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Justo al comienzo de Gladiator, cuando Máximo Décimo Meridio ordena a sus tropas aniquilar a los germanos, Quinto, uno de sus lugartenientes, lamenta la obstinación de los bárbaros por luchar y morir, pudiendo rendirse y someterse a la Pax Romana. “Uno debe saber cuándo le han conquistado”, dice. “¿Lo sabrías tú, Quinto? ¿Lo sabría yo?”, responde el general. Ayer me acordé de esa escena mientras leía la durísima sentencia del juez del juzgado número 2 de lo Mercantil de Barcelona sobre la quiebra de Celsa, que básicamente le decía a la familia Rubiralta que la empresa que fundaron sus antepasados hace 50 años ya no es suya, es de los acreedores que compraron su deuda con descuento. Pero si uno mira el asunto de forma racional, no hay por dónde coger los argumentos de la familia. Por mucho que Lazard, PwC y BDO vistieran de seda la causa de los accionistas. A mí, Francesc Rubiralta, presidente ejecutivo de Celsa, me merece respeto. Tomó las riendas del imperio familiar cuando su padre falleció a los 71 años en 2010 y se encontró con un desaguisado en forma de montaña de deuda. Durante años de lucha judicial contra los fondos, con la compañía quebrada, Francesc se resistió a admitir que había sido conquistado. Pero lo que no tenían los bárbaros de Germania, y sí tienen los Rubiralta, es un Gobierno central que se ha dotado a sí mismo del poder de tumbar a discreción las reglas del juego. Desde 2020 y al menos 2024, Moncloa puede vetar a inversores extranjeros que compren empresas ‘estratégicas’ (guiño-guiño, codito-codito). La razón original de ese poder discrecional era el covid-19. La pandemia terminó, pero el poder sigue ahí. Por lo que sea. Gracias a ello, el Gobierno podría vetar la toma de control de los fondos. Ambas partes, Rubiralta y acreedores, han hecho lobby con De la Rocha. No hay angelitos aquí. Está por ver qué decide Moncloa, pero cabe sin duda la posibilidad de que decida pasar por encima de una decisión judicial firme, que es, además, la primera gran piedra de toque de una nueva ley concursal pensada precisamente para reequilibrar la balanza entre accionistas y acreedores en caso de quiebra. Lo único que estaríamos arriesgando, otra vez, sería la seguridad jurídica y la credibilidad de la clase política del país. Minucias.
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Fuente El Confidencial