Por Joaquín Morales Solá
Las elecciones de mitad de mandato tienen un mensaje inmediato y una consecuencia posterior. El gobierno de Alberto Fernández enfrentará este año comicios de esa naturaleza, aunque todavía no sabemos cuándo exactamente. Ese desconocimiento colectivo, en medio de una polémica entre oficialismo y oposición por la postergación -o no- de las elecciones, es un ejemplo inmejorable de la fragilidad institucional argentina. ¿Cómo les fue a los gobiernos de los últimos años en elecciones de este tipo? Hay resultados para respaldar cualquier argumento. En tiempos normales (Néstor Kirchner, en 2005, y Mauricio Macri, en 2017), los gobiernos ganaron ampliamente las elecciones de mitad de mandato. En tiempos más convulsos, Cristina Kirchner perdió las dos elecciones que le tocó en sus respectivos mandatos: la de 2009, cuando ganó Francisco de Narváez, y la de 2013, cuando triunfó Sergio Massa.
Para las elecciones de octubre próximo (¿o noviembre?) existen solo dos certezas. Una: el peronismo irá unido a esos comicios, como no lo estuvo en 2009 ni en 2013, cuando perdió Cristina Kirchner. La otra: existe una oposición también unida y competitiva, como lo demostró incluso en las elecciones presidenciales de 2019, que perdió, aunque logró un 41 por ciento de los votos nacionales. Los argentinos (y el resto del mundo) atraviesan un año especialmente difícil y anómalo.
La imparable pandemia y sus efectos destructivos en la economía están dejando sociedades cargadas de temores y de críticas a los gobiernos, ya sea por el manejo de la crisis sanitaria o por la devastación de las economías. Es cierto, por lo demás, que existe una evidente fatiga social con respecto de toda su dirigencia política por parte de los argentinos. Por eso, ni siquiera las encuestas se ponen de acuerdo cuando evalúan los posibles resultados de las elecciones por venir.
Esa necesidad de votos ajenos en la Cámara de Diputados podría agrandarse o encogerse después de las elecciones, aunque difícilmente el oficialismo consiga una mayoría propia en Diputados
Las consecuencias posteriores de las próximas elecciones serán, sin duda, la conformación del Congreso. El kirchnerismo gobernante tiene amplia mayoría en el Senado y, por el contrario, carece de una mayoría propia en la Cámara de Diputados. En esta cámara cuenta con 118 votos (el de Sergio Massa no se cuenta porque vota solo en casos de empate) y necesita de 129 votos para alcanzar la mayoría. Necesita siempre de 11 votos de amigos, de aliados o de coyunturales adhesiones. Esa inestabilidad le frenó al Gobierno importantes proyectos para la agenda de la vicepresidenta, como la reforma judicial o, más importante aun, la reforma de la ley del Ministerio Público, que elimina la necesidad del acuerdo del Senado con los dos tercios de los votos para aprobar la designación del procurador general de la Nación; es decir, del jefe de los fiscales, del líder de la acusación en el país. Esa necesidad de votos ajenos podría agrandarse o encogerse, aunque difícilmente el oficialismo consiga una mayoría propia en Diputados. La única esperanza del kirchnerismo (no menor, por cierto) es que se renovarán las bancas de diputados conseguidas en 2017, cuando la actual oposición de Juntos por el Cambio hizo una excelente elección y el peronismo una muy mala. Significa que la oposición pondrá más bancas en juego que el Gobierno.
El mensaje inmediato de las elecciones será otra cosa. Lo que suceda la noche del domingo de elecciones llegará con la velocidad de un rayo a jueces, políticos peronistas y a no pocos actores de la vida económica. Un gobierno triunfante (aunque fuere por un voto) será más persuasivo para disciplinar que cualquier teoría sobre las leyes, la política y la economía. Un gobierno eventualmente perdidoso tendrá el efecto contrario. Todos esos actores no demorarán ni un minuto en tomar distancia del oficialismo. Probablemente la batalla final por el control del poder esté reservada para las elecciones presidenciales de 2023. Pero una parte importante de ese poder se definirá en las elecciones de los próximos meses. Esa constatación explica por qué el Gobierno comenzó a jugar desde muy temprano a todo o nada.
Fuente La Nación