Por Jsé Luis Milia
Usted sabía, general.
Y no solo sabía: estaba ahí. Jefe de regimiento en la guarnición de Paso de los Libres, a metros de “La Polaca”, ese campo de prisioneros donde los montoneros que entraban por la frontera al país para la contraofensiva del ‘79 eran internados sin protocolo ni épica.
No era un rumor. No era una sospecha. Era rutina. Y usted, con su uniforme planchado y su conciencia en pausa, miraba para otro lado como si las historias que dice desconocer se las llevara el viento correntino.

Después, cuando la historia empezó a cambiar de dueño, usted se reinventó. Pasó de escribirle cartas de Navidad al Gral. Videla- sí, esas donde, como jefe del Ejército le deseaba paz, y le agradecía el liderazgo en los años duros de la república- a pedir perdón “a la sociedad”, como si la sociedad fuera un jurado y usted un actor que ensaya arrepentimientos.

No se equivoque, general. Todos, incluso aquellos que hoy lo alaban, sabemos que ese perdón no fue coraje: fue cálculo. Fue la genuflexión oportunista de quien busca aplausos entre los que antes lo despreciaban. Usted no pidió perdón cuando sus camaradas empezaron a ser perseguidos, y humillados. Usted eligió el silencio, porque sabía que la ruleta podía señalarlo a usted. No, usted esperó a tener el bastón, el cargo, la impunidad. Lo hizo cuando el riesgo era nulo y el beneficio, total.
Porque a usted, general, una vez amancebado con lo peor de la política, se le perdonó todo. Desde el infame caso del soldado Carrasco, hasta mirar para otro lado con el contrabando de artillería a Croacia, los fusiles a Ecuador, y la voladura de Río Tercero. Siempre perjudicando a los de abajo. Algunos terminaron presos. Usted, no.
Y mientras sus camaradas de armas eran arrastrados por tribunales espurios y tratados como criminales por haber combatido el terrorismo, usted se reciclaba como el militar de peluche de quienes siempre odiaron a las Fuerzas Armadas. Se volvió, Ud., un general útil para ellos: el general que lloraba en televisión con lágrimas de ocasión, el que firmaba prólogos mentirosos, el que escribía libros para profundizar su “pedido de perdón” como si el arrepentimiento fuera una estrategia editorial. Hablaba de derechos humanos con tono de catequista, como si nunca hubiera estado en Paso de los Libres, como si “La Polaca” fuera un invento y usted un turista accidental.
Pero hay algo que no se puede maquillar, general: la cercanía.
Usted estaba ahí. No en otro regimiento, no en otra provincia.
Ahí. Y “La Polaca” no era invisible. No era un secreto. Era parte del paisaje. Y usted, jefe de regimiento en Paso de los Libres, no era alguien que estuviera allí de paseo.
Hoy, algunos todavía lo pintan como “el militar que pidió perdón”. Pero cada día somos más los que lo recordamos como el servil que se arrastró ante sus superiores mientras no tuvo el bastón en la mano. El que calló, agachó la cabeza y esperó que el viento cambiara. El que, como otro, dos mil años antes en Getsemaní, se acercó al Maestro no para seguirlo, sino para traicionarlo con un beso. En fin, el que cobró los treinta denarios y se los guardó sin temblar.
Usted no es un héroe.
No es un arrepentido.
Es un traidor a tiempo completo. Un mercenario de la narrativa. Un general que se vendió por titulares y un par de embajadas y se compró una conciencia de ocasión.
Y ese pedido de perdón, general, no cierra. Porque no fue para reparar. Fue para salvarse. Y lo peor, para salvarse solo.
JOSE LUIS MILIA
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