Fue Ortega, como le gustaba recordar al profesor Fuentes Quintana, quien en las Cortes constituyentes de la II República pidió a la clase política de aquel tiempo que aprendiera a conocer lo que nos pasa.
—Traigan a los mejores economistas —sostenía— para que sepamos qué hacer, porque eso va a condicionar el desarrollo de España.
No se hizo, y este país ha tenido tiempo, mucho tiempo, para arrepentirse y reflexionar sobre las causas de algunos de los males que han transitado de generación en generación. De esto va este libro. De aflorar los orígenes de lo que nos pasa —todavía hoy— y de lo que nos ha pasado, y que necesariamente hay que vincular a muchas decisiones del poder político empedradas de piezas defectuosas que explican la aparición de burbujas —inmobiliarias o no— de corrupción, de tráfico de influencias o de cualquier otra forma de secuestrar el poder en favor de intereses particulares.
Se lo pregunta con lucidez el economista Luis Garicano en el prólogo del libro: ¿Por qué España perdió el tren de la revolución industrial y los cambios posteriores? Los diagnósticos de los observadores contemporáneos y futuros, asegura Garicano, sean expertos académicos o periodistas, coinciden. El economista Prados de la Escosura, que ha estudiado como nadie nuestro pasado más remoto, habla de tres razones: ausencia de competencia, subsidización de sectores clientelares “enchufados”, sin importar el mérito, y corrupción. O, como decía el gran cronista Wenceslao Fernández Flórez de manera más colorida, la “industria nacional” no era más que una industria “agarrada a los maternales faldones de las casacas de los ministros. Se cría débil, raquítica, caprichosa y llorona”.
Capitalismo de amiguetes. Cómo las élites han manipulado el poder político. Carlos Sánchez. Prólogo Luis Garicano. HarperCollins. Madrid 2024. Publicación: 17 de enero de 2024.
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En el Museo de la Garrotxa, en Olot, se exhibe el cuadro que probablemente mejor representa los antagonismos de una época. Lo pintó Ramón Casas en 1903, y aunque hay versiones anteriores sobre el mismo motivo, el lienzo refleja desde una perspectiva modernista una carga de la Guardia Civil contra obreros en huelga.
Los hechos habían sucedido un año antes, cuando los trabajadores industriales se alzaron en Barcelona reclamando más salarios y mejores condiciones de vida y trabajo. El óleo, de grandes dimensiones, muestra en un primer plano —aunque Casas no quiso situar a los personajes en el centro de la pintura, sino a un lado, para dar mayor realce a los manifestantes— a un guardia civil a caballo coronado por su tricornio reglamentario blandiendo un sable y pateando a un obrero que cae aparatosamente al suelo bajo las pezuñas del animal como si se tratara de un muñeco de trapo.
Al fondo del cuadro se divisa, entre brumas, la silueta de la basílica de Santa María del Mar, y junto a ella, altivas y hasta envalentonadas, chimeneas humeantes, como queriendo mostrar la fuerza de la industria en una Barcelona que había visto emerger en pocas décadas, al calor de los avances técnicos, y, en particular, de la electrificación, una nueva clase social: los obreros industriales. Pero también una burguesía que se sentía poderosa y dueña de su destino, que en ocasiones aplicaba por entonces lo que se conocía como “garrotada seca”, es decir, no negociar con los obreros y utilizar si era preciso la violencia, lo que está en el origen más reciente del Somatén.
Aquella huelga fue mucho más que un paro obrero, y, de hecho, una institución como la Caixa nació de aquel conflicto. Por primera vez, la burguesía catalana, herida en su propia dignidad, se dio cuenta de que la miseria en la que vivían miles y miles de familias era una amenaza a su bienestar, y de ahí que tras la huelga hubiera una movilización general de las viejas familias industriales barcelonesas para buscar una fórmula de previsión social capaz de atender situaciones de necesidad.
La huelga general se había iniciado el 17 de febrero, y en poco tiempo se extendió como una mancha de aceite por toda la ciudad, lo que llevó a su alcalde, Joan Amat y Sormaní, y al presidente de la Diputación, el barón de Viver, a traspasar su autoridad al capitán general de la región para restablecer el orden. Tres días después, el ejército controlaba las calles, pero continuaron los disturbios hasta al menos el día 23. La represión se saldó con una docena de muertos, cientos de heridos y un número difícil de cuantificar de detenidos. Pero también se saldó con una burguesía asustada que temía por su futuro a la vista de la fuerza que comenzaban a tener los obreros.
