Soledad Laciar (43) tomó un micro y viajó siete horas. Contó, una y mil veces, cómo es convivir con un dolor que “no desea ni a los asesinos de su hijo”. Es, atrás de una remera que pide Justicia, la mamá de Valentino Blas Correas (17).
“Yo no estoy enojada con nadie, ni con los que dispararon, yo estoy triste y quiero que algo cambie, lo único que importa es que no haya un Blas más”, le dice Soledad a Clarín en un hotel del centro porteño.
Cuando no encuentra las palabras hace un gesto con un poco de resignación y otro de impotencia. Habla tranquila, mira a los ojos.
Está determinada a ser valiente y repite: “No estoy enojada. Aunque me enoje, Blas no vuelve más. Lo que sí estoy es decidida, al menos a intentar que seamos muchos lo que queramos que la policía sea distinta, que las fuerzas de seguridad sean distintas”.
A Blas lo mataron hace un año, el 6 de agosto de 2020, cuando las restricciones por el coronavirus empezaban a flexibilizarse en la ciudad de Córdoba. Apenas estaba en el último año del colegio secundario y ese día iba a la casa de uno de sus amigos a jugar a la PlayStation.
Valentino Blas Correas (17) víctima de gatillo fácil en Córdoba.
En el camino, a Blas, lo mató la Policía.
Y como si no fuera suficiente el dolor que causaron esas cuatro balas contra un auto en movimiento, su muerte se enmarañó en una red de irregularidades que provocó la remoción de la cúpula de la fuerza y que terminó con 13 policías en el banquillo de los acusados. Dos irán a juicio por homicidio y 11 por encubrimiento.
Hace un año, poco minutos después de la medianoche, a Soledad la despertaron tocándole la pierna. Era Juan, su primer hijo, un año y medio más grande que Blas: “Mamá, despertate que pasó algo con Blas”.
Desesperada corrió hasta la esquina de Colón y General Paz. El Fiat Argo blanco de uno de los compañeros de su hijo había quedado cruzado en la mitad de la calle. Los chicos no estaban. Una de las puertas traseras, abierta. La zona cercada por una cinta que decía “peligro” y un cuerpo tapado con una bolsa blanca, las piernas colgaban de ese asiento posterior.
“En ese instante supe que era Blas. No me preguntes por qué, porque nadie me lo dijo. Pero en ese instante supe que era mi hijo. Y empecé a los gritos a preguntar ‘¿qué pasó? ¿qué pasó?’ Pensé que había sido un robo porque nadie me dijo nada. Y cuando digo nadie, es nadie”, reconstruye Soledad.
Un agente le dijo que fuera hasta la central de policía. Cuando llegó, estaba vacía. “Subía y bajaba escaleras buscando a alguien. Parecía que estaba desierta, nadie se acercó a hablar conmigo. Nadie me decía nada. En ese instante llegó mi marido y cuando lo vi le dije: lo mataron a Blas. Pero no sé cómo lo sabía porque a mí nadie me lo dijo”, describe.
El Fiat Argo blanco en el que viajaba Blas con sus amigos.
Ante la falta de respuestas regresó al lugar donde se encontraba el cuerpo que estaba segura era de su hijo. Sin verla, alguien dijo: “Cuando la Sole se entere que fue la Policía…”.
Y fue así que se enteró: “Me senté en el piso, no entendía nada. ¿Cómo que fue la policía? Si mi hijo no… no me entraba en la cabeza, si mi hijo no es un delincuente, ¿por qué le disparó? ¿De qué me están hablando?”, pensó.
Ese día, Blas había ido a la casa de sus abuelos y se encontró con sus amigos en una cervecería. Eran las 19.30. Tomaron algo, se rieron de alguna cosa, sacaron fotos para Instagram y se fueron en el Fiat de Juan Cruz, un compañero de Blas. Decidieron irse a la casa de uno de ellos jugar a la Play.
“En el medio, cuando estaban volviendo, tienen una discusión con una moto. Les patearon el espejo y ellos abren rápido la puerta, alzan el espejo y siguen. Hacen como diez cuadras, más o menos, y ven dos móviles policiales que los estaban esperando. En las cámaras se ve que vienen frenando, no es que pasan a toda velocidad. En eso ven que tenían las armas desenfundadas, los estaban esperando con las armas en la mano y se asustaron”, relata la mujer, que reconstruyó los hechos a través del testimonio de los amigos de Blas.
“Está comprobado porque están las cámaras de seguridad que muestran que los policías no corrían ningún peligro. Ellos vienen frenando y cuando ven las armas se asustan. Y si, no frenaron. Y la policía respondió los tiros, con la suerte de que sólo mataron a Blas porque podría sido una masacre. Hay 4 balas que dieron en el auto, una queda en el apoya cabeza del conductor, podría haber sido un desastre”, sigue Soledad.
