Hoy, como nunca, la disputa por el poder se da en términos de una geopolítica local que enfrenta a Casa Rosada y la Provincia de Buenos Aires con la ciudad de Buenos Aires. A Alberto Fernández con Horacio Rodríguez Larreta. En ese mapa que el centralismo del Frente de Todos despliega sobre el tablero estratégico de la política de siempre se superpone una concepción del poder, excluyente. Hay una utopía kirchnerista de mediano y largo plazo que es la perduración en el poder: luego de décadas de ser el partido en el poder y después del fracaso electoral de la fuerza que buscó y busca convertirse en la amenaza de la alternancia, Cambiemos, ¿qué otro destino queda que ser todo para todos y todas, y para siempre, como lo era antes del gobierno de Cambiemos? Esa manera de ver la política es kirchnerista: hegemonía absoluta y largo plazo.
La pandemia es global pero también es argentina y en ese territorio, ese mapa con división política kirchnerista reordena la guerra por el poder. Las grietas que construye el oficialismo con cincel efectivo funcionan como una especie de Street View que permite comprender el modo en que el gobierno de Alberto Fernández y el kirchnerismo recargado piensa el poder, hegemónico y eterno, y al mismo tiempo, la dirección de la disputa por ese poder en estos tiempos de pandemia.
Ciudadanos vs “cuidadanos”
Para el perokirchnerismo, después del corto interregno de Cambiemos, el futuro se conjuga en términos de una continuidad política que viene de antes de esa especie “error” histórico y coyuntural, tal como se lo concibe desde el kirchnerismo, durante tres presidencias kirchneristas, y necesariamente debe desplegarse hacia delante, hacia algo parecido a la eternidad en el poder. Por una autopercibida superioridad moral, el futuro es kirchnerista, según creen los kirchneristas. El juego democrático de la alternancia y de mayorías y minorías es una sutileza menor en esa concepción política del kirchnerismo. Las minorías son, sobre todo, obstáculos para el pleno ejercicio de la democracia para el pueblo aún cuando esas minorías sumen más votos que el kirchnerismo en el poder.
También hay ahora una manera de concebir la ciudadanía que, en el lenguaje oficial, se pronuncia “cuidadanía” y que reorganiza también la vida de la sociedad. Están los que obedecen al oficialismo y sus restricciones reticentes a la evidencia de los datos y condicionadas por las imposibilidades de una gestión que no controla las riendas del Estado. Al kichnerismo no le alcanza la categoría laica y civilista de “ciudadano” con su carga rectora de libertad y espíritu crítico para expresar lo que espera de los votantes, la gente, en los tiempos únicos que vivimos, los de política pandemia. Emoción y disciplina moldean al ciudadano ideal para el que gobierna el kirchnerismo. El ciudadano pierde espacio frente al sujeto sanitario que teme y obedece, el “cuidadano”, y en su peor versión delata al que desafía las restricciones del poder, por necesidad o por irresponsabilidad, un poder que ordena pero no cumple para sí las limitaciones que impone para todos.
Por supuesto no se trata de desconocer la complejidad única que representa la gestión del Estado en tiempos de pandemia. Ni tampoco, los desafíos excepcionales de la administración de una crisis sanitaria en medio de un terreno resbaladizo, donde el conocimiento es provisorio y donde la mayoría de los gobiernos cometen más errores que aciertos. Pero una gestión creíble de la pandemia demanda conocer al ciudadano al que se gobierna. Pese al miedo y a la confrontación diaria con la finitud, parte de la sociedad espera un gobierno transparente, que muestre datos, acepte errores y cree consensos. La gestión política, y la de la pandemia también lo es, no se hace en contra de la gente sino con la gente. Caso contrario, no hay efectividad posible: la imposición y la amenaza de castigo no crean sistema.
La política es el arte de gobernar pero antes, de obtener el poder y la alineación de la ciudadanía, es decir, la obediencia. Datos y hechos son el freno a una pretensión hegemónica y son la base de los consensos, que requieren un territorio común incuestionable.
Al mapa geopolítico global que privilegia la gestión de los Fernández que conecta China con Rusia con Venezuela, una especie de Triángulo de las Bermudas donde la nave nodriza combina mal las dosis de capitalismo y democracia, lo completa un Triángulo de Bernal, forzando la metáfora local, donde sobre la “ciudadanía” pesa una sospechosa, la de padecer libertad. Cualquier ejercicio de espíritu crítico es visto como posición “anti” antes que como condición de posibilidad para la aceptación de una medida y la decisión de cumplirla. Un ejemplo claro es la demanda de evidencia científica antes de aceptar una vacuna.