Lo que asustaba a los prohombres de la Barcelona de principios de siglo era que la huelga iniciara una revolución. Así nació la Caixa
El barón de Viver, representante de la gran burguesía con pretensiones aristocráticas, fue, precisamente, quien en 1899 había encabezado la delegación de tribunos catalanes que acudió a Madrid para entrevistarse con Francisco Silvela y Raimundo Fernández Villaverde para pedirles un concierto económico similar al que tenían las provincias vascongadas. La paradoja está en que, algunas décadas después, el representante más genuino del nacionalismo catalán, Jordi Pujol, lo rechazara durante la Transición democrática, y en que algunos años después fuera el Gobierno de Madrid, en la figura de Mariano Rajoy, quien diera la negativa, ya con Artur Mas al frente de la Generalitat de Cataluña. Como se ve, un viaje de ida y vuelta.
Lo que les preocupaba a los prohombres de aquella Barcelona de principios de siglo era que la huelga fuera el inicio de una revolución a la vista del crecimiento incontestable de la afiliación sindical después de la celebración de varios congresos obreros internacionales a los que habían acudido sindicalistas españoles. La propia UGT había nacido no en Madrid, sino en la Barcelona que, por aquellas fechas, celebraba la Exposición Universal de 1888, y que, en definitiva, vino a ser el símbolo de prosperidad —en torno a ese año nació el modernismo— que necesitaba la burguesía catalana para demostrar al mundo su poder tras un intenso proceso de acumulación.
Es en ese contexto en el que los presidentes de las principales entidades de Cataluña se reunieron para conjurarse y publicar en los diarios de Barcelona un manifiesto que no tiene desperdicio, y que en última instancia supuso el nacimiento de la primera entidad financiera de Cataluña. El manifiesto decía:
“La paralización de los trabajos esparciendo miserias, el desasosiego en los ánimos, la inseguridad personal, la anarquía, en fin, como medio y como objetivo provocando las colisiones que han ensangrentado las calles de nuestra ciudad, constituirán el pavoroso recuerdo de acontecimientos para nuestra riqueza ruinosos, si acaso útiles a los extraños. […] ¡Barceloneses! sea la caridad ramo de olivo que anuncie el término de la tormenta y el comienzo del periodo de paz y concordia que para bien de todo debe regir este emporio de las artes y de la industria”.
El manifiesto estaba firmado por los presidentes de la Sociedad Económica Barcelonesa de Amigos del País, del Instituto Agrícola Catalán, del Ateneo Barcelonés, de Fomento del Trabajo Nacional, de la Cámara de Comercio de Barcelona, de la Liga de Defensa Industrial y Comercial y del Círculo de la Unión Mercantil. Es decir, el gotha de la burguesía catalana reunida por un estudioso de los seguros que respondía al nombre de Francesc Moragas i Barret, sin duda la figura central que hizo posible el nacimiento de lo que inicialmente se llamó Caja de Pensiones para la Vejez. El rey Alfonso XIII estuvo entre los impulsores del proyecto con un donativo personal de veinticinco mil pesetas, prácticamente la tercera parte del capital inicial.
“La irrupción de una nueva entidad financiera especializada en la gestión del ahorro venía a ser una novedad en el panorama bancario español”
La cuestión social, como se decía entonces, entraba en escena, y con ella una conflictividad creciente en los tajos, a medida que España encaraba una nueva fase de desarrollo económico que hacía más visibles los antagonismos de clase en un país poco vertebrado y con carencias fundamentales.
La irrupción de una nueva entidad financiera especializada en la gestión del ahorro y en la vejez mucho antes de que existiera un sistema público de protección social venía a ser una verdadera novedad en el panorama bancario español, especializado en socorrer financieramente al Estado para que este pudiera invertir en obra pública, lo que a la postre tejió un entramado de intereses cruzados. Algo que explica en buena medida las características genuinas de la industrialización española. Entre otras razones porque el Estado tampoco podía contar con un banco emisor con musculatura suficiente para financiar las necesidades de la Administración, lo que llevó a José Echegaray, quien como ministro de Hacienda había concedido al Banco de España el monopolio de hacer billetes, a exclamar en la exposición de motivos de aquel decreto:
“Abatido el crédito por el abuso; agotados los impuestos por vicios administrativos, esterilizada la desamortización por el momento, forzoso es acudir a otros medios para consolidar la deuda flotante y para sostener los enormes gastos de la guerra que ha años aflige a la mayor parte de nuestras provincias”.
La gran alianza: vascos y catalanes
Fue precisamente durante las dos primeras décadas del siglo XX cuando se consolidó el mapa bancario español. Y, de hecho, habría que esperar hasta finales de la centuria para observar cambios profundos. Entonces, comenzó un intenso proceso de fusiones que ha llevado a la situación actual, con una enorme concentración bancaria que ha dejado al sector, en la práctica, en manos de tres grandes entidades con una cuota de mercado conjunta sobre el ahorro de cerca del 60%. Lo que predominaba entonces eran los bancos vascos y madrileños —alguno creado por indianos que regresaban de América tras la pérdida de las últimas colonias— con clara vocación industrial.
