Por Nicolás J.Portino González
Gobierna Milei desde hace un año y diez meses.
El León ruge, los globos libertarios flotan, los discursos prometen libertad económica y motosierra.
Pero los números —los fríos, los indecentes números— confirman que todo sigue igual o peor que en los últimos veinte años.
El cambio fue de relato, no de régimen.
Un empresario —de esos que todavía creen que trabajar y pagar es parte de la civilización— factura 48 millones de pesos mensuales.
Sí, cuarenta y ocho millones.
Pero no se confunda: no es rico, ni poderoso, ni influyente.
Es apenas un rehén contable del Estado, con papeles al día y dignidad en terapia intensiva.
De cada $100 que factura, el sistema —esa criatura monstruosa de la política, ARCA (ex AFIP) y la inercia— se lleva $91,07.
Le dejan al “dueño” $8,93.
Y eso para vivir, invertir, mantener, rezar y seguir fingiendo que es empresario.
El inventario de la ruina legalizada
La lista es interminable y casi poética en su crueldad:
- IVA: 21%, porque sí.
- Ingresos Brutos: 4,5%, para mantener provincias fundidas que se jactan de “superávit moral”.
- Impuesto al Cheque: 1,2%, por el pecado de mover su propio dinero.
- Ganancias, Anticipos de Ganancias y Autónomos: 15%, por el delito de existir.
- Sueldos, aportes, cargas sociales y SUSS: 35%, para sostener un sistema jubilatorio que ya está muerto.
- Oficinas, alquileres y tasas inmobiliarias: 6,25%, porque tener techo también tributa.
- Vehículo operativo: 2%, para llegar al trabajo sin ser un peatón impositivo.
- Abogado y Contador: 5,10%, para poder entender —y sobrevivir— las reglas del verdugo.
Total: 91,07%.
Una coreografía perfecta del saqueo institucionalizado.
El empresario “titular” de su empresa “privada”
En los papeles, el hombre figura como dueño.
Firma, declara, paga, responde penalmente.
Pero en la realidad no manda, no decide y no conserva.
Su empresa es privada solo en la fachada: es una sucursal operativa del Estado, sin cartel, sin presupuesto público, pero con todas las obligaciones y sin ninguno de los privilegios.
No hay libertad económica, hay feudalismo administrativo.
El Estado —bajo Milei, bajo Fernández, bajo Macri, bajo Cristina, bajo Néstor, bajo cualquiera— sigue siendo el verdadero accionista mayoritario.
El contribuyente solo pone el capital, el riesgo, las horas y los nervios.
Y al final del mes, cuando la calculadora deja de mentir, la ganancia “real” del dueño es la de un gerente medio.
A veces menos.
A veces nada.
Pero siempre con la sonrisa sarcástica de quien todavía cree que “ahora sí, con Milei cambia todo”.
El Estado argentino logró lo que ninguna ideología había conseguido:
convirtió al empresario formal en empleado del sistema, sin sueldo fijo ni indemnización.
Un esclavo premium.
Paga impuestos por adelantado, financia con su flujo a la ARCA (ex AFIP), mantiene a las provincias, banca la inflación y, si protesta, le envían una inspección.
Y ahí va, cada mes, religiosamente, a entregar su parte del botín, mientras los burócratas repiten que “la presión impositiva bajó”.
Claro que bajó… en los PowerPoint del Ministerio.
En la vida real, la empresa privada sigue siendo la oficina pública más eficiente de la República Argentina.
Después de casi dos años de Milei, la Argentina sigue siendo el mismo laboratorio de masoquismo productivo:
el empresario produce, el Estado confisca y la política aplaude.
El cambio fue estético.
La motosierra nunca cortó la cadena; solo la pintaron de dorado.
El empresario argentino es, al fin, el empleado ejemplar del Estado más caro del continente:
dueño de nada, rehén de todo
y protagonista de la tragicomedia más absurda del siglo:
la empresa privada… estatal.

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