Por Nicolás J. Portino González
En una Argentina política que palpita entre el estancamiento ideológico y la renovación urgente, las recientes palabras de Malena Galmarini, resuenan con un eco particularmente estridente. Durante una entrevista con Clemente Cancela y Diego Della Sala, Malena “Canapé de polenta” Galmarini, quien parece disfrutar su evidente falta de refinamiento, lanzó una frase que no tardó en encender controversias: “Si vienen a comerme el churrasco a casa y después votan en contra no va…”
Esta declaración no solo destapó la caja de los truenos en redes sociales y medios, sino que también se interpretó como una representación casi caricaturesca de la doctrina clientelar peronista, aquí rebajada a una versión particularmente vulgar pero real. ¿Es posible que Galmarini realmente espere comprar votos con bifes y encuentros casuales, pretendiendo asegurarse la lealtad política mediante la gastronomía?
Las reacciones no se hicieron esperar. Desde la sobremesa de un restaurante cercano al Aeroparque, un grupo de auto-denominados “peronizadores” rumiaba sobre el “lapsus” de Malena: “Pobre Malena. Se ve que el cloro de Aysa se le metió en la cabecita…” La crítica punzante sugiere que Galmarini ya debiera preocuparse más por las estrategias de patio de comidas que por las políticas de Estado.
Esta manera de vincular la hospitalidad doméstica con las expectativas políticas ha despertado una alarma ética, especialmente entre los jóvenes, quienes perciben en estas actitudes una rémora de la vieja política que parece no comprender la transparencia demandada en la era de la información instantánea. En una época donde cada palabra y cada promesa pueden ser verificadas casi en tiempo real, los intentos de Galmarini de intercambiar churrasco por votos se ven no solo como un acto de impunidad, sino como una estupidez hacia lo ilegal, al sugerir que el apoyo político podría y debería ser alimentado por beneficios tangibles.
Mientras tanto, la pareja Massa/Galmarini parece navegar en un mar proceloso de errores autoinfligidos y percepciones públicas decrecientes. Cada declaración parece cavar más profundo el pozo de su relevancia política, a menudo sin darse cuenta del todo, y mucho menos aceptarlo.
En esta danza de declaraciones y reacciones, queda claro que los personajes como los Massa/Galmarini han perdido el protagonismo, víctimas de sus propias palabras y de un electorado cada vez más informado y menos dispuesto a aceptar el intercambio de favores por votos. A medida que se esfuman los ecos de su doctrina, se plantea una pregunta necesaria: ¿estamos presenciando el crepúsculo de una era de política transaccional en Argentina?
Para pensar.