Hasta ahora teníamos apenas la “sinfonía del sentimiento”, descripción con la cual Leonardo Favio quiso ponerle poesía a la prosa del peronismo. Es difícil que los plumíferos de política hagan aportes a la retórica del oficio. El esfuerzo más destacado de estas horas es el hallazgo que hicieron para el discurso presidencial: la unidad sinfónica. La empleó Alberto Fernández para reclamar que el oficialismo huya de los fantasmas de división que acosan el peronismo desde que existe.
Cuanto más diversos seamos, vino a decir para extrañeza de los hermeneutas, más unidos estaremos. Una apuesta fuerte por la irracionalidad. Y por la utopía, porque una sinfonía requiere un director y una partitura, y al peronismo de la trifecta le falta un líder que concilie las contradicciones de programa entre Olivos, el massismo y el Instituto Patria. Es una tentación – que es mejor evitar por la solemnidad de la ocasión – no avanzar en hipótesis sobre géneros musicales (jamás incurriremos en citar el inolvidable cumbión de los Wawancó y la réplica de Mike Laure sobre si la banda estaba borracha o no).
Esa vocación sinfónica no la extendió Alberto hacia afuera del peronismo. Se quejó de los medios, de la oposición, de las campañas antivacunas, de los jueces. Como si no le gustase el país que le tocó gobernar. Una de las claves del acierto en política es que te guste el tiempo y el lugar que te tocó vivir. De otro modo todo se te hace muy difícil, y vas a querer hacer una revolución. Pero eso exige otras herramientas que Alberto ni el peronismo tienen. Tampoco explicó por qué el Gobierno ignoró a la oposición en la constitución del Consejo Económico y Social, el único pergeño de llamado al consenso de su gobierno.
Alberto Fernández llega al Congreso y saluda a Cristina Kirchner en la apertura de sesiones ordinarias.
La oposición ayudó cuando Martín Guzmán pidió hace un año las leyes de emergencia y endeudamiento y se han pasado el año reclamando que los llamen.
Todo explicable en esta intervención a reglamento ante el Congreso, sin muchas ganas de sorprender a nadie con una oferta de pirotecnia de baja intensidad. El discurso de un político es:
1) un contradiscurso, es decir un acto verbal que busca la contradicción con los adversarios y son una respuesta a un discurso previo. Este ángulo, que aporta la semiótica moderna, bastaría para derogar la norma que obliga a los presidentes a dar discursos como el de hoy. Esa obligación constitucional es una antigualla que expresa un mundo que ya no existe, en el cual los discursos y los informas cumplían otra función.
2) una apelación a los seguidores. Nadie puede creen en serio que un discurso político convenza a un adversario. La función, en todo caso, es aferrar la unidad, confirmar consignas, remachar lo que los une, y cerrar cualquier posibilidad de disidencia que, como teme el peronismo, reabra divisiones. Lo resumió en condena de los “endeudamientos, desregulaciones o aperturas” – síntesis de la agenda macrista.
Tampoco es fácil despegar en los discursos formales la retórica de la pretensiones de quien los profiere. ¿Por qué uno tomaría ese discurso más en serio que el propio presidente? Sería esfuerzo exagerado cuando Alberto insiste en confirmar los prejuicios que lo amenazan y lo disminuyen en la opinión. Le cuesta despegarse de la leyenda de que es un hombre de paja de Cristina, y que ella le reclama una agenda judicial que disipe las amenazas que la comprometen a ella y a ex funcionarios de su gestión. Le dedicó a la Justicia ese asunto casi tanto espacio que a la peste.
Tras el discurso del Presidente, circuló un llamado a un cacerolazo.
La desgracia de todo político es que lo juzguen no por lo que hace sino por lo que es, que es lo que los otros creen que es. En esto el discurso también confirmó los prejuicios, que hasta ahora lo ponen a Alberto en las marcas más bajas de su performance en las encuestas. La médula argumental fueron dos tópicos que ha gastado en un año de gestión: la crítica al gobierno de 2015-2019 y el ataque descalificador a la justicia.
Son recursos de debilidad y no de fuerza. Y la debilidad empuja siempre a tomar posiciones maximalistas, como personalizar en el fiscal Carlos Stornelli y la jueza de la Corte Elena Highton todas las desgracias de la Argentina – heredadas o no – cuya solución es su trabajo. Amenazó con crear tribunales paralelos para descremar a la Corte, modificaciones del Consejo de la Magistratura, cuyo formato es un producto del peronismo, y con demandas judiciales contra el anterior gobierno por el endeudamiento.
Una imagen del Congreso durante la inauguración de las sesiones ordinarias.
La retórica es traicionara, como cuando calificó a los jueces Bruglia y Bertuzzi de “ignotos”, una traición del subconsciente porque le dedicó el segmento más jugoso de su discurso.
La pasión por las leyendas vecinales le hizo repetir la que le atribuye a Donald Trump haber forzado a que el FMI le diese el préstamo a la Argentina para salvarlo a Macri de una derrota electoral. Siempre fue disparatada esa presunción, que supone una ingenuidad que no existe en ciertas alturas. Ni Macri ni el FMI, ni el peronismo, pudieron creer nunca que un préstamo decidiera una elección. El presidente del BID, a quien se le atribuye esa patraña, más bien se lamentó de esos créditos en estos términos: “El programa más grande en la historia del Fondo Monetario lo empujamos para la Argentina. Que se haya mal manejado el programa, que no se haya ejecutado bien por parte de la Argentina, y les haya costado una elección es una cuestión (…) Impulsamos el programa, la resistencia más grande en la historia del Fondo Monetario Internacional para ayudar a la Argentina en su momento de crisis fueron los europeos que estaban peleados contra nosotros porque no querían ayudar a la Argentina porque no les interesaba el hemisferio occidental” (textuales de Mauricio Claver).
Con estos papeles Alberto promete llevarlo a Macri a la Justicia. De lo que no dijo nada es si hará algo para sacarla ahí a Cristina.
Fuente Clarin