“La invasión militar estadounidense a nuestro país fue como una puñalada. Sangras en el momento del impacto, pero la posibilidad de sobrevivir depende de la forma de sacar el cuchillo”.
Hameed Hakimi
Es improbable que Estados Unidos encuentre un peor momento que el actual para recordar, dentro de unos pocos días, el vigésimo aniversario de los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono.
Esa memoria estará contaminada por otra tan antigua como presente: el desastre que exhibe Afganistán con la salida torpe de las tropas norteamericanas, la reinstauración en el poder de la milicia fundamentalista Talibán y la percepción de un futuro ominoso para ese país que podría haberse evitado.
Ambos episodios comparten una misma partida de nacimiento en 2001, uno es consecuencia del otro. Y se pretendía que fueran equivalentes en este aniversario: el fin de una guerra como cierre exitoso de aquella tragedia.
La dramática parábola afgana que acaba en el mismo sitio donde comenzó, querella ahora un amplio abanico de supuestos, desde el sentido de la invasión norteamericana hace 20 años decidida como reacción al ataque terrorista a las Torres Gemelas y el Pentágono. También, sobre el formato que tuvo esa intervención que pareció contemplar escasamente el destino de ese pueblo como se aprecia en este desenlace. Hoy el país es un absoluto caos peor aun que el infierno que ya era incluso hace unos pocos días.
El presidente Joe Biden tomado de sorpresa, insólitamente, por esa deriva, se justificó del peor modo en uno de sus más complicados discursos: “Nunca se supuso que la misión en Afganistán fuera construir una nación. Nuestro único interés nacional vital en Afganistán sigue siendo hoy lo que siempre ha sido: prevenir un ataque terrorista en la patria estadounidense”.
Ese comentario tiene una falla que desnuda el desdén del ocupante. Revela del peor modo la razón de que una fuerza militar de 350 mil hombres, entrenada por años, con modernos pertrechos y apoyo aéreo, sucumbiera fácilmente ante una guerrilla desarrapada, con apenas armas de puño y ametralladoras. No había qué defender, ni razón para luchar.
La foto histórica de la la toma del palacio presidencial en Kabul. Foto AP
La montaña de dinero que dilapidó EE.UU. en el país asiático “sirvió para financiar el neo patronazgo que ha lastrado las sucesivas administraciones afganas, alimentando asombrosos niveles de corrupción”, sostiene el politólogo Hameed Hakimi del Chatman House de Londres que citamos en el acápite de esta columna. En el medio, durante esos años, murieron decenas de miles de afganos, un absurdo sentido común de esa experiencia.
Otros datos refuerzan esa visión. Según cálculos conservadores EE.UU. invirtió 979 mil millones de dólares en la guerra entre octubre de 2001 y finales de 2019. De ese gasto solo 36 mil millones sirvieron para apoyar la gobernanza y el desarrollo del país, según una investigación del Watson Institute de la Universidad Brown de Rhode Island.
El último capítulo que estamos viendo de la crisis afgana lo escribió Donald Trump durante su último año en la presidencia cuando acordó en Doha con los talibán un mediocre plan de salida, al cual se alineó Biden.
Ambos coincidían en la necesidad de cerrar la presencia en esa guerra por los mismos motivos. No huían de los talibán sino del hecho que ya no tenía sentido estar allí. El primero, porque suponía que le allegaría votos en las presidenciales que acabó perdiendo. El segundo, para desembarazarse de este conflicto lo antes posible de las cruciales legislativas del año próximo.
El desenlace
Pero el eje no lo constituía el retiro sino, eminentemente, cómo se lo gerenciaría. La inteligencia norteamericana hizo lo suyo. Zigzagueó avisando primero que no habría riesgos para luego advertir este julio a la Casa Blanca sobre la alta posibilidad de que sucediera lo que ahora llena de espanto las pantallas de televisión. Toda esa improvisación e imprevisión demolió de un modo extraordinario la credibilidad del liderazgo norteamericano.
Biden, casi en los tonos del vamos viendo de su antecesor, llegó a afirmar el 8 de julio que era “improbable que cayera el gobierno de Afganistán”. Y hasta descartó cualquier posibilidad de “una caótica evacuación” al estilo del retiro de Vietnam que desnudó, en su momento, la profundidad de la derrota norteamericana en el sudeste asiático.
Que EE.UU. cometa errores de este calibre es un dato de geopolítica que define la fragilidad de la actual etapa. Una factura clara es que Biden retrocede casi al comienzo en su intento por convencer a sus aliados sobre el regreso de EE.UU. tras la penosa gestión de Trump. La improvisación no se ha marchado.
En la otra mano la victoria de esta precaria armada ultraislámica sobre la mayor potencia del orbe, es un triunfo de Al Qaeda en muchos sentidos aunque el concepto tenga limitaciones. La banda terrorista formada por el millonario saudita Osama Bin Laden, a quien se atribuye los atentados del 11-S, muy degradada actualmente, mantiene un vínculo estrecho con los talibán, en particular con la violenta red Haqqani que integra esa escuadra de tribus unidas por un enemigo común.
Joe Biden. Explicaciones que generaron polémica. Un salida sin planificación y algo costo político. Foto Reuters
Al Qaeda, La Base en español, formó parte de la resistencia junto con los muyahidines afganos contra la ocupación soviética. Esa gesta, en plena Guerra Fría, se hizo con gran ayuda de EE.UU. que también le brindó una pública y generosa asistencia al propio Osama. Por eso estaba refugiado Bin Laden en ese país en 2001.
EE.UU. invadió esa pobrísima nación de Asia en búsqueda de la cabeza del terrorista que huyó a Pakistán, uno de los pocos países de ambiguo vínculo con