En Bielorrusia se está gestando de forma progresiva un escenario híbrido de ocupación por parte de Rusia. Durante la reunión mantenida en septiembre, en Sochi, el líder del Kremlin declaró sin dilaciones su apoyo a la estrategia de Lukashenko con el fin de enmendar la Constitución de Bielorrusia. Según el plan del Kremlin, el parlamento bielorruso debería tener más poderes, aunque eso sí, la maquinaria represiva permanecería en manos de Lukashenko, quien deberá seguir obedeciendo al pie de la letra las instrucciones dadas por Putin.
El dictador del Kremlin de la mano del líder bielorruso Lukashenko, está creando en realidad, parte de lo que se denomina “El Estado de la Unión” (unión de Rusia y Bielorrusia), Estados con una democracia ficticia, donde quienes realmente dictan las reglas son las fuerzas armadas. En la historia mundial, los resultados de esos experimentos dictatoriales siempre han acabado con la devastación y el caos de los países, así como el posterior castigo enérgico del tirano.
Es precisamente de la mano de Putin que Bielorrusia se está convirtiendo en una república dominada por una dictadura militar. Lukashenko sigue siendo nominalmente un presidente no reconocido, y todos los procesos podrían estar dirigidos por los militares siguiendo órdenes estrictas del Kremlin. Durante mucho tiempo Lukashenko le cedió a Rusia el territorio de su país para que llevaran a cabo las maniobras militares más grandes que se realizaron desde la época soviética.
Desde hace muchos años, Putin se considera a sí mismo como un elegido que vino al mundo para cumplir con una misión especial, una misión que no consiste tanto en el vuelta de la Unión Soviética como en la restauración de un centro geopolítico de poder en la geografía de la ex Unión Soviética. La otra cara de la misión consiste en vengarse de la desaparición de la Unión Soviética, y en definitiva vengarse de Occidente. En caso de un mayor deterioro de las relaciones con Occidente, Rusia podría atreverse a aislar a los estados bálticos de sus aliados de la OTAN ocupando el llamado “corredor o brecha de Suwalki”, por ejemplo, con el pretexto de proteger su enclave en medio del continente europeo, de la región de Kaliningrado.
La Federación Rusa constantemente está brindando apoyo a los regímenes autoritarios. Al mismo tiempo, no todos los dictadores fueron al principio aliados incondicionales de Moscú. Así, el presidente sirio Bashar al-Assad, como Lukashenko en su momento, también bascularon entre el mundo occidental y países con regímenes autoritarios. Pero tan pronto como el primero lograra mantenerse en el poder durante la denominada “Primavera Árabe” (a diferencia de los líderes de Egipto – Hosni Mubarak – y de Libia – Muamar el Gadafi), y comenzó a luchar contra su propio pueblo, Moscú no dudó en apoyarlo de forma inmediata, probando en Siria métodos híbridos para combatir las revoluciones de colores, que incluyen no solo la represión violenta de las protestas, sino también una mayor represión contra su pueblo, la tortura de opositores políticos, el bombardeo de asentamientos poblacionales, el uso de armas químicas, y un largo etc.
La legitimidad de Lukashenko y Assad es una garantía de la propia legitimidad de Putin. El principal objetivo del líder ruso consiste en derrotar las revoluciones democráticas en el mundo y prevenir que una revuelta de ese tipo pueda suscitarse en Rusia, y así, asegurarse que el modelo de su régimen permanezca en el poder ilimitadamente. Por eso es importante para el Kremlin que Assad permanezca en su cargo y Lukashenko pueda vencer la revolución de color en Bielorrusia. Al Kremlin no le importa cuánto pueda ello costarle a los propios dictadores. Ya sea que ello acabe en una catástrofe humanitaria, el asesinato en masa de sus ciudadanos o el colapso económico total de los países.
La Federación Rusa no sólo ha alimentado protestas en Bielorrusia para demostrarle a Lukashenko cuál es su verdadero lugar, y llevar a cabo su propia “Anschluss” o anexión del país vecino, sino también para mostrar al mundo cómo las “revoluciones de color” pueden fracasar y pueden ser derrotadas. Después de Siria y Bielorrusia, Moscú buscará sin cesar escenarios en todo el mundo para probar su “vacuna” contra las revoluciones de color. La “vacuna” de Putin contra la victoria de las revoluciones democráticas consiste en la creación de un caos controlado, que es el entorno más fácil para tomar decisiones favorables al Kremlin.
Hoy, Bielorrusia es un Estado con una soberanía internacional limitada. Toda su economía se basa en el apoyo prestado por Moscú. Mientras Putin siga financiando a Bielorrusia (mediante la ayuda a las fuerzas de seguridad), Lukashenko podrá seguir sintiéndose con más poder que un representante de cualquier entidad administrativa federal Rusa. Habiendo tenido prohibido ingresar a la mayoría de las democracias durante la mayor parte de su mandato (a excepción de los viajes realizados a Austria y Ucrania), Lukashenko visita regularmente las regiones rusas (especialmente del Lejano Oriente), como si intentara asumir el papel de futuro líder de esos territorios. Sin embargo, dada la protesta en curso en las regiones (especialmente en el Krai de Jabárovsk) a causa de la insatisfacción con la política interna de Moscú, visitas de figuras tan ambiguas como la de Lukashenko claramente podría causar un daño significativo al Kremlin.
Al coquetear con Occidente, Lukashenko trató de chantajear a Moscú para que Rusia otorgara aún más asistencia financiera a Minsk, otorgando importantes ventajas comerciales, etc. Y tan pronto como Putin aceptó sus términos, Lukashenko nuevamente se “olvidó” de todas sus maniobras con Occidente. Los acontecimientos de los últimos meses han demostrado que Lukashenko no tiene otra posibilidad que jurar finalmente su lealtad incondicional a Vladimir Putin.
