¿Por qué guardamos porquerías en nuestras casas como si fueran tesoros? ¿Qué oculto magnetismo poseen esos objetos que nos impiden tirarlos a la basura? ¿Por qué conservo aún el compás que usaba en la secundaria? ¿Por qué no lo tiré tras cuatro mudanzas, un divorcio y la aparición del Photoshop? ¿Qué poder tiene sobre mi esa lapicera 303 bordó, a cartucho de tinta, sin pluma, sin cartucho y sin palabra? Por no hablar de la cajita de la 303 que me da miedo tocar: mirá si tiene alguna sustancia tóxica proveniente de mi propio cuerpo que luego de años encerrada al propagarse produzca una pandemia.
Uno se justifica: “en algún momento lo voy a necesitar”. Y ese momento es como una herencia de un pariente desconocido: nunca llega. Porque son cosas que jamás necesitarás: trozos de plástico indefinidos, culitos de velas derretidas, cajitas de fósforos húmedos, corchos de sidra, 50 rollos de alambre oxidado y lo que parecieran ser los restos de un bombero loco.
Y es como con las dietas: juramos que vamos a empezar a tirar, pero no… ¿cómo vas a tirar esa guía Filcar del ‘94, rota, incompleta y desactualizada si tal vez el alambre que la encuaderna te pueda servir como resorte? Y la verdad es que no le serviría ni a MacGyver.
¿Y quién es esa Marie Kondo que apareció un día para desgracia de tantos de nosotros, generando una ola de separaciones con sus instrucciones para tirar a la basura lo que no sirve? ¿Qué sabe Marie Kondo de electricidad? Yo guardo tapones viejos, a pesar de tener llaves de luz térmicas. ¿Y si saltan las térmicas?
Bueno, por lo menos puedo hacerme el que intento arreglar la situación diciendo: “Tendríamos que haber dejado el tablero con tapones, yo ahora lo podría arreglar”.
La lista de cosas que guardamos “por las dudas” es infinita:
* Bombillas de mate rotas, guardadas con la esperanza de que, en caso que se rompa otra bombilla, podamos combinar los restos y así hacer de las dos partes una sola bombilla.
* Aros, medias y guantes sin pareja, a la espera de que reaparezca el par perdido hace 14 años. - Media tijera, que para colmo ni filo tiene y no sirve ni para abrir sobres.
* Restos de juegos de cubiertos: un tenedor con mango amarillo, o el mango amarillo solo sin el tenedor, destapadores oxidados y tapas de tápers que no tienen lo que tapar y tápers ajados que no hay con qué taparlos.
* Destornilladores de punta rota, media pinza, papeles que guardás para usar “del otro lado”, ya más amarillos que la camiseta de Brasil, banditas elásticas petrificadas que podrían ser declaradas parque nacional, biromes y lapiceras cuyas tintas están más secas que jubilado el día 20 del mes, cajitas de plástico dentro de cajitas de plástico, unas mamushkas de la inutilidad, y billones de botones de prendas que dejaron de existir el mismo día que se extinguió el Tiranosaurio Rex. Y ni hablar de la pila de ropa que guardamos “porque cuando baje unos kilos la voy a poder a volver a usar”. No hay remate.
Y así se nos va la vida, juntando porquerías inservibles, pilas de esas cosas que no son recuerdos, ni tienen valor sentimental, arrumbadas en cajones, estantes, placares, alacenas y hasta bibliotecas donde yace, bajo 18 otros libros que no leímos nunca, la colección completa de libros de Marie Kondo.
Y hasta aquí llego por hoy porque este tema es infinito, pero lamentablemente algunas ideas no entran y, finalmente, hay que despojarse de ellas.
Reportó para la Agencia Télam, su corresponsal exclusivo en la vida cotidiana, Adrián Stoppelman.
Fuente Telam