Por Darío Rosatti
Buenos Aires, 16 de diciembre de 2025-Total News Agency-TNA-La muerte de un soldado de 21 años asignado a la custodia de la Quinta Presidencial de Olivos dejó al descubierto una serie de falencias estructurales en el sistema de seguridad que rodea al presidente Javier Milei, en un episodio que dista mucho de ser un hecho aislado o menor, como se intentó instalar en las primeras horas posteriores al hallazgo.
El joven efectivo, identificado como Rodrigo Gómez, pertenecía al Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín y cumplía funciones de vigilancia interna dentro del predio presidencial. Fue hallado sin vida durante la madrugada, con un disparo de arma larga FAL, su fusil reglamentario, en uno de los puestos de guardia internos de la residencia. La investigación judicial se encuentra en curso y todas las hipótesis permanecen formalmente abiertas, aunque desde ámbitos oficiales se deslizó tempranamente la posibilidad de un suicidio.
De confirmarse esa hipótesis, el dato que agrava el cuadro es que el presunto móvil estaría vinculado a deudas personales relativamente menores, del orden de los dos millones de pesos, una cifra que expone con crudeza el nivel de vulnerabilidad económica y psicológica en el que puede encontrarse un efectivo que cumple una de las tareas más sensibles del Estado. No se trata solo de un drama personal: se trata de un integrante armado de la custodia presidencial.
El hecho ocurrió, además, mientras el Presidente se encontraba dentro de la residencia, lo que añade una dimensión institucional que no puede ser soslayada. La Quinta de Olivos, presentada históricamente como el núcleo más protegido del país, quedó expuesta como un eslabón frágil, más cercano a un “agujero negro” de controles que a una fortaleza de seguridad integral.
Desde Presidencia se informó que “se activaron los protocolos”, una fórmula repetida en comunicados oficiales que, en este caso, suena insuficiente. La pregunta de fondo no es si los protocolos se activaron después de la tragedia, sino por qué no se activaron antes. La prevención, el monitoreo permanente del personal armado y la detección temprana de situaciones de riesgo deberían ser pilares básicos en cualquier esquema serio de custodia presidencial.
La comparación con los estándares internacionales resulta inevitable. En Estados Unidos, el Servicio Secreto somete a los agentes asignados a la custodia presidencial a controles constantes de contrainteligencia, evaluaciones psicológicas periódicas y monitoreos de estrés, precisamente porque se trata de hombres y mujeres armados que operan a centímetros del presidente. Nadie se siente ofendido por esos controles: son profesionales sometidos a exigencias acordes a la responsabilidad que asumen.
En la Argentina, en cambio, el caso Gómez expone una lógica preocupante: un joven de 21 años, con un arma de guerra de altísimo poder, (atraviesa un blindado) apostado en la residencia presidencial sin sistemas robustos de evaluación psicológica continua, sin detección temprana de conflictos personales y sin una red de contención efectiva. Este joven habria decidido quitarse la vida, pero en su desesperación, podria haber sido captado para cometer un atentado. La improvisación no es una opción cuando se trata de la seguridad del jefe de Estado.
El episodio se produce, además, en un contexto delicado, donde se discuten reformas profundas en los sistemas de inteligencia militar y criminal, con la posibilidad de que sean absorbidos por la SIDE, hoy cuestionada por su conducción política en manos de un contador y su segundo, solo con alguna experiencia en seguridad ciudadana y la falta de cuadros técnicos especializados y el uso opaco de fondos reservados, son un combo explosivo, que no puede decidir un asesor de imagen especializado en campañas. La seguridad presidencial y la inteligencia y la inteligencia estratégica no pueden convertirse en un negocio ni en un botín burocrático.
La muerte del soldado Rodrigo Gómez no es solo una tragedia personal ni un hecho policial. Es una señal de alarma institucional que obliga a revisar de manera urgente los protocolos reales —no los declamativos— de selección, control, seguimiento y cuidado del personal encargado de proteger al Presidente de la Nación.
Minimizar lo ocurrido sería un error grave. Ignorarlo, una irresponsabilidad. La seguridad presidencial no admite zonas grises, improvisación ni discursos vacíos. Exige profesionalismo, controles estrictos y una concepción moderna del riesgo. Todo lo demás es retórica que llega siempre después, cuando ya es demasiado tarde.

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