El caso del Banco Hispano Americano, fundado en 1900 por el vizcaíno Antonio Basagoiti Arteta tras repatriar su fortuna de México, es el más emblemático. Banesto, igualmente, nació en 1902, también con capital procedente de América, mientras que el Banco Central nació en 1919 con una clara vocación industrial. El decano es el Santander, nacido en 1857 alrededor del puerto del mismo nombre, que era salida natural del cereal castellano destinado a la exportación, aunque hasta 1909 la familia Botín no llevó las riendas de la entidad. También el Banco Bilbao nació ese año, impulsado por la Junta de Comercio de la capital vizcaína, por entonces con unos dieciocho mil habitantes. La llamada ley de bancos que aprobó el bienio progresista en 1856 está detrás de ambos nacimientos.
“La astucia de Urquijo era tal que quisieron hacerle ministro de Hacienda, lo que rechazó por un viejo principio: el dinero no tiene color”
El personaje clave de aquel maridaje a tres entre el Estado, la banca y la incipiente industria respondía al nombre de Estanislao de Urquijo Landaluce, un alavés nacido en Murga, una pedanía del municipio de Ayala, a quien sus padres enviaron a Madrid con apenas trece años para que lo alojara su tía, algo habitual en las familias que no podían dispensar suficientes recursos a los vástagos que apuntaban maneras. El joven alavés fue colocado en una tienda de telas en la calle Toledo, pero pronto el viejo mostrador de madera se le quedó pequeño. Con apenas diecinueve años, el pionero de los Urquijo comenzó a trabajar para Daniel Weisweiller, el hombre de los Rothschild en España, quien junto a Ignacio Bauer, un húngaro de ascendencia judía, célebre en su día por ser propietario de uno de los palacios más hermosos de Madrid, el palacio Bauer, situado en la calle ancha de San Bernardo, fue durante décadas el gran acreedor del Estado. Todavía hoy el viejo palacio se alza rocoso y arrogante frente al Ministerio de Justicia.
Eran justo los años en los que España, durante el bienio progresista, abrazó el capitalismo moderno, multiplicando los bancos emisores y legalizando toda suerte de sociedades de crédito. El número de bancos pasó de cinco en 1855 a cincuenta y ocho una década, después al calor de la financiación de los ferrocarriles. Esa ley diseñó un ambicioso programa de subvenciones y permitía la concesión de líneas por noventa y nueve años sin necesidad de asegurar la totalidad del gasto de construcción. Concedía, además, privilegios para la adquisición de materiales y facilitaba la expropiación de terrenos. Sin contar el carácter expansivo que tuvo la desamortización promulgada por Pascual Madoz, cuyos padres, paradójicamente, vivían de las rentas estancadas.
El padre era el encargado de la venta de la pólvora en Pamplona y la madre, estanquera del tabaco. Pero Madoz, bajo el paraguas del general Espartero, pudo enajenar bienes de la Iglesia sin contar con la autorización de Roma. La sombra de Mendizábal, el segundo, tras Godoy, que se atrevió con una desamortización, seguía siendo alargada.
La financiación de los ferrocarriles, en particular la línea Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA), es obra del primer Urquijo banquero, así como el control, a través de la Casa Rothschild, de emporios mineros como Riotinto, Almadén o Peñarroya, lo que le permitió, junto a sus socios, Weisweiller y Bauer, ser el empresario más influyente del segundo tercio del siglo XIX. Entre otras cosas porque estaba casi todo por hacer en un país pobre, con regiones claramente subdesarrolladas, que carecía de infraestructuras básicas.
El malagueño Cánovas del Castillo solía recordar que tardó doce días en llegar a Madrid en su primer viaje a la capital. La astucia financiera de Estanislao Urquijo era tal que se dice que tanto el general Narváez como Prim quisieron hacerle ministro de Hacienda, lo que siempre rechazó, en coherencia con un viejo principio de la industria financiera todavía hoy presente: el dinero no tiene color político. Sin contar un hecho cierto: su influencia era mayor desde su actividad privada que integrándose en una Administración degradada y ciertamente corrupta que aún tardaría décadas en modernizarse, mirando siempre a Francia, aunque con peores resultados. Y es que Urquijo no necesitaba un cargo público para prosperar. Durante años fue considerado el banquero del marqués de Salamanca, pero al contrario que este, nunca se arruinó. Su influencia era tal que una de las primeras legislaciones sobre sociedades financieras es obra suya. Fue consejero del Banco de España durante un largo periodo de tiempo, aunque en realidad era más que eso.
El primer Urquijo representa como nadie la fusión del poder político, los nuevos ricos que surgían al calor de la incipiente industrialización y de la expansión de la industria financiera y, por último, la salvación de las viejas familias aristocráticas que solo podían aportar su linaje. Urquijo, de hecho, al margen de sus negocios para la Casa Rothschild, se especializó en prestar dinero a la élite madrileña. Entre sus clientes, el duque de Osuna o el duque de Sesto, que además de tener un pasado aristocrático, también tenían por delante un futuro lleno de deudas. En el caso del segundo, tras haber financiado el golpe de Martínez Campos a favor de la restauración de la monarquía borbónica después del sexenio progresista.
