MIAMI, Estados Unidos. – ¿Quién no conoce a Roberto Torres? Con solo mencionar dos de sus números más exitosos ―El caminante y Caballo viejo― todo el mundo reconoce en él al cantante y compositor que desde la década de 1960 ocupó un lugar preponderante en el ámbito musical latinoamericano. Junto a la orquesta Broadway, que fundó al lado de Eddy Zervigón, o con la legendaria Sonora Matancera, pero también como solista, a Roberto Torres le hemos oído cantar en todo el continente americano, y también en muchos lugares de Europa e, incluso, África.
No es raro encontrárselo en Miami, en general almorzando en algún restaurante del South West, junto a su esposa Marlén y amigos. Muy a menudo me acercaba a él para saludarlo en La Casita, en la calle Ocho y Galiano, adonde él suele ir y adonde solía ir yo también con el escritor Juan Cueto. Sabía que tenía que entrevistarlo algún día y la oportunidad se dio durante este verano de 2023 en el cual pude pasar una tarde con él y su esposa evocando su muy prolífica vida artística, anécdotas y otras vivencias de las que nos cuenta detalles.
―Como a todos mis entrevistados me gustaría pedirle que se remontara a sus orígenes familiares y a la época en que vio la luz en Cuba…
―Nací en el poblado de Güines el 10 de febrero de 1940, algo que me gusta aclarar porque las fechas que se manejan en internet son falsas. Mi padre, Juan Antonio Torres Morales, era natural del Entronque de Herradura, en la provincia de Pinar del Río, hijo de tabaqueros y él ganadero. Mi madre era Otilia Dávilas Rangel, originaria de Güines, razón por la cual nací yo en este poblado de la provincia de La Habana, que ahora, para tenernos entretenidos, le han llamado Mayabeque. Mi familia era pobre, pero disfruté de una niñez y juventud muy placenteras.
―¿Dónde cursó sus primeros estudios? ¿Tenía vocación musical desde joven?
―Estudié en el Colegio Salesiano San Julián de Güines gracias a una beca que gané. Mis camaradas provenían de hogares de familias adineradas, lo cual no era mi caso, pero nunca me hicieron sentir diferente. Al contrario, me invitaban [a sus casas] con frecuencia y recuerdo en particular a un compañero de clases llamado Juan Ramos de Rioseco a cuya casa iba a pasar los fines de semana; nunca me hicieron sentir que tenían una posición económica muy diferente de la nuestra.
En cuanto a mi vocación musical te puedo decir que siempre la tuve. En el colegio estaba el padre Gabino y cada vez que lo veía me echaba a correr porque me daba un plato de miel para aclararme las cuerdas vocales. Lo que sucedía era que siempre me pedían que cantara en las misas que, por cierto, eran en latín. Y aunque yo no sabía nada de esa lengua lo que hacía era repetir la fonética. También tenía a una gran profesora de música llamada Ada Taracido. Fue ella quien me enseñó los rudimentos de la música. Para las fiestas escolares ella hacía un teatrico con funciones de canto y actuación. Fue allí que di mis primeros pasos en este mundo.
A los 12 años salía corriendo del colegio para no perderme El show del mediodía de CMQ en donde actuaban el Conjunto Casino, Roberto Faz, Vallejo. Y antes de ese programa, estaba el de Olga y Tony. Puedo decir que mi primer maestro sin que él lo supiera fue el propio Tony, ya que me aprendía de memoria su voz, lo imitaba y me grababa a mí mismo en una pequeña grabadora para oírme y poder mejorar mis tonos.
―¿Cómo y cuándo fue que comenzó de manera más profesional en el escenario musical?
―Empecé en el Conjunto Universal de Melena del Sur en 1956. Sucedió que Ernesto del Castillo pasaba todos los días al mediodía por delante de mi casa en Güines y desde la acera me oía cantar. Un buen día se atrevió a tocar a la puerta y proponerles a mis padres que me dejaran cantar en el coro de su conjunto. Imagínate, yo era menor de edad, pero mis padres no se opusieron. El caso fue que Ernesto venía a recogerme, me llevaba al sitio en el que se iban a presentar y me acompañaba de vuelta a la casa cuando terminaba la función. Un día se enfermó y me tocó a mí hacer el show de Radio Cadena Habana y lo hice cantando Cienfuegos. Por esto, fue esta pieza la primera que grabé con mi propia compañía discográfica muchos años después.
―¿Quiere esto decir que le dio tiempo a disfrutar del ambiente musical cubano de la década de 1950?
