Si bien ninguno de ellos cuenta con un índice de aprobación neto positivo, todos gozan de un apoyo considerable entre la población de sus países.
Para América Latina en general, la difícil situación de estos expresidentes pone de relieve un desafío que enfrenta la región. Los tres líderes preferirían no estar bajo arresto domiciliario. Pero también han demostrado que ser condenados por delitos graves no basta para reducir su influencia política. Como resultado, socavan no solo a los líderes en ejercicio de sus países, sino también a sus propios movimientos, que se beneficiarían de una transición generacional hacia un nuevo liderazgo.