También políticos como Emilio Castelar, gran amigo suyo, o Segismundo Moret, pasaron por sus empréstitos, por lo que fue nombrado primer marqués de Urquijo por sus servicios a la Corona. Un sobrino suyo, Juan Manuel, fue quien transformó la banca en un banco, que no es un juego de palabras, sino la manifestación más clara que muestra que lo que comenzó siendo una simple sociedad de servicios financieros acabaría ocupando un papel de primer orden en la industrialización del país, principalmente en los sectores metalúrgicos y eléctrico. A su muerte, como reza un obituario que se publicó en El Imparcial, por entonces uno de los periódicos de referencia, se le recordó como aquel muchacho de la tierra de Ayala apenas instruido con las primeras letras que acabó teniendo conocimientos financieros tan sólidos que “todas las sociedades de crédito lo buscaron a porfía”, incluidos, por supuesto, los gobiernos.
Cuna de banqueros
El Banco Urquijo, cuna de banqueros, se constituyó el 1 de enero de 1918, y en su expansión territorial tuvo mucho que ver su alianza con los empresarios catalanes, cuyos excedentes a causa de la neutralidad de España en la Gran Guerra y de las barreras proteccionistas no dejaban de crecer. La entrada del empresario catalán Luis Alfonso Sedó como miembro de su consejo de administración era una señal diáfana de que se estaba fraguando un pacto de clase de origen territorial que a la postre sería una de las señas de identidad del modelo clientelar que ha configurado el capitalismo español a lo largo de los siglos XX y XXI. Una especie de pinza al Estado débil y paliducho que durante muchos años ha funcionado con notables resultados, tanto en las dictaduras como en la democracia. De hecho, incluso hoy, no se entiende la política española sin la influencia parlamentaria de vascos y catalanes, constituidos como verdaderos grupos de presión.
Sedó, abogado, como tantos otros, había sido presidente de Fomento del Trabajo Nacional, la patronal catalana, y, sobre todo, había sido hombre clave en el desarrollo de la industria algodonera en Cataluña. Senador durante muchas legislaturas, puede considerarse el delfín de Cambó para temas bancarios, con quien compartía ideología a través de la Lliga Regionalista. Fue nombrado gobernador del Banco de España durante la tramitación de la Ley de Supervisión Bancaria de 1921, que ante la inminente caducidad del privilegio de emitir dinero por parte del Banco de España en régimen de monopolio, puso las bases de lo que sería el sistema financiero a lo largo de las siguientes décadas. En particular, en todo lo relacionado con el desarrollo de la banca privada.
El impulsor de aquella ley, el propio Cambó, dejó muy claro lo que pretendía cuando presentó en el Congreso el proyecto de ley: “Vamos a crear la aristocracia bancaria“.
No era ninguna provocación. En 1929, al comienzo de la Gran Depresión, y cuando el mundo entró en la ciénaga económica de la que no saldría hasta mucho después, de los diecinueve consejeros del Banco de España, diez miembros, más de la mitad, tenían algún título nobiliario, lo que da idea de la capacidad de presión de lo que hoy se llamarían grupos de interés. En aquella época, el Urquijo era el primero de los seis grandes bancos en cuanto a miembros de los consejos de administración de las principales sociedades —cotizadas o no— y el tercero en cuanto a depósitos, lo que refleja la importancia de tejer una alianza con el poder político. En particular, con los dirigentes de la próspera Cataluña de aquellos años, que marcaba, junto a lo que es hoy el País Vasco, el desarrollo industrial del país. Y para ello se necesitaba un marco financiero propicio para sus intereses. Se ha estimado que si en 1922 los quince mayores bancos del país representaban el 69% de los depósitos totales, en 1934 su participación se había incrementado hasta el 77%.
Los seis primeros bancos —Hispano Americano, Urquijo, Español de Crédito, Bilbao, Vizcaya y Central— suponían, en 1922, el 48% del total de depósitos bancarios y en 1934, nada menos que el 64%. El proceso de concentración bancaria había comenzado.
Duelo de titanes: Cambó contra Juan March
Muy al contrario que los Urquijo, Francesc Cambó no fue un banquero al uso. Nunca presidió un consejo de administración de ninguna gran entidad financiera, aunque sí una compañía industrial, la célebre CHADE (Compañía Hispano Alemana de Electricidad), conocida por ser durante muchos años el mayor caso de corrupción en Argentina mediante el pago de importantes sumas de dinero bajo cuerda a funcionarios y periodistas para que se publicara lo que querían los gestores de la mayor inversión de España en el extranjero.