―Por haberlo podido disfrutar y participar activamente en él fue que tomé la decisión de irme del país en cuanto triunfó la Revolución en 1959. Entre 1957 y 1958 cantaba en el Ali Bar con la orquesta de Moisés. Además, andábamos con los camiones en cuyas camas se subían las orquestas y tocábamos en muchos lugares. Todo iba muy bien hasta que a principios de 1959 esos mismos camiones empezaron a dar conciertos en los que yo participaba y al ver que nadie hablaba del pago pregunté qué pasaba. Entonces me dijeron que íbamos a tocar gratis porque era para apoyar la Reforma Agraria. Así me respondió Rafael Sorís, el director de la Orquesta Swing, con la que cantaba en esos camiones.
Fue en ese justo momento en que me bajé del camión en todos los sentidos y regresé a Güines. No estaba dispuesto a cantar de gratis en ningún lugar. Recuerdo que me senté en el parque del pueblo cuando pasó el Dr. Manolo Vega, eminente abogado local. Entonces me dijo: “Roberto, te aconsejo que te vayas del país. Al que no se vaya ahora va a costarle mucho salir después, y a ti, si te quedas, te veo preso o muerto”. Y me dijo que pasara por su oficina para hacerme el pasaporte si quería irme. Y así hice.
―¿Cuándo sales de Cuba y hacia dónde? ¿Cómo fueron tus primeros días en el exilio?
―Compré un boleto de Aerovías Q, un viaje de La Habana a Cayo Hueso por 45 dólares y salí de Cuba un 22 de junio de 1959. Al llegar a mi destino el oficial de Migración estadounidense no quiso dejarme entrar porque pensaba que yo era uno de los militares de Batista que intentaba salir de Cuba. Date cuenta de que en el momento en que salgo solo lo hacían los que habían tenido algo que ver con el gobierno anterior. Me tocó convencer a aquel oficial. Al día siguiente ya estaba en Miami en donde cogí una guagua de la Greyhound rumbo a Nueva York.
Llegué a la Gran Manzana sin recomendaciones y sin conocer a nadie. Recibí la primera lección apenas llegar. Estaba en Times Square y vi a un sacerdote pasar. Le pregunté en qué lugar quedaba el barrio donde vivían los latinos, pero me respondió en inglés y no lo entendí. Un puertorriqueño que me oyó se me acercó y me preguntó qué si estaba perdido. Entonces le dije que no tenía la menor idea de dónde estaba. Fue tan solidario que no solo me pagó el ticket de metro sino que me acompañó hasta el andén y me dijo: “Te sientas cerca del conductor y cuando diga ‘everybody out’ te bajas ahí mismo, que es el término del viaje, en la Broadway y la 137, en donde viven los cubanos y latinos en general”.
Cuando llegué al final del recorrido, que vi la monumentalidad de lo que me rodeaba, me senté en el parque de la 136 y Broadway a llorar. Fue entonces que, por segunda vez, en un mismo día, ocurrió un segundo milagro. Un señor que pasaba me vio llorando y me dijo que él me conocía. Como yo no tenía ganas de bromear le respondí que me dejara tranquilo, que yo no conocía a nadie en Nueva York, que no era yo la persona de la que hablaba. Entonces, siguió insistiendo y yo incrédulo hasta que me dijo que era de Güines, que se llamaba Waldo Gil y acababa de llegar de Cuba. Me había visto cantando en el pueblo durante un baile que quisieron anular porque había fallecido el alcalde Jaime Quintero. No cabía la menor duda de que el hombre me conocía. Me llevó a su casa, me alquiló una habitación por 10 dólares la semana y al día siguiente tocó a la puerta de mi cuarto para llevarme a sacar un número del Social Security.
―¿Pudo retomar entonces su vida artística?
―Empecé fregando platos en un restaurante llamado El Patio. Me llevó Waldo y estuve tres días fregando porque me esperaba una montaña de loza en el fregadero. Ese fue mi primer trabajo y el segundo también. Un día oí una discusión entre dos chilenos que decían que ellos no habían venido a este país a fregar platos. Le dije entonces a la persona que había venido a buscarlos que yo estaba dispuesto a ocupar el lugar que ellos rechazaban. Me indicó el sitio, el Tennis Club de New Rochelle, y hacia allí me dirigí. Enseguida me emplearon. Me pagaban 150 dólares a la semana, me alojaban y hasta la ropa me dieron. Mientras fregaba me ponía a cantar y al parecer llegó a oídos del dueño de que yo cantaba bien. Fue entonces que quiso verme y me preguntó si me atrevía a cantar en el salón de fiestas del club. Quiso saber si yo cantaba Quiéreme mucho, una canción que, evidentemente, conocía de memoria. Mandó a que me compraran un traje completo y esa misma noche empecé a cantar con un éxito rotundo en el club. Cantaba seis noches a la semana y descansaba una.
