Los privilegios son para ejercerlos y también para ostentarlos. Carlos Zannini, procurador del Tesoro y escultor de poder con los Kirchner desde el primer día, lo expuso con la claridad irrefutable que no siempre consigue en sus escritos judiciales.
“Me arrepiento de no haberme sacado la foto”, guapeó Zannini en una entrevista con C5N en la que se lo consultó por la vacuna que se dieron él y su mujer, Patricia Alsúa, el 22 de enero. Dijo que no cometieron “ninguna violación de normas” y que, si hace alguna autocrítica, es por haberles dado a los opositores la oportunidad de que lo cuestionen.
Es decir, el jefe de los abogados del Estado, no percibe irregularidad en el hecho de haberse vacunado como “personal de salud”, cuando la gran mayoría de los médicos y enfermeros todavía esperaban su turno. Dice que estaba “en condiciones legales” porque tiene 66 años y enfermedades prevalentes, pese a que en enero casi ningún ciudadano común podía acceder a la protección contra el virus. Y que su derecho se fortalecía por ser “autoridad decisional”. No explicó por qué su mujer se hacía acreedora de sus ventajas. No vio nada extraño cuando se presentó en el Hospital Posadas a recibir el pinchazo, entre trabajadores sanitarios por entonces protegidos solo por barbijos y guantes.
Casi tres meses después del escándalo del vacunatorio vip que eyectó del gobierno al ministro Ginés González García, Zannini sintió que ya era suficiente. Incluso reveló sin que se lo preguntaran que había consolado a Horacio Verbitsky, el periodista que con su relato dejó al desnudo el reparto de frasquitos de Sputnik V entre funcionarios y amigos del poder. “Le dije: ‘estás equivocado, no tenés que actuar con culpa en el tema porque vos tenés derecho a eso porque sos una personalidad que necesita ser protegido por la sociedad’. El problema surge de la falta de vacunas no de quién se vacuna”.
Acaso fuera solo una autojustificación de Zannini para dormir de noche. Pero, a sabiendas o no, transparentó una concepción del poder que el kirchnerismo tiene internalizada desde hace tiempo y que conecta con la noción milenaria del cesarismo: el que manda merece las ventajas a las que accede como pago a sus servicios a la sociedad. Ese beneficio se transmite a sus familiares y amigos, para quienes “la falta de vacunas” dejó de ser un problema en la placidez del verano porteño. Ahora, con el frío del otoño, la segunda ola se cobra cientos de vidas al día y los argentinos siguen angustiosamente el recuento de casos, las cifras de camas ocupadas y las promesas de las dosis prometidas que no terminan de llegar.
La explicación de Zannini recuerda el argumento que llevó a ciertos ideólogos del cristinismo a defender la corrupción como un factor democratizador de la política, al permitir el acceso a la función pública de aquellos que no cuentan de antemano con los recursos para hacer campaña e imponerse en las elecciones. No somos malos, se dicen. Para enfrentar a los poderosos necesitamos ser ricos como ellos. Y, en la medida de lo posible, no estar a merced de un virus caprichoso. Lo hacemos por ustedes.
El discurso del procurador del Tesoro y asesor dilecto de Cristina Kirchner potencia el interrogante sobre si el gobierno de Alberto Fernández hizo una autocrítica sincera de la vacunación de privilegio o la expulsión del ministro fue apenas un reflejo cínico de supervivencia. Una cabeza que se cortó rápido para calmar la indignación popular y pasar a otro tema.
Fernández dijo que no sabía nada y que Ginés pagó por la desprolijidad de haber aplicado vacunas en una oficina del Ministerio de Salud. Redujo todo a una cuestión de “picardía criolla”, equivalente a colarse en la cola del supermercado. Nunca cuestionó a Verbitsky, a quien incluso indultó moralmente al concederle una entrevista días después del caso.
El privilegiado es Macri
Zannini lo enmienda con un discurso desafiante, de superioridad moral. Nada de picardía. Derecho conquistado. Debió sacarse la foto para que no quedaran dudas. Nada de esconderse. Es fácil imaginarlo, con una sonrisa y los dedos en V, como cientos de militantes juveniles que festejaron el pinchazo salvador. De alguna manera la regla ya regía antes de la exposición pública del procurador. La asesora presidencial Cecilia Nicolini, de 37 años, la cumplió cuando anunció en las redes sociales que había recibido su dosis, en este caso como “personal estratégico”.
El discurso oficial se sofistica. Lo grave es lo que hacen sus rivales. Nicolás Kreplak, el subsecretario de Salud de Axel Kicillof, se rasgó las vestiduras esta semana ante la noticia de que Mauricio Macri se había vacunado en Miami. Lo acusó de exhibir “privilegios de forma descarada”. El expresidente se aplicó una dosis de Johnson & Johnson en una farmacia durante un viaje a Estados Unidos.
Los mismos dirigentes que niegan haber cometido delito ni falta de ética alguna al saltarse la fila del Estado se indignan con aquellos que viajan a un país que, de tan avanzado en su proceso de inmunización, decidió vacunar a todo el que lo pida, resida o no allí. Son insolidarios con los argentinos que siguen en la lista de espera, dicen. Y -acaso debieran agregar- con los abnegados funcionarios que en vez de disfrutar de la buena vida ahora que están a salvo de la peste siguen trabajando para que el beneficio nos alcance a todos.
El orgullo de Zannini expresa un llamado a militar la vacunación vip y no dejarse correr por los adversarios. La grieta vuelve a ser un escudo confortable.
Lástima que ya no esté para refutarlo Miguel Lifschtiz, ese incansable batallador de consensos. El respetado líder socialista decidió esperar el turno para vacunarse como cualquier ciudadano de a pie. Se contagió el Covid y la muerte llegó primero.