La Bielorrusia de Lukashenko desde hace mucho tiempo no se ha integrado en el sistema de relaciones internacionales. La ilegitimidad de Lukashenko comenzó desde el momento mismo cuando disolvió el parlamento en 1994. El nuevo parlamento por él conformado no fue considerado legítimo por la comunidad internacional. Sólo se limitó a ser reconocido por los diputados de la Duma rusa. Obviamente, no era el reconocimiento internacional lo más importante para Lukashenko, sino el apoyo del Kremlin.
Para autócratas como Lukashenko, cualquier tipo de apoyo externo equivale a una injerencia en los asuntos internos. Cuando el presidente de Bielorrusia enfrentó el mayor desafío para su gobierno de los últimos 26 años, inmediatamente encontró una única explicación para ello: se trata de una intervención ilegítima de occidente. Antes de estos eventos, Lukashenko se veía así mismo, absolutamente de otra forma. No como una persona que estaba separada o aislada de la realidad en busca de al menos algún apoyo externo, sino que por el contrario, parecía el dueño de la situación. Era el autócrata más estable de Europa, incluso más estable que el mismo presidente de Rusia, Vladimir Putin.
En lo que respecta a las relaciones con el Kremlin, a lo largo del año pasado, Lukashenko ha tratado de hacer trampa y responder con más de un ultimátum. Alexander Grigoryevich, en verdad, es una persona molesta para Putin. Por tanto, éste último intentará hacerlo a un lado a la primera oportunidad que se le presente. Sólo en este período difícil para el régimen de Lukashenko, el Kremlin brindó su “mano amiga”, ya que un cambio de liderazgo en estos momentos en Bielorrusia podría ser el comienzo de un cambio de gobierno para la propia Rusia. Eso sí, Lukashenko ya no discutirá con Putin, incluso a pesar de la obsesión del “Papá o Padre” – como es conocido el líder bielorruso -, por el poder. Por lo tanto, estamos frente a un dictador interesado en otro dictador, incluso a pesar de la hostilidad que existe entre ambos.
Putin no se atreverá a anexionar a Bielorrusia de inmediato, para no tener una provincia rebelde, desde donde la revuelta podría extenderse a Rusia. Pero al mismo tiempo, el Kremlin cree en la perspectiva real de integración entre Rusia y Bielorrusia, en este caso solo si Lukashenko se marcha. Mientras Lukashenko se mantenga en el poder, saboteará y retrasará el proceso de integración, ya que el líder bielorruso teme perder su influencia financiera y política. Después de todo, la integración en el escenario de Putin implica la transferencia de gran parte del poder a organismos supranacionales, y el actual presidente bielorruso aún no está preparado para eso.
Putin está interesado en que el gobierno formal de Lukashenko dure todo el tiempo que sea necesario para el Kremlin. Rusia insistirá en garantizar la seguridad del líder bielorruso. No permitirá que el pueblo bielorruso cambie a su máximo mandatario, porque esto sería un precedente muy peligroso para la propia Rusia. En Rusia, ni los resultados de las investigaciones contra la corrupción llevada a cabo por la Fundación Anticorrupción (FBK), ni la votación ilegal a favor de la Constitución rusa provocaron protestas, como las que se suscitaron después del arresto del gobernador del Krai de Jabárovsk, Serguéi Furgal. La actividad de protesta está directamente relacionada con un sentimiento masivo de injusticia. Es por ello que, los “resultados” anunciados en las elecciones presidenciales en Bielorrusia se convirtieron en un catalizador del descontento, que también podría extenderse a Rusia durante las próximas elecciones.
Con la ayuda de Lukashenko, el Kremlin pretende que los pacíficos ciudadanos bielorrusos utilicen la fuerza para sofocar por completo la protesta. Y si resulta que Lukashenko no lograra detener la protesta, entonces los militantes rusos disfrazados de oficiales de policía o soldados bielorrusos (incluidos los llamados “hombres de verde”) podrían pasar a la acción.
Entre otros posibles escenarios que baraja el Kremlin se incluyen: provocar protestas bajo banderas extranjeras. En particular, haciéndose pasar por “miembros de la OTAN” o “ucranianos” (como sucedió con los “Wagnerianos”). La detención de los milicianos del grupo Wagner fue una operación del FSB mediante la utilización de la bandera de los servicios especiales ucranianos. El grupo de milicianos rusos arrestados por los servicios especiales bielorrusos cerca de Minsk a fines de julio era solo uno de los varios que operan en Bielorrusia. Se suponía que debían utilizarse para provocar conflictos, y para formar parte en los disturbios que ideaba el Kremlin para después de las elecciones presidenciales.
Hoy se está produciendo la “cristalización” del pueblo bielorruso, y con el fin de convertirlo en militante de Rusia, el Kremlin necesita brindar “asistencia fraternal” con la introducción de tropas y la supresión de las protestas. Cualquier protesta simboliza un cambio democrático en el país. El pueblo bielorruso ya lo ha demostrado. Al mismo tiempo, los modales imperiales de Putin no pueden permitir que otro país democrático emerja en el espacio postsoviético. Si no se sofoca, puede ir aún más lejos. Tanto como la comunidad internacional lo permita. Es por eso que hoy la comunidad mundial necesita prestar una especial atención no al régimen de Lukashenko, sino a Putin, quien a través de sus “préstamos” y gas barato ha logrado crear tal régimen. No es Lukashenko, sino el mismo Putin quien hoy cumple el rol de “actor” principal.