Una tarde me encontré con Eddy Zervigón en la Broadway y la 52, cerca del Palladium. Eddy estaba trabajando con Lou Pere, y le propuse que fundáramos una orquesta. Ambos queríamos independizarnos, de modo que junto a él y su hermano Rudy creamos en 1963 la Orquesta Broadway. Tuvimos muchos éxitos, como Arrímate pa’ca, de Juanito Márquez, un hit que nos llevó a cantar en Venezuela.
―¿Eran los orígenes de la llamada salsa?
―¡No me hables de salsa! Yo combato ese término que no significa nada. Ese nombre nació de un error, cuando el gran pianista Ricardo Rey dijo para la revista Farándula que traía un nuevo ritmo. Para mí un nuevo ritmo tiene que ser algo novedoso de verdad, y en la salsa de novedoso no hay absolutamente nada.
―¿Luego te conviertes en cantante de la mítica Sonora Matancera?
―Estuve tres años con la Sonora Matancera entre 1969 y 1972 aproximadamente. Por ahí tengo la foto de cuando celebramos el 65 aniversario de la orquesta. Luego quedé como solista y fue cuando grabé en 1972 con la orquesta Latin Dimensions, de Mike Martínez, mi primer disco. Grabé El caminante, un dueto criollo venezolano que me convirtió de la noche al día en una celebridad, pero en el disco había otras piezas como Soy güinero y Mi madre, que eran de mi propia inspiración.
―O sea que te consolidaste en el ámbito musical neoyorquino…
―Me consolidé, pero me di cuenta de que a pesar de mi éxito no ganaba el dinero necesario porque de los 5 millones de copias vendidas me habían pagado unos miserables 150 dólares. Entonces le dije a Joe Caire, el director de Keytronics que yo quería empezar en la empresa cargando cajas de discos. Por supuesto se alarmó, pues un cantante como yo no podía cargar cajas, pero lo convencí ya que le dije que quería pasar por todos los departamentos de esa multinacional para aprender cómo se ganaba tanto dinero y cómo funcionaba el sistema. Empecé a trabajar fijo por el día y, por supuesto, por las noches seguía cantando. La empresa representaba a los grandes productores de entonces como la RCA Victor, Ariola, CBS, etc., y allí estuve hasta que cada uno fue cogiendo su propio camino y yo el mío. Entonces me propusieron convertirme en distribuidor de una de las disqueras para el East Side de Nueva York, pero decidí fundar mi propio sello discográfico. En ese momento, año 1979, creé en Union City, junto a Sergio Bofill, Guajiro Records en el que grabamos muchos y muy buenos discos de Papaíto, La Sublime, la Charanga Casino, la India de Oriente, Henry Fiol, la Charanga de la 4, Charlie Rodríguez y Ray Reyes, entre otros.
―La pieza por la que todo el mundo le conoce y la que todo el mundo le pide siempre es Caballo viejo. Cuéntenos cómo llegó a ella y en qué condiciones.
―Ernesto Aue, el dueño de la disquera venezolana El Palacio de la Música, me trajo un día a Nueva York un disco que había grabado Simón Díaz para que lo oyera y viera si podía tocarse y cantarse de otra manera. En esa época yo estaba muy ocupado con Guajiro Records y con SAR Records, una subsidiaria disquera de la primera, que había creado con Sergio Bofill y Adriano García, cuyas iniciales, unidas a la de mi nombre, formaban el de SAR. El primer trabajo fue un disco de solo tres temas: Cuento mi vida, El carretero y Cienfuegos, que vendió 30.000 copias.
El tiempo pasó y tres meses después Aue volvió a la carga y me preguntó otra vez si había escuchado el disco. Le respondí que no, que no había tenido tiempo, así que allí mismo, delante de él, lo pusimos y entonces oí por primera vez Caballo viejo, una canción llanera que había compuesto Simón en 1980. Se trataba de un joropo, que es la música tradicional de los llanos de Venezuela, a base de pasaje, tonada y golpe. Yo oí aquello y me quedé un poco perplejo. Realmente las palabras correspondían al hablar de los llaneros y el estilo no tenía nada que ver con lo que se solía cantar en Nueva York o en Miami en aquella época, pero Aue insistió para que viajara a Caracas y me encontrara con su compositor.
