LA HABANA, Cuba. – Soy un obseso, uno de esos locos a los que los médicos recomiendan amarrar a una de las cuatro patas de la cama. Soy un hombre obsesionado con la luz, un hombre que sueña con la luz. Soy un hombre que busca la luz y para ello cierra los ojos. Solo con los ojos muy cerrados consigo suponer esa luz que busco, y es entonces que le hago reverencias, le dedico un sinfín de carantoñas.
Yo puedo suponer la luz con los ojos muy apretados. Yo aprieto los párpados para no tener que enfrentar la oscuridad, la realidad de la oscuridad. Soy un hombre que ve la luz cuando cierra los ojos. Aprieto los párpados con inusitada intrepidez. Y solo con los ojos muy bien cerrados puedo evadir la realidad que me castiga y ver la luz, y suponer la luz, y representar la luz, soñarla.
La vida con los ojos abiertos me resulta demasiado oscura, y no es eso lo que quiero para mí. Soy un zombi. Desde hace meses me levanto a oscuras en la madrugada y camino a tientas sin que consiga identificar con destreza los espacios. Camino con la diestra recorriendo las paredes, identificando esos interpuestos que de no reconocerlos podrían tirarme al suelo.
Camino a oscuras de noche para abrir el refrigerador y la nevera. Abro esas puertas para reconocer, y con la punta de los dedos, la temperatura de esos alimentos que allí pongo a buen resguardo. La nevera y el refrigerador son las esencias más preciadas de mi casa, mucho más que la computadora y la televisión, más que la cama y los muchos libros que siempre tengo sobre ella. En la nevera está el pollo que tan caro me costó. En la nevera, en el refrigerador, también está lo que sobró y no debo poner en la basura porque con eso puedo almorzar y guardar de nuevo para tragarlo en la noche o al día siguiente.
En la nevera están todos lo dólares que pagué para tenerla, y que podría perder en alguno de esos apagones. Todo se pone en riesgo con los apagones, y eso me aterra. Con el apagón me pongo muy vulgar, como ahora mismo que no me canso de gritar los más escalofriantes improperios porque noté que se hizo tenue el brillo de la computadora, porque también se detuvieron las aspas del ventilador que me acompaña en la escritura de estas líneas. Ahora entró un poco de agua, pero sin corriente eléctrica será imposible encender la turbina para subirla al tanque elevado que está vacío, más que seco.
La luz de la PC dejó de arder en mis ojos. La luz de la PC se hizo tenue y el ventilador dejó en pausa el movimiento que hasta entonces tuvo. Ahora me acosarán los sudores, la impotencia de no poder hacer alguna cosa que haga girar las aspas del ventilador.
El refrigerador y la nevera irán perdiendo el frío, y yo aquí, con los ojos casi pegados a la poca luz que sale de mi computadora. Ahora tendré que volver a la nevera, al refrigerador para hurgar en sus deshielos, en las temperaturas que dejan de ser todo lo fría que debieran. Este apagón también me hará pensar.
Un apagón fue también culpable de esa colisión del dedo contra la pared. Mucho he caminado ya a oscuras, pero en esas oscuridades se pierden también las experiencias anteriores, los nuevos aprendizajes. La oscuridad es un asunto demasiado serio, tan serio como el insomnio piñeriano. El apagón duele y también ahoga.
He caminado tanto a oscuras que al parecer la luz me desorienta. Llevo días durmiendo bajo la luna, tirado con mi perro en el balcón, como dos animales que se quieren mucho. Por el calor, y porque no consigo identificar los interpuestos, me confundo tanto que me cuesta reconocer esos espacios de mi casa y los objetos que acogen esos espacios.
Así deambulo, sofocado, trastabillando, lo mismo a oscuras que con luz. Tanta es la desorientación que ya no distingo las diferencias entre una habitación apagada y otra encendida. La tantísima ansiedad hace que se difuminen los entornos, y más en esas noches en las que camino a ciegas para constatar el buen estado de la comida “guardada” en un aparato que dejó de recibir corriente eléctrica.
Camino buscando las señales que me ofrecerá esa comida que guardo con cuidado en aparatos de refrigeración, aun cuando están quietos, aunque no reciban corriente eléctrica, y choco una y otra vez. Hace mucho tiempo que no duermo tranquilo. No me deja dormir el calor, no me deja dormir la posibilidad de que toda la comida que comprara a precios exultantes, insultantes, se pierda, de que todo se pudra, se descomponga, que mi refrigerador, que mi nevera, y yo, terminemos siendo un pudridero enorme.
Ya casi ni duermo, el calor no me deja, no me deja el cuerpo empapado en sudor. Me levanto muchas veces para recorrer el camino idéntico; siempre lo mismo, siempre termino delante del refrigerador y de la nevera, y cada vez tanteando lo que antes guardara en el interior de esos aparatos. Cualquier indicio de descongelación me aterra, me arrebata.
Siempre hurgando en la congelación que se deshace por la falta de electricidad. Siempre que toco lo guardado, siempre que constato su estado, chillo unos versos de mi amigo Sigfredo Ariel, sobre todo ese verso que repite: “La luz, bróder, la luz”. Pero la luz no llega cuando la reclamo.
Estoy cansado de implorar a Mitra, a ese viejo espíritu de la luz, pero él no me hace caso. Yo quiero luz, quiero vivir en medio de esa naturaleza incorpórea, que me rodee sin reparos. Yo quiero esa luz que es la esencia y la naturaleza de las cosas. Yo quiero que también me acompañe esa otra luz que es una metáfora. Yo quiero que la luz se haga en Cuba para siempre.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org