
En el teatro de las tragedias humanas, a veces la razón abdica ante el circo de la polarización ideológica. El reciente y espeluznante suceso del hombre que se arrojó desde el Palacio Libertad tras ser descubierto espiando a menores de edad, desató un debate público que linda con lo absurdo.
En lugar de una reflexión seria sobre la protección de la infancia y los fallos en los protocolos (si es que los hubiera), la sociedad fue testigo de una vergonzosa y rimbombante discusión sobre si el sujeto era “libervirgo” o “kuka”.
Este desvío del foco constituye una renuncia moral e intelectual. La ideología de un depravado resulta tan irrelevante como el color de su camisa o la tela de los pantalones que llevaba puestos.
Lo que sí es crucial, lo que demanda un análisis implacable, es el protocolo de seguridad, el sistema de prevención y las vulnerabilidades que permitieron que tal aberración ocurriera en un espacio público.
Discutir la etiqueta política del perpetrador mientras se ignoran las fallas que ponen en riesgo a los niños es, simplemente, una traición a la sensatez. El debate, sencillamente, debe posarse sobre protocolos. La seguridad de los menores no es negociable ni está sujeta a la grieta.
Esta absurda discusión, dicho sea de paso, funciona como una cortina de humo, un sofisticado mecanismo de distracción que, paradójicamente, permite a los verdaderos responsables evadir las necesarias explicaciones.
El debate se contamina y se bifurca en un intercambio estéril de acusaciones cruzadas entre facciones políticas, donde cada bando utiliza la tragedia como munición para la “grieta”.
En esta refriega verbal, nadie se detiene a preguntar lo esencial: ¿Fallaron los protocolos de seguridad del edificio? ¿Existían cámaras de monitoreo funcionales en el momento del suceso? ¿Quién es el responsable de la seguridad en un organismo que depende de la Secretaría de Cultura de la Nación?
Mientras la sociedad se desangra en una disputa irrelevante (e irreverente) sobre ideologías políticas, los funcionarios a cargo de la seguridad y el funcionamiento del Palacio Libertad encuentran el silencio propicio para eludir las explicaciones.
La indignación colectiva, fragmentada por la polarización, pierde fuerza y foco, permitiendo que la rendición de cuentas se postergue indefinidamente hasta que el próximo escándalo ocupe la primera plana.
El resultado es la impunidad por omisión. La trivialización del debate público no es un mero error de enfoque, es el salvoconducto que obtienen aquellos que deberían estar dando la cara y garantizando que tales aberraciones nunca más se repitan.
Este artículo se publicó primero en Mendoza Today.
Fuente Mendoza Today

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