Así lo hice. Al cabo de unos meses viajé a Caracas, me hospedé en el Hilton e invité a Simón Díaz para que desayunáramos. En cuanto me contó la historia quedé fascinado, porque hablaba de un hombre que, en el ocaso de la vida, se sentía emocionado por una relación con una mujer mucho más joven. Al parecer, Simón había vivido esa historia y, aunque no le tenía mucha fe a la letra, su historia me cautivó. Por supuesto, ese tipo de letra hoy en día, con la mojigatería que se ha despertado, capaz de censurar una película como Lo que el viento se llevó, y con todas las polémicas tontas que van contra la naturaleza humana o la Historia, no hubiera tenido el éxito que tuvo hace unas décadas.
Así fue como acepté el número y me traje a Alfredito Valdés Jr. a almorzar al Víctor Café de Nueva York, se la mostré y le propuse que nos hiciera los arreglos. Caballo viejo salió rejuvenecido, no solo de su experiencia con la potranca, sino que, gracias a esta nueva versión, su éxito internacional fue rotundo. A partir de ese momento, decenas de cantantes han cantado versiones de todo tipo, pero la primera, digamos la que abrió el camino para las restantes y la que popularizó el tema, fue la que hicimos nosotros con tono cubano.
―¿Cuándo decides mudarte para Miami y por qué? ¿Qué has hecho desde entonces?
―En 1985 dejé Nueva York después de 26 años de vida en la Gran Manzana. Lo hice porque el mercado africano que, en ese tiempo era el mayor consumidor de música cubana, en donde estaban comprando más era en Miami. Además, mis padres se habían mudado para esta ciudad en donde vivían desde que pude sacarlos de Cuba en 1966. Desde entonces desarrollé toda mi actividad discográfica aquí y, por supuesto, nunca me faltó trabajo tanto en los escenarios, como en la radio y la televisión. Conocí y canté con muchísimos artistas del continente. Incluso grabé canciones de Roberto Carlos, una persona admirable que grababa con la disquera neoyorquina para la que yo trabajé. Esas canciones en español se convirtieron en hits. Fue él quien me enseñó a comer aguacate con azúcar.
De principios de la década de 1980 data mi creación de la Charanga Vallenata. Igual que hice con Caballo viejo, transformando un joropo llanero en algo más cubano y caribeño, así hice con el vallenato, tratando de adaptarlo al gusto de todos los del Caribe.
En 1999, Hugo Barroso hizo el documental Son sabrosón, en el que participé junto a Celia Cruz, Rosendo Rosell, Arturo Sandoval y el musicólogo Eloy Cepero. Me retiré, que para los artistas es una manera de decir, ya que en realidad nunca nos retiramos del todo, hace unos 12 años. En el momento en que me jubilé oficialmente me condecoraron, el 2 de junio de 2011, con una estrella en el Paseo de la Fama de Unión City, Nueva Jersey.
―¿Has vuelto a Cuba? ¿Has tenido alguna experiencia en este sentido?
―¿A Cuba? ¡Ni en sueños! El motivo por el que me fui de Cuba, es decir la ausencia total de democracia y el gobierno dictatorial, permanece vigente. A mí antes no me interesaba la política, pero siempre digo que han tocado a mi madre, Cuba, y desde entonces empecé a interesarme en las cuestiones políticas. No voy a pedir permiso al gobierno dictatorial cubano para regresar a mi casa. A mí me educaron con principios.
Te voy a contar una anécdota al respecto. A principios de la década de 1980 me invitaron a dar conciertos en Cotonou, en Benín, un país africano a orillas del golfo de Guinea. Estando allí, vino a verme el embajador cubano, con muchos aspavientos, dándome palmadas y llamándome “mi hermano”. Me dijo que todos los cubanos que en ese momento estaban en Cotonou vendrían a verme al concierto. Inmediatamente lo paré y le dije que él no era mi hermano, pues como representante de una dictadura sanguinaria él también tenía las manos manchadas de sangre, y que no quería ver a ninguno de esos “cooperantes internacionalistas” en mi concierto. El embajador hizo amago de sacar un revólver, pero dos individuos que me seguían a todas partes, y que habían puesto allí para mi seguridad, lo neutralizaron enseguida.
Benín tenía entonces un gobierno socialistoide, típico de muchos países africanos después de la descolonización. Y, por supuesto, Cuba puso allí a sus agentes y otros cooperantes para penetrar el gobierno. Entonces les pregunté a los de la seguridad cómo podía encontrarme con el presidente del país y ellos inmediatamente le avisaron. El presidente me recibió muy cortésmente y le expliqué mi punto de vista y mi deseo de no cantarle a ninguno de esos cubanos. Fue muy amable conmigo y me prometió que haría todo lo necesario para que me sintiera cómodo. Así fue: durante mis conciertos no hubo allí, en la sala, ningún cubano y menos los de la embajada. Con esto quiero decir que con esa gente nunca he querido cuentos.
Fuente Cubanet.org