La elección de Cambó para presidir CHADE fue en realidad una tapadera, ya que pendía sobre la empresa, de origen germano, una amenaza de incautación por su participación en la Gran Guerra, por lo que se hizo una operación fraudulenta en un país neutral: España. Aunque la participación hispana era minoritaria, Cambó fue elegido —tras la muerte del marqués de Comillas— por su prestigio como ministro de Fomento, pero también por su extraordinaria red de contactos. Algo esencial para la compañía eléctrica más grande de Latinoamérica.
La operación le hizo rico y le reportó una fértil agenda internacional que supo administrar. En sus tiempos de vino y rosas, a bordo de su lujoso yate Catalonia, que había comprado tras cerrar con éxito la operación CHADE, y mientras navegaba por el mar Báltico, fue donde Cambó se enteró del desastre de Annual en el verano de 1921, lo que le obligó a volver a España para atender una llamada del rey Alfonso XIII, decidido a hacerle ministro de Hacienda en el Gobierno de Antonio Maura.
Al comienzo de la Gran Depresión, de los 19 consejeros del Banco de España, 10 tenían un título aristocrático por su relación con el poder
Pese a su pasado como conspirador contra la ley de Santiago Alba que quería aumentar los ingresos del Estado, Cambó, como cualquier otro dirigente político, era consciente de que el mayor problema que tenía el país era la guerra de Marruecos, que había dejado exhaustas las arcas públicas. Convencido de que había que cerrar una de las principales vías de agua, el contrabando de tabaco, que dañaba los ingresos de la Compañía Arrendataria, declaró la guerra a quien estaba detrás del fraude, Juan March, a quien ya conocía por sus relaciones personales en la Banca Arnús, una entidad fundada a mediados del siglo XIX, especializada en el corretaje de algodón. Lo que argumentaba Cambó es que el contrabando ya no era una manera de buscarse la vida a pequeña escala, lo que podría ser hasta aceptable, sino que había puesto contra las cuerdas la propia recaudación del Estado, lo que hizo que toda la prensa se hiciera eco de la guerra declarada entre dos personajes que estaban en boca de todos.
Una investigación interna del subsecretario de Hacienda, José Bertrán y Musitu, reorganizador del Somatén, llegó a descubrir que March había llegado a acuerdos con funcionarios públicos y carabineros para asegurarles una remuneración en caso de que fuera descubierta su participación en el contrabando, lo que hizo sonar todas las alarmas. Lo que decidió Cambó fue despojar a los carabineros del control de aduanas, al tiempo que trasladó la competencia al cuerpo de Marina, que a regañadientes aceptó el traspaso. La estrategia tuvo éxito y pocas semanas después se sucedieron las aprehensiones de alijos de tabaco de contrabando, lo que aumentó el prestigio del ministro de Hacienda y hundió a March. Pero solo durante un tiempo.
El mallorquín, lejos de apagarse, resucitó años después, y el propio Cambó, ya en 1934, confesó en una entrevista: “El asunto March ha sido el más escandaloso que ha habido en el mundo, porque durante once años el señor March ha tenido a su disposición a los presidentes del Consejo y a los ministros, y ha mandado en España; destituía gobiernos a su antojo y su influencia llegaba al Parlamento“. El enfrentamiento entre Cambó y March nunca se apagó del todo.
Otra de sus batallas fue a cuenta, precisamente, de CHADE. El empresario mallorquín, ya en los primeros años de la dictadura franquista, logró la disolución de la compañía y se quedó por un precio insignificante la mítica Barcelona Traction, más conocida como La Canadiense, origen de lo que acabaría llamándose Fecsa (Fuerzas Eléctricas de Cataluña), germen de la actual Endesa. Está acreditado que, en 1931, Cambó recibió de la Barcelona Traction, la compañía que electrificó los transportes, un cheque de cien mil pesetas, que hoy equivaldrían a medio millón de euros, para que el político catalán pudiera acabar de consolidar un grupo político nuevo ante el inminente advenimiento de la II República.
Cambó, ya durante la dictadura de Franco, siempre pensó que la hostilidad del régimen hacia él, después de los esfuerzos que había hecho para apoyarlo, procedía de que en el consejo de CHADE estaban algunos de los monárquicos que podrían conspirar contra el general, como el duque de Alba, Pablo Garnica, prohombre de Banesto, o el catalanista Joan Ventosa, que fue uno de los firmantes del llamado Manifiesto de los Veintisiete, en el que se pedía a Franco en 1943 la restauración de la monarquía.
Aquel empeño, sin embargo, era demasiado grande para un lobista con enormes ambiciones políticas pese a su resuelto respaldo al golpe del 18 de julio, y que se inició con una ayuda económica a los sublevados por valor de diez mil libras esterlinas. Cambó, igualmente, encabezó una carta de adhesión al dictador junto a otros ciento veintinueve catalanes, que enviaron a Franco en octubre de 1936, además de poner a su servicio una Oficina de Prensa en París.
