Hubo un tiempo, aunque hoy suene extraño, en que los informes del Banco de España movían los cimientos del Estado. No es que ahora sean irrelevantes, al contrario, pero en los ochenta y noventa el banco central no solo era el regulador, sino que también decidía la política monetaria y, en general, era el instrumento más útil de los gobiernos (por entonces, no había autonomía del emisor, hasta el 94) para disciplinar al sector público. Es decir, era la herramienta y hasta el soporte intelectual necesario para hacer políticas de ajuste.
Los gobernadores Mariano Rubio y Luis Ángel Rojo, y tiempo después también Jaime Caruana, eran la imagen de aquella época, pero detrás de ellos había un potente servicio de estudios —de largo, el mejor y más dotado de España— que por entonces dirigía, hay quien dice que con mano de hierro, el economista José Luis Malo de Molina (Santa Cruz de Tenerife), quien falleció este miércoles a los 73 años de edad.
Conocí a Malo de Molina en la segunda mitad de los años setenta, cuando era un joven profesor (profesor no numerario —PNN— que se dcía entonces) que en aquella época militaba en el PCE. Malo de Molina, sin embargo, nunca fue un comunista al uso, sino que en el Comité Universitario representaba una izquierda moderna y obsesionada con que España entrara en la CEE y que fuera capaz de dejar atrás su incuestionable atraso histórico. Muchos no entendieron que con esa procedencia ideológica Malo acabara defendiendo, ya en el Banco de España, la sobriedad y, por supuesto, el rigor económico. Y eso es, precisamente, lo que hizo como lugarteniente de Luis Ángel Rojo, sin duda el economista que más ha influido en la generación de Felipe González y de los socialistas que alcanzaron el poder en 1982 con su visión de la macroeconomía.
La gran obra de Malo de Molina fue convertir el servicio de estudios del Banco de España en un gran referente y, sobre todo, creíble —algo que no era fácil—, gracias a su enorme capacidad analítica. Por ejemplo, impulsando la Central de Balances, que es su gran obra, o la Encuesta Financiera de las Familias, un fino instrumento de análisis que es una de las joyas que esconde el Banco de España (no solo son suyas obras maestras de Goya o Zuloaga). Se trataba, aunque hoy parezca raro, de una obra ingente en una institución obsoleta prácticamente desde que la creó el francés Cabarrús, un ilustrado que hubiera estado encantado de haber conocido a Malo de Molina.
Y es que el economista recién fallecido, de carácter un tanto seco, pero que sabía escuchar como nadie, representaba la mejor España reformista con clara voluntad de modernización, probablemente adquirida en aquellos locos años setenta de la Facultad de Económicas, donde el suspiro más profundo siempre era el mismo: liquidar la dictadura, a lo que el economista dedicó buena parte de su vida. Pero no de una forma activista, aunque también, sino con aportaciones intelectuales que no olvidarán los miembros de aquel servicio de estudios de leyenda. Hoy, el servicio de estudios, llamado ahora de una forma más tecnocrática, también lo es, pero en aquel tiempo no era fácil decir las verdades del barquero a los banqueros y, en general, a la opinión pública. Por razones obvias, siempre reticente a aceptar políticas de ajuste.
Malo de Molina abandonó la jefatura del servicio de estudios del Banco de España en 2015, tras tomar las riendas en 1992. Nada menos que casi un cuarto de siglo. Desde 1998 hasta su salida de la institución, compaginó el cargo como miembro alterno al gobernador en el Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo. Su sustituto en el servicio de estudios fue, precisamente, Pablo Hernández de Cos, actual gobernador de la institución. Nunca perdió su inquietud intelectual y de manera un tanto frecuente publicaba artículos en El Confidencial. Este fue su último trabajo sobre los costes del despido.
Malo de Molina, discípulo del exgobernador Luis Ángel Rojo, pasó entonces a ser asesor para Asuntos Monetarios y Financieros Europeos en la Representación Permanente de España ante la Unión Europea, con sede en Bruselas.
El economista, como se ha dicho, siempre perteneció a la escuela que tuteló el gobernador Rojo en los años sesenta y setenta, cuando era catedrático de universidad. Ese perfil de la escuela keynesiana es el que rigió en el servicio de estudios del banco central prácticamente desde que el propio Rojo fue nombrado director en tiempos del gobernador Mariano Rubio. A su muerte cambiaron muchas cosas.
Muchos de los economistas del Banco de España, de hecho, acabaron ocupando puestos de dirección en los distintos gobiernos de Felipe González, a quien unía una estrecha amistad con Ángel Rubio.
Con Malo de Molina al frente, el servicio de estudios del banco central —el más potente de los que existen en España— alcanzó una gran dosis de influencia respecto de todos los gobiernos. Incluidos los conservadores. De hecho, se mantuvo en el cargo con Jaime Caruana, primer gobernador del Banco de España elegido por el Gobierno del Partido Popular. Y es que su peso era oro en una vieja institución que tardó decenios en modernizarse. Juan Sardá, a finales de los años cincuenta, lo intentó y en buena medida lo consiguió, ahí está el Plan de Estabilización del 59, pero el franquismo ahogó muchas de esas esperanzas hasta que llegó la generación de Malo de Molina. Desde entonces, todo ha cambiado. No es poca cosa. Hoy, el Banco de España es una institución, habría que decir, reinventada.
Hubo un tiempo, aunque hoy suene extraño, en que los informes del Banco de España movían los cimientos del Estado. No es que ahora sean irrelevantes, al contrario, pero en los ochenta y noventa el banco central no solo era el regulador, sino que también decidía la política monetaria y, en general, era el instrumento más útil de los gobiernos (por entonces, no había autonomía del emisor, hasta el 94) para disciplinar al sector público. Es decir, era la herramienta y hasta el soporte intelectual necesario para hacer políticas de ajuste.
Fuente El Confidencial