Después de balear al auto en la avenida Vélez Sársfield, frente al instituto Pablo Pizzurno, los oficiales Javier Catriel Alarcón y Lucas Damián Gómez empezaron a tejer la versión del “enfrentamiento”. Tan aceitado como perverso fue el despliegue para encubrir lo que acababa de pasar.
Para este viernes, a las 18 en avenida Colón y General Paz, se convocó una marcha. Foto: Foto Lucía Merle
Blas tenía un disparo en el omóplato y sus amigos intentaron pedir ayuda en el Sanatorio Aconcagua. Dos empleados le negaron la atención médica y los adolescentes volvieron a subirlo al auto, para llevarlo al hospital.
Juan Cruz tomó una calle de contramano y dos motos policiales se atravesaron en su camino. Lo frenaron y obligaron a todos a bajar del auto.
Alarcón y Gómez están detenidos y serán juzgados por homicidio agravado por tratarse de miembros de una fuerza de seguridad y por el uso de arma de fuego. Además de la tentativa de homicidio agravada contra los amigos de Blas.
Estaban junto a Wanda Micaela Esquivel y Yamila Martínez en ese control de Plaza Las Américas. Después de tirar contra el auto, por detrás, y sin que hubiera ningún peligro para ellos ni para terceros, Gómez y Alarcón se dieron cuenta de lo que había pasado, de lo que habían hecho.
Tomaron un bolso del baúl de uno de los patrulleros. Alarcón subió al móvil con Esquivel y recorrieron la zona del crimen. Él sacó el arma de su chaleco, un revólver calibre 22. Eran las 0.20 cuando ella lo tiró por la ventana y notificaron por radio que los jóvenes habían descartado “algo” desde el Fiat Argo.
Según consta en el expediente judicial, el subcomisario Sergio González, a cargo del operativo, se encontró con los cuatro policías entre las 0.27 y las 0.35. Unos 40 minutos después “encontraron” el arma que habían plantado. A la 1.43 González regresó a la comisaría y a las 2.13 pidió que se preservara la escena del hecho.
Mientras los adolescentes pedían ayuda en un sanatorio, los policías montaban la escena del “enfrentamiento”. Así lo informaron en las conferencias de prensa de la mañana. Quisieron justificar el accionar policial instalando la versión de que les habían mostrado un arma desde el Argo.
Un orificio de bala en la luneta trasera del Fiat en el que viajaba el joven.
En su acusación el fiscal José Mana también imputó a Sergio Alejandro González, Wanda Micaela Esquivel, Yamila Florencia Martínez, Walter Eduardo Soria, Enzo Gustavo Quiroga y Jorge Ariel Galleguillo por encubrimiento e incumplimiento de los deberes de funcionario público.
A Leonardo Alejandro Martínez y Rodrigo Emanuel Toloza, por encubrimiento y falso testimonio. Igual que Ezequiel Agustín Vélez, Leandro Alexis Quevedo y Juan Antonio Gatica.
Mana calificó el crimen como un hecho de “violencia institucional, perpetrado por personal de las fuerzas de seguridad”. En su acusación dijo que los hechos “nos llevan a reflexionar sobre la necesidad de generar una profunda transformación en las fuerzas de seguridad” y que “nuestra forma de gobierno nos exige que se democraticen y se formen de manera integral con una perspectiva anclada en los derechos humanos”.
Mientras despedía a su hijo, Soledad estaba embarazada. Tuvo que transitar el dolor en medio de un embarazo de riesgo. Su beba, que ahora tiene cuatro meses, la esperó en Córdoba mientras ella viajó a Buenos Aires con la intención de reunirse con el presidente, Alberto Fernández. No lo logró.
Tampoco, en 365 días, la recibió el gobernador Juan Schiaretti, ni su ministro de seguridad. Nunca la recibieron en la gobernación. El silencio fue rotundo.
“Para mí cambió todo. Mi hijo no está más, el hermano de mi hijo no está más. Mis dos hijas pequeñas no van a conocer a su hermano. Todo, todo, todo cambió”, confiesa la mujer.
“Si él se fue con 17 años, tiene que dejar alguna enseñanza a alguien. A mí, a mí me la dejó, pero tiene que dejarle alguna enseñanza al Gobierno, que hagan algo. No pueden seguir muriendo chicos de esta manera, no se lo merecen. Yo digo: si hay una vida más allá, ellos están mejor ahora, pero yo estoy segura que no me merecía esto, seguir mi vida así, con este dolor. No nos merecemos este dolor”, cierra Soledad, una madre víctima del gatillo fácil.
GL
Fuente Clarin