Cambó declaró la guerra a quien estaba detrás del contrabando de tabaco, Juan March
De poco o nada le sirvió. La transformación del joven e hiperactivo político catalanista en un conservador de libro —atrás quedaron sus años revoltosos— fue fruto de aquella aventura americana de la que le salvó el propio Juan Domingo Perón, ocultando un informe muy crítico con su gestión ya en los años cuarenta. En el consejo de administración de CHADE, hay que decirlo, estaban todos los grandes bancos españoles, junto con la representación de inversores extranjeros: el conde de Gamazo, el marqués de Urquijo, el de Aldama, el conde de los Gaitanes o Gonzalo Arnús, heredero de una saga de banqueros catalanes y estrecho colaborador del líder político catalán. Pese a no ser banquero, sin embargo, pocos políticos han tenido tanta influencia sobre el sistema bancario como el catalán Cambó a través de lo que se llamó oficialmente Ley de Ordenación Bancaria, que estuvo vigente en muchos aspectos hasta 1994, pese a que por medio pasaron dos dictaduras, una república y varias décadas de democracia.
Para tumbar la Ley Cambó fue necesario que se cumpliera una de las obligaciones contraídas por España con la Unión Europea: conceder autonomía real al Banco de España frente al poder político y frente a los propios bancos privados. Todavía en los años ochenta y noventa del siglo pasado, los siete banqueros más importantes del país se reunían a hurtadillas en el madrileño edificio de las cariátides, entonces sede del Banco Central y hoy del Instituto Cervantes, para conspirar, en el sentido laico y económico del término, contra el poder político y establecer las reglas de juego del sistema financiero.
Aquellos encuentros —en los que Alfonso Escámez, presidente del Central, ejercía como anfitrión— y tras el fin del franquismo, venían a recuperar de alguna manera los orígenes del capitalismo financiero español, construido en torno a la vieja nobleza arruinada, pero todavía con ascendencia social por su proximidad a la Corona. Claudio Sánchez Albornoz recuerda en alguno de sus libros que cuando, en 1856, los hermanos Pereire —los grandes rivales de la familia Rothschild en España— fundan el Crédito Mobiliario, una institución básica en el primer desarrollo industrial del país, incluyen en el consejo de administración a los duques de Alba y de Rivas, como años después harían las nuevas entidades financieras cuando se crea la banca moderna.
La costumbre perduró durante décadas. Nadie ha representado mejor a la burguesía catalana en Madrid como Cambó, el político regionalista, cuya influencia sobre la Corona fue creciendo en paralelo a la intensidad del autogobierno de Cataluña. Su estela, de hecho, ha llegado hasta nuestros días. El modelo tuvo tanto éxito que incluso en democracia la capacidad de penetración de la burguesía catalana se ha articulado en torno a Convergència i Unió hasta que la coalición nacionalista saltó por los aires. La presión sobre el poder central tiene hoy, incluso, un carácter más territorial que ideológico.
No deja de ser una ironía de la historia que el líder de Unió, Josep Antoni Duran i Lleida, optara por alojarse de forma estable en el Palace durante sus largos años de estancia en Madrid como diputado y portavoz de la coalición. Precisamente, el hotel donde Cambó había celebrado el cónclave contra Santiago Alba, el ministro castellano que quería poner impuestos sobre los beneficios extraordinarios logrados durante la Gran Guerra y que terminó siendo su gran adversario político, aunque en ocasiones también aliado.
Bolívar o Bismarck
Cambó, el carismático líder del catalanismo político, había nacido en Vergés, en el bajo Ampurdán, en el seno de una familia con raíces carlistas, y una de sus mayores aportaciones fue unir los intereses de los empresarios catalanes y vascos frente a Madrid. La otra gran aportación, fallida, fue intentar hacer compatible la autonomía de Cataluña con la unidad de España, lo que le llevó a exclamar a Niceto Alcalá Zamora, posteriormente presidente de la II República, durante un debate parlamentario: “Tiene usted que escoger entre ser Bolívar en Cataluña o Bismarck en España”.
Esa alianza territorial frente a Madrid de los dos polos industriales de España, pese a que Málaga había sido la cuna de la primera industrialización junto con Barcelona, ya se había manifestado en la reunión del hotel Palace. Y, posteriormente, se materializó mediante un pacto de sangre, si se puede hablar así, entre el propio Cambó y Ramón de la Sota, el patriarca de los navieros vizcaínos, también nacionalista moderado.
La alianza de clase entre vascos y catalanes no era ninguna baladronada ni una fanfarronada para ganar influencia en Madrid. Era simplemente la constatación de que el proceso de acumulación iniciado con la Gran Guerra había dado sus frutos y hoy estaban en condiciones de alterar la correlación de fuerzas entre la Corona, un sistema político ciertamente decadente, y una emergente aristocracia económica, como la que había vaticinado Cambó cuando nació la ley bancaria, capaz de mover los cimientos de la economía.
