Tenemos más perros que niños, aunque uno no termina de entender por qué. Este viernes, San Antón bendecía en la calle Hortaleza de Madrid a los miles de canes y animales de otras muchas especies, que se acercaron para conseguir el milagrito de su agua bendita. Una de las personas que acudieron comentaba que su chihuahua sufría de tiroides y depresión. El pobre animal ya no estaba ni de lejos tan contento como acostumbraba. ¿Y cuántos años tiene? Catorce, contestaba la compungida dueña. Me recordó el día en el que falleció al abuelo de un amigo. Le llamé para darle el pésame. Le pregunté por la causa de su muerte, pero él insistía en explicarme lo bien que estaba el padre de su padre antes de la fatal noticia. Me dijo que la semana anterior estuvieron jugando al golf, que era increíble lo bien que caminaba, alegre, activo, y lo poco que se esperaban en la familia el fatal desenlace. Después de una conversación de diez minutos en la que continuaba en la sorpresa que supuso para todos en casa, el final de sus días, por fin me reveló la edad de su abuelo. Tenía ciento dos años. Hombre, Juan, ciento dos años es buena edad para morirse. Pues nos ha cogido a todos por sorpresa, me contestó. Es curioso el modo en el que nos imaginamos una forma de vivir ajena a la naturaleza. Lo que de verdad era un milagro es que el abuelo de Juan pudiera jugar al golf con ciento dos años. Pero para ellos fue todo incomprensible. Entonces me recordó lo extraños que podemos llegar a ser como personas. Imagino con precaución que, dentro de cinco o diez años, las residencias de ancianos estarán llenas de canes pidiendo visita para ver a sus dueños. Visualizo perfectamente un cajero con un pastor alemán de pie cobrando la pensión de su amigo inseparable porque éste ya no puede bajar a hacer la compra. Una ciudad en la que haremos cola en el supermercado con galgos y labradores, mientras la cajera del súper les pregunta si quieren una o dos bolsas.Noticia Relacionada Bajo cielo estandar Si Un domingo cualquiera Alfonso J. Ussía Es muy probable que el mejor regalo de esta noche sea acordarse de alguien a quien regalarle un trozo de ustedes mismos. Cierren el periódico y aprovechen la oportunidadMe preocupa sobremanera si los Jack Russel Terrier cotizarán por nuestras pensiones o si será cosa de Yorkis, así tan pequeños y tan monos que obtendrán con su carita de pena el jurdó de nuestra necesidad futura. Lagartos, gallos (de pelea como los de los Fernández), iguanas o gatos, tan felinos ellos que seguro serán los que sostengan nuestro sistema a largo plazo. Siempre hemos vivido equivocados. Ese será el motivo por el que Madrid se conocerá como la ciudad de los gatos. Porque será cosa de ellos, de los callejeros y de los siameses, de quienes dependerá un futuro en el que no se tienen hijos por pereza y porque para tener que recoger excrementos, mejor los de un animal que los de tu propia descendencia. En Madrid hay más de 400.000 mascotas mientras que niños, niñas y ‘niñes’, suman un total de 320.000. Estos datos son del INE de hace algunos años, con lo que imagino que ahora habrá menos niños, niñas y ‘niñes’, y más mascotas. Así que, queridos lectores, nuestro futuro está irremediablemente relacionado a que los enseñemos a cotizar. A los animales, claro. Que San Antón sea el patrono de los animales es cosa de leyenda , ya que en su vida estuvo relacionado con ellos.Fue un rico heredero que, al quedar huérfano, donó toda su riqueza a los pobres y se retiró a Egipto para tener una vida contemplativa y austera. Años después se comenzó a animalizar su historia. Mientras que algunos extendieron que San Antón había curado a una cerda salvaje y a sus crías, otros, como San Jerónimo, decían que un cuervo hizo de camarero cuando San Pablo, el ermitaño, y el bueno de Antón se conocieron. No sólo eso, sino que cuando murió Pablo, cavaron una tumba digna San Antón y dos leones que no dejaron de utilizar la pala hasta que el sepelio se consumó. Hoy es una profesión de riesgo criticar a los perros y gatos de una ciudad. Que se lo digan a Arcadi Espada. Pero también se trata de un reflejo que demuestra el modo en el que, en la ciudad, las personas se van volviendo cada vez más sorprendentes. Por supuesto, en modo irónico. Pasé el viernes por la calle Hortaleza para ver exactamente cómo se cocía el asunto de las bendiciones. Me dieron ganas de que me bendijeran a mí también, pero, para eso hace falta ser perro, gato, iguana o canario. En la ciudad ya no hay sitio para niños.
Fuente ABC