Aunque alguna vez existió un estereotipo del tenis como “un deporte de ricos”, la realidad no fue –ni es- así. Pero se trata de un deporte muy exigente, y mucho más para los que intentan meterse en la jungla del profesionalismo, establecida definitivamente a fines de los 60. Los talentos juveniles requieren de una estructura económica que los proyecte, debido a los altos costos en entrenadores, preparadores físicos, viajes, equipamiento y asistencia médica. Sólo pueden intentarlo las federaciones tenísticas (o aún los propios Estados), las familias con cierta solvencia económica o alguna organización empresaria que decida apoyar y promover a un jugador. Para todos los jugadores, y especialmente para los que surgen de la Argentina, insertarse en el circuito internacional es un gran esfuerzo, sobre todo por los traslados. Lo realizado por la familia de Diego Schwartzman, nuestro actual número 1, es un ejemplo. Tenistas que hicieron época como el español Manuel Santana –el primero de los grandes en su país- o el peruano Alex Olmedo, por citar a algunos entre los más relevantes, venían de familias humildes, lo mismo que varios integrantes de la famosa legión australiana que monopolizó el tenis entre las décadas del 50 y 70.
Santana sufrió muchas privaciones en su infancia, su padre había combatido por los republicanos en la Guerra Civil Española y fue condenado a doce años de cárcel. “Nacido en 1938, en lo más crudo del asedio franquista a Madrid, Santana pasó una infancia de penurias en una casa en la que doce familias compartían un cuarto de baño”, describió el periodista Santiago Segurola. Su trabajo desde chico en el Club de Tenis Velázquez, recogiendo las pelotas en los juegos de los socios y haciendo los mandados, le cambió la vida. Y cuando le vieron condiciones deportivas –excepcionales- lo adoptó la familia de los Romero Girón y apuntaló su carrera. Los padres Ken Rosewall, aquel fabuloso puntal del tenis de Australia, quien todavía a los 40 años jugó su cuarta final de Wimbledon, habían comprado tres canchas en un pueblo del interior, pero tampoco les sobraba nada. “En el salón de su casa de Sydney todavía puede verse enmarcado su primer billete de cinco dólares. Cuando Hopman, capitán del equipo de Copa Davis, lo incluyó en el equipo, Ken pensaba que los billetes más grandes eran los de cinco dólares”, contó Rod Laver, el otro gigante de esa generación.
Por eso, la reciente aparición de una estadounidense llamada Jessica Pegula en los cuartos de final del Campeonato Abierto de Australia o, tiempo antes, la del letón Ernest Gulbis cerca del top ten mundial entre los hombres, provocó curiosidad. Ernest es el hijo de uno de los hombres más ricos de Letonia, el financista Ainars Gulbis, mientras que la fortuna de los padres de Jessica está reportada por Forbes en los 5.000 millones de dólares.
Antes de convertirse en un magnate y dueño de la AIG Real State con inversiones por toda Europa, Ainars Gulbis era conocido por sus condiciones de basquetbolista. Rápido para los negocios, amasó una fortuna durante la desintegracióin de la ex Unión Soviética y se casó con Milena Gulbe, actriz: su hijo Ernest se llama así en homenaje a Hemingway. Ernest Gulbis nunca tuvo que preocuparse por los costos de sus entrenadores, sus raquetas o sus viajes. Inclusive, iba a los torneos en su avión privado. De gran talento natural, se formó en la misma academia tenística que Novak Djokovic. Y este supercampeón de nuestro tiempo recordó que “de chico, casi nunca podía ganarle. Pero, para llegar arriba, se necesita de una mentalidad, una voluntad y una disciplina que no sé si Ernest tenía”. Pese a su aparente displicencia –le gustaban más la noche y las discotecas que los entrenamientos- fue semifinalista en Roland Garros 2014, donde dejó atrás nada menos que a Roger Federer, antes de perder con Djokovic. Los 500 mil euros que se llevó Gulbis en aquel momento, entre premios e ingresos publicitarios, se evaporaron en apenas unas horas, los jugó (y perdió) en una apuestas. Nunca pudo repetir una actuación así en los grandes campeonatos de tenis, aunque sigue apareciendo en algunos capítulos del tour.
La estadounidense Jessica Pegula surgió hace una década en las competiciones profesionales de tenis, aunque sin alcanzar los primeros planos. Hasta ahora su mayor calificación en el ranking era el 55° puesto, logrado un par de años atrás cuando ganó su único título, en Washington. También fue finalista en los torneos de Quebec 2018 y Auckland 2020. Por eso se constituyó en la gran sorpresa del último Open australiano, batiendo a varias de las favoritas y alcanzando por primera vez los cuartos de final en un torneo de Grand Slam. “Yo soy Jessica Pegula, cuarto-finalista de Australia” le respondió a uno de sus seguidores en las redes sociales, que había apuntado “Jessica Pegula, la chica de los 5.000 millones”. Como recordó Luciana Aranguiz en la sección Deportes de nuestro diario “Pegula es la hija de Terry y Kim, los dueños de los Buffalo Bills, una de las franquicias del fútbol americano. Y la compañía Pegula Sports & Enterteinment también cuenta con equipos profesionales en deportes como lacross y hóckey sobre hielo, además de negocios inmobiliarios, de marketing, televisión y una discográfica dedicada a la música country”. Pero Jessica –una de las cinco hijas- trajina en los campos de tenis, mientras monta sus propios negocios: un restorán de música saludable y una compañía de cosméticos.
Terrence Michael Pegula, de 70 años, egresó como ingeniero en la Universidad de Pennsilvania y creó su compañía de explotación de gas natural, y luego petróleo, con base en Marcellus, Nueva York. Su gran golpe fue la venta a la Shell en 4.700 millones de dólares. Su mujer, Kim, quien ahora figura al frente de varias de sus empresas, también presenta una curiosa historia: nacida en 1970 en Seúl, sus padres la abandonaron en una estación, cuando ella tenía apenas cinco años. Una familia estadounidense la encontró en un orfanato y la adoptó. Kim recién regresó a la capital coreana –ya convertida en la señora Pegula- en el otoño del 2019 para ver jugar a su hija en el Estadio Olímpico, pero no tuvieron suerte: Jessica había perdido en la primera ronda. A esa altura, Kim Pegula era igualmente famosa en su país como copropietaria de los Buffalo Bills. Su esposo Terry había pagado 1.400 millones de dólares por quedarse con esa franquicia, en una puja en la que dejó atrás nada menos que a Donald Trump y a un consorcio encabezado por Bon Jovi.
Pero los casos de Gulbis o Pegula no son los habituales del tenis. Es cierto que entre premios, contratos y exhibiciones, las grandes figuras construyeron también sus propias fortunas, y que se trata de uno de los deportes de mayor desarrollo profesional (fue pionero en ese sentido). Pero en todos los casos, hubo un inmenso esfuerzo –personal y familiar- para apuntalarlos.
Fuente Clarin