La alianza de clase entre vascos y catalanes, fruto de la acumulación iniciada con la Gran Guerra, les permitió alterar la correlación de fuerzas
Tan solo entre 1916 y 1920, la banca dobló el número de sucursales, mientras que nació una potente industria eléctrica capaz de alumbrar amplias zonas del territorio que no habían conocido otra cosa que la oscuridad. También comenzaron a operar las actividades con motores fabricados por la Hispano-Suiza, fundada en Barcelona por dos empresarios españoles y un ingeniero helvético. Al mismo tiempo, la caída en picado de la importación de hulla a causa de la guerra incrementó los precios interiores, lo que animó a la búsqueda de nuevos yacimientos de carbón para atender la demanda nacional. Los nuevos yacimientos beneficiaron al norte de España en detrimento de la fabril Málaga, que no contaba con las redes de transportes necesarias para llevar el carbón del norte a las siderúrgicas del sur, lo que a la larga provocó su decadencia.
El carbón asturiano, que hasta entonces era poco competitivo, dejó de serlo, y eso explica el nacimiento de compañías como Duro-Felguera, que en pocos años multiplicó por ocho sus beneficios. La agricultura, por su parte, vivió un tiempo de esplendor y la producción creció cerca de un 30% en los años de la Gran Guerra. En buena parte, por el incremento de las exportaciones. Y si a todo eso se le une un mercado interior cerrado a cal y canto, no puede extrañar que aquellos años se hayan considerado claves para el desarrollo económico español, con el nacimiento de una nueva clase emergente con enorme capacidad para influir sobre las decisiones de un Estado débil, burocratizado y con altas dosis de corrupción que todavía no se había recuperado del fin del imperio.
La desgracia fue que ese proceso de acumulación apenas se tradujo en nuevos ingresos para el Estado debido al ineficiente sistema fiscal, lo que en la práctica significó pocas inversiones públicas en aras de mejorar el equipamiento industrial, tecnológico y educativo del país. Los altos niveles de protección condujeron a que la industria algodonera catalana no produjese de acuerdo a su ventaja comparativa y tratase de producir bienes excesivamente sofisticados para las habilidades de su fuerza de trabajo. Básicamente, a causa del mal uso de la tecnología y por la utilización intensiva de capital y trabajo, lo que la hacía menos eficiente que Inglaterra o Francia, pero, aun así, obtenían pingües beneficios gracias a tener reservado el mercado interior. Era, por decirlo de una manera simple, una ineficiencia sufragada por las leyes del Estado.
El gran lobby industrial
Más eficiente era, sin duda, la capacidad de los industriales vascos y catalanes a la hora de influir políticamente en Madrid, y el propio De la Sota se lo agradeció a Cambó organizando un homenaje multitudinario en el elegante Real Club Marítimo del Abra, que acaba de cumplir ciento veinticinco años, donde se reunían —y todavía hoy lo hacen, aunque con menos prestancia económica y política— las fuerzas vivas bilbaínas. Aquel homenaje provocó una respuesta airada de parte de la prensa madrileña, que acusaba a vascos y catalanes de “insolidarios”.
A la cabeza de ellos, el periodista Wenceslao Fernández Flórez, para quien aquel contubernio fue una reunión de “millonarios bilbaínos”. Fernández Flórez, una de las plumas mejor afiladas del periodismo parlamentario de la época, llegó a escribir un artículo denominado “El Arancel”, en el que sostenía con toda la socarronería del mundo que la llamada “industria nacional” no era más que una industria “agarrada a los maternales faldones de las casacas de los ministros. Se cría débil, raquítica, caprichosa y llorona”, y como colofón habla del capitalismo hispano como si se tratara de un niño mimado que no está en condiciones de andar solo sin la ayuda protectora del Estado.
En 1856, cuando los hermanos Pereire —rivales de los Rothschild— fundan el Crédito Mobiliario, fichan a los duques de Alba y de Rivas
Se había cumplido una vez más lo que es una constante en la historia de España: los sucesivos gobiernos, unos más y otros menos, dependiendo del momento histórico, caían prisioneros de los grupos de presión, renunciando a defender los intereses generales del país. No solo se beneficiaba a las empresas con capacidad de influencia, en lo que hoy se llamarían los poderes públicos, sino que además se expulsaba del mercado a nuevos operadores que hubieran podido modernizar la economía del país, además de ofrecer bienes y servicios a mejor precio.
Uno de los casos más emblemáticos, y que revela la forma de operar de los grupos de presión, se produjo durante la dictadura de Primo de Rivera, respaldada inicialmente sin ambages por la burguesía bilbaína para aprovechar la nueva situación política en favor de sus intereses. En septiembre de 1923, un grupo de empresarios vascos, capitaneados por los patrones del Bilbao y del Banco de Vizcaya, había acudido a ver al dictador para pedirle que las contratas de obras públicas, históricamente una de las fuentes de corrupción, se hicieran a favor de las industrias nacionales.
Meses después, sin embargo, el Directorio anunció que el capital extranjero le había hecho llegar su interés por invertir en España en sectores esenciales para el Estado, en particular el ferrocarril —líneas Madrid-Valencia y Santander-Mediterráneo—, y en la floreciente industria hidroeléctrica. Aquello debió resultar demasiado para la burguesía vasca y catalana y fruto de ello nació la Federación de Industrias Nacionales, con el objetivo declarado de impedir que el capital extranjero tratara a España como si fuera una “colonia”.
Entre sus impulsores: el duque del Infantado, los marqueses de Comillas, el de Urquijo, los vascos De la Sota y Horacio Echevarrieta o César de la Mora, emparentado con los Gamazo. La Federación logró algunos hitos importantes, en particular protegiendo a la industria siderúrgica y ferroviaria. Asimismo, logró jugosos beneficios con la creación de la Sociedad Constructora de Obras Públicas, que fue el eje fundamental de la política económica del Directorio.
Cruce de intereses
El industrial vizcaíno Ramón de la Sota, propietario del histórico astillero Euskalduna, fue uno de los más beneficiados. Quedaba clara la debilidad del Estado frente a poderosas élites económicas que rechazaban, además de toda reforma fiscal en profundidad, la apertura del país al capital extranjero por miedo a perder sus privilegios. Algo que puede explicar que muchos hayan hablado de un capitalismo estamental para explicar los años de atraso económico. Aquel artículo periodístico de Fernández Flórez es particularmente importante porque alza la voz contra el cruce de intereses entre la banca, la industria y el poder político, que en última instancia llegó a convertirse en un pacto de honor a través del instrumento más clásico del proteccionismo: el arancel, que históricamente ha sido la principal barrera de entrada al mercado interior.
El llamado Arancel Cambó, aprobado en 1922, estaba ya muy avanzado por los funcionarios de Hacienda cuando Antonio Maura encargó al líder del catalanismo conservador llevar las riendas del ministerio por insistencia del rey. Y en contra de lo que suele creerse, no fue únicamente un instrumento para salvar a la industria nacional, dejando en clara desventaja a la agricultura, donde los intereses de las élites eran menores, salvo en Castilla por la influencia de Germán Gamazo, sino una forma de competir con el neoproteccionismo en Europa, y que en el periodo de entreguerras nunca dejó de crecer. También por parte de países con larga tradición liberal, como Estados Unidos o Inglaterra, como el propio Cambó recordó en la intervención que tuvo en el Congreso para defender su arancel: “Saben muchos señores diputados lo que acaba de hacer Inglaterra, país que no acostumbraba a acudir a tales procedimientos, para fomentar la exportación de su siderurgia y de su industria textil —les dijo Cambó—: dumping, que es algo que se produce en todas partes, y es preciso que el Gobierno español esté autorizado […] para poder acudir a la defensa de la producción nacional”.
Cánovas del Castillo, el gran referente del conservadurismo español, siempre con su sentido de Estado, ya lo había manifestado sin tapujos en un opúsculo anterior, que con toda franqueza tituló: “De cómo he venido yo a ser doctrinalmente proteccionista“, donde recogía una frase del francés Michel Chevalier, antiguo sansimoniano, quien solía cortar las conversaciones sobre librecambismo con una frase redonda: —”Caballero, no dejaré de ser nunca proteccionista porque soy patriota”. A partir de este argumento, lo relevante era acceder a los entresijos del poder político, aunque con una particularidad. Los intereses de los patrones vascos y catalanes chocaban entre sí en ocasiones, y de ahí nació una competencia, a veces muy agria, por atraerse a Madrid, donde en definitiva estaba el poder de cambiar las leyes o dejarlas como estuvieran. La corte, de alguna manera, actuaba de árbitro entre unos y otros.
Obviamente, en función de la capacidad de presión de los distintos intereses empresariales, que obviamente fue cambiando con el tiempo. Una de esas ocasiones se produjo tras el nombramiento del inquieto Cambó como ministro de Hacienda. Desde allí, y a la vista de lo que observaba sobre la situación de las cuentas públicas, intentó establecer una contribución sobre los beneficios —ironías del destino que necesariamente le debieron recordar a lo que sucedió en el hotel Palace unos años antes— que pagarían las diputaciones vascas, que lo consideraron un ataque contra el Concierto, rescatado, precisamente, por un conservador, Antonio Cánovas del Castillo, tras la última guerra carlista, en aras de atraerse a la floreciente burguesía vizcaína y de consolidar la monarquía.
Inglaterra había sido el primer país del mundo que había arrumbado los aranceles en el marco, paradójicamente, de la revolución conservadora, que es la que introdujo lo que hoy llamamos impuestos sobre la renta, y que permitía al Estado recaudar y, al mismo tiempo, poder exportar, lo que favorecía al país. Es decir, se cambiaba un ingreso por otro, que es lo que de alguna manera pretendía el líder catalanista. No lo consiguió. Las arcas públicas seguirían tiritando.
Fuente El Confidencial