El traqueteo de las máquinas inunda la sala iluminada con luz artificial. Liliana interrumpe su trabajo -está cosiendo la funda de un cojín de la colección Återställa, de Ikea– para explicar qué hace ahí, en un segundo piso de un edificio viejo al sur de Madrid. Después se levanta María y cuenta su historia entre el runrún de las agujas. La última, Amira, aparta la plancha y resume en unos minutos años de violencia y vulnerabilidad. Son tres nombres ficticios que encierran tres pasados difíciles, como el resto de mujeres que trabajan entre telas, hilos y patrones, en una sala que es mucho más que un taller de costura.
Hace dos años y cuatro meses que Amira llamó a la puerta de la iniciativa ‘Ellas lo bordan’, con cuatro hijos, sin trabajo y un techo que les proporcionaba Cáritas. «Ojalá fuera permanente, es difícil encontrar un trabajo como este. Me siento en una familia», dice, después de planchar varias fundas esponjosas para portátiles. Cuando cumpla los tres años, Amira tendrá que dar el siguiente paso. El taller es temporal, un proyecto de economía social de la fundación Manresa que nació en 2017, subvencionado en 2021 y 2022 por el Ayuntamiento de Madrid con un total de 44.421,38 euros. Este año, el Área de Economía, Innovación y Hacienda ha destinado 750.000 euros para financiar estas iniciativas que permiten «mantener el empleo en situaciones de crisis», en palabras de la delegada del ramo, Engracia Hidalgo.
‘Ellas lo bordan’ es autosuficiente; los encargos cuatrimestrales de cojines de Ikea son uno de sus pilares (el 25% de su producción), además de otros pedidos habituales y una nueva línea de artículos propios. El taller es pequeño. Una decena de mujeres produce hasta 6.500 artículos textiles (cojines, bolsos, mochilas, neceseres…) en un mes. También es una simulación empresarial, una consulta psicológica -colabora con el centro de atención a víctimas de violencia de género EMMA- y una escuela laboral.
«Cuando entran aquí, al principio, curan heridas», asegura la jefa de producción del taller, Ángela Rossignoli. La mayoría son derivadas por los servicios sociales con un buen dosier que acredita situaciones de vulnerabilidad, desempleo de larga duración y, sobre todo, violencia de género. Actualmente, son diez mujeres: tres marroquíes, una refugiada palestina, dos venezolanas, una ecuatoriana, una colombiana, una salvadoreña y una rumana. «Hemos tenido mujeres de procedencia española, pero terminaron en junio del año pasado», añade Rossignoli. Cada historia tiene sus matices, pero todas comparten un denominador común: están solas y la mayoría tiene menores a su cargo.
El sacrificio por los hijos
Amira, de 40 años, está soltera desde hace ocho. El padre de sus cuatro hijos -el mayor tiene ahora 18 años- los abandonó en un autobús con destino a Algeciras. Ella había soportado una década de malos tratos. «Desde el primer día. Yo pensaba: ‘Cuando me pega es que me quiere’», reconoce, y sacude la cabeza con una sonrisa, como si no se lo pudiera creer. «Luego fue a peor, estuvo con otra chica, me dejaba meses sola, sin comida», recuerda. Amira ya había vivido en España unos años, hasta que su exmarido le pidió regresar a Marruecos por la educación de sus hijos. Y en 2017 volvería a Madrid, mientras él se marchaba con sus pasaportes: «Nunca creí que sería capaz de cuidar a cuatro hijos y trabajar. Los primeros dos años fueron muy difíciles. Pensé tres veces en matarme, ¿pero quién los iba a cuidar? Les faltarían el padre y la madre».
«Quiero hacer lo mío. Ya fui ese faro para mis hijos, pero quiero ser yo quien logre sus sueños también».
Liliana (nombre ficticio)
Empleada en ‘Ellas lo bordan’
Amira trabaja de lo que sabe. «La costura la llevo en mi sangre desde pequeña, con 15 años dejé de estudiar y me puse a trabajar para ayudar a mi padre», sostiene. Acumula años de costura casera y un lustro en un almacén de zapatos, una experiencia que ahora completa en el taller madrileño, donde confeccionan mochilas de botellas recicladas o peluches sensoriales para uso médico. Hace poco se ha mudado a su piso de la Agencia de Vivienda Social de la Comunidad de Madrid (el antiguo Ivima) y, en los próximos meses, antes de que caduque su contrato, pretende aprender más de costura española -«no es como la de Marruecos»- y buscar su siguiente empleo. «Por fin, mi vida está mejorando, gracias a Dios y a todos los que me han ayudado», declara.



Cuando Liliana emigró a la capital, hace ya 14 años, empezó trabajando en «casas de familia», la principal opción de las escasas que se abren a las mujeres latinoamericanas que aterrizan en España sin papeles. En Colombia había sido modista, le gustaba (y le gusta) especialmente la lencería. «No tenía posibilidad de cotizar y esos trabajos no están bien remunerados, pero lo importante era que mis hijos podían estudiar», señala. Sus dos hijos han estudiado y ella vuelve a coser. «Yo quiero ser yo, hacer lo mío. Ya fui ese faro para mis hijos, pero quiero ser yo quien logre mis sueños también. Tengo 50 años y mucha energía, me gusta lo que hago y me he preparado», zanja. Sería una frase redonda en una entrevista de trabajo.
En un año, Liliana tendrá que dejar este taller escondido, así que ya está maquinando su propio negocio. «Me están asesorando para tener una marca, una tienda ‘online’, y estoy convalidando estudios», asegura. En su piso guarda sus propias máquinas industriales y un maniquí. Tiene buena mano con la lencería y las prendas de licra: enseña una biblioteca de fotos de sus diseños, bodis y braguitas de encaje negro y bañadores coloridos.
Un técnico de acompañamiento enseña a las diez mujeres a tener un currículum en condiciones, a usar las redes sociales, «a que estén metidas en la búsqueda activa de trabajo», puntualiza la jefa de producción. «Se exige y se presiona porque queremos que salgas de aquí y seas superresponsable, que estés orgullosa de tu trabajo», incide Rossignoli. Las diez mujeres cosen de lunes a viernes, de 8 de la mañana hasta las 4 y media de la tarde, con un descanso de 15 minutos para el desayuno y otra media hora para comer, por unos 1.100 euros al mes. Hace poco, todas acordaron entrar un poco antes para salir un poco antes: así llegan a tiempo al tren y (la mayoría) a recoger a sus hijos.
María, de 52 años y la menor de diez hermanos, aprendió a coser con quince, cuando su madre la obligaba a sentarse delante de la máquina. «A una mujer que cose nunca le faltará trabajo», le solía decir. Y eso hizo durante mucho tiempo, después de dejar Venezuela, una madre soltera con un hijo de 8 años, hasta que sí le faltó, y tuvo que dedicarse a la atención de personas dependientes. Y eso también falló. Y con el Covid perdió a su pareja. «Fui a la orientación laboral de Cruz Roja. Llegué llorando: ya no llevaba el ritmo, no tenía las mismas energías que antes, me dolían las articulaciones», rememora. El pasado febrero rescató su habilidad una vez más. «Quiero hacer cosas por mí, para mí. Quiero tener mi chiringuito y lograr tener mis máquinas. Si vienen mis nietos [de Venezuela], quisiera ayudar», asegura en la salita-comedor de ‘Ellas lo bordan’. Termina con una enorme sonrisa: «Estoy feliz, con el trabajo soñado».
Fuente ABC