La libertad sigue siendo un problema para la política argentina, que la concibe como plataforma de despegue para desarmar y rearmar el Estado y la sociedad pero puede opacar el momento de equidad que la libertad exige, mejor representado en el caso de Juntos para el Cambio, o como una versión del egoísmo social o de mercado, en el caso del kirchnerismo. La pandemia, sin embargo, viene demostrando que el problema no es la libertad sino la arbitrariedad. La grieta se da hoy entre los datos y el discurso político oficial. Entre una ciudadanía que demanda datos antes de decidirse a cumplir medidas restrictivas y una cuidadanía que acompaña emocionalmente sin importar la evidencia. El Gobierno tiene un desafío: no solo gestionar las motivaciones de sus cuidadanos sino la de los ciudadanos.
En este punto, empieza a aparecer un dilema para CABA, que se da entre una voluntad de diferenciarse desde el foco puesto en la libertad individual y el riesgo de tener que limitar libertades ante el crecimiento de los casos y una situación crítica en el sistema de salud. La idea que se conoció en las últimas horas de contar con consorcistas y encargados de edificio para frenar los encuentros sociales a puertas cerradas en la Ciudad impacta en ese balance entre crisis y libertad que venía intentando el larretismo en el caso de las escuelas abiertas.
CABA versus Formosa versus China
Entre las lecciones que el gobierno de Fernández no aprendió después 16 meses de pandemia es que cualquier análisis geopolítico aplicado al coronavirus es el camino seguro a la falacia. El viernes en Santa Fe volvió insistente a la estigmatización de CABA como culpable de la pandemia argentina.
“Miramos hacia atrás y todo comenzó en la ciudad, se extendió al AMBA y de allí empezó a irradiar al resto del país”. Como Donald Trump que culpaba a China, Fernández culpa a CABA. Desde el otro lado de la orilla geopolítica, CABA, la respuesta a esa imputación amplió el mapa de la responsabilidad política de la pandemia: ya no CABA sino la frontera nacional, el Aeropuerto de Ezeiza, en manos del gobierno nacional.
Abril de 2021 trae un eterno retorno del abril de 2020, con una geopolítica tendenciosa que incluyó a CABA y sus turistas y runners y las filminas con datos tendenciosos que contraponían supuestos éxitos locales con el mundo exterior, culpas de CABA frente a un interior amenazado e inocente.
La Formosa de Gildo Insfrán, en cambio, se volvió el ejemplo predilecto del gobierno de los Fernández, el modelo a imitar. En el tipo de restricciones sanitarias que impone esa provincia, en la obediencia social histórica que logra pese a las manifestaciones de los últimos meses y en la eternidad de la gestión de Insfrán se delinea el modelo de poder al que aspira el perokirchnerismo.
El problema de las falacias enunciadas desde el poder es que en política esa es la vía regia a la pérdida de credibilidad, es decir, de autoridad. Una pandemia es sobre todo el territorio del autogobierno de los ciudadanos, y no solo de los “cuidadanos”, que hacen propios los protocolos, se cuidan y cuidan. No hay poder fáctico que pare a una ciudadanía que desconfía de la autoridad.
Sin datos y sin consensos, el eterno retorno
Entre las lecciones que el kirchnerismo no aprendió después de cuatro años fuera del poder es que los datos son sagrados, las estadísticas hablan de hechos y las anécdotas personales y puntuales no necesariamente son relevantes para la política pública. Sin embargo, en los últimos días el kirchnerismo en el poder volvió a relativizar estadísticas y a privilegiar la anécdota personal para refutar la gestión basada en datos del larretismo. El kirchnerismo tiene una relación compleja con las estadísticas: o las interviene y adultera como con el Indec K o las produce pero las desoye.
El carácter excepcional de lo sucedido en 2020 está dado en el consenso político que primó sobre las luchas por el poder. Todo gobierno nuevo cuenta con esa chance que da la oposición: el poder reordena pero la derrota también. Al que pierde, lo obliga al repliegue y el respeto por el voto soberano. El que juega a la política que el voto popular se respeta. No necesariamente por un civismo virtuoso o al menos bien pensante. Sí sin dudas porque el voto popular es el objeto de deseo político. El que lo conquista, es el ganador. Y el éxito es valorado en la política.
A ese escenario fundacional se le sumó la irrupción de la pandemia. El primer semestre de 2020 mostró a una clase política unida y alineada.
La sociedad argentina es efectiva en la cohesión frente al enemigo común. Malvinas y la alienación nacionalista es un ejemplo. También el regreso a la democracia y una sociedad que logró consensos delicadísimos cuando entendió que frente a una dictadura no hay más opción que la condena. Con el virus pasó lo mismo: el lenguaje de la guerra facilitó esa concepción. Frente al enemigo común, el virus, la sociedad se debía una tregua política. Eso se espera en tiempos de guerra. El problema es cuando la guerra ya no es contra el virus sino contra el opositor político. En ese caso, se corre el riesgo de perder todas las batallas, las políticas quizás pero sobre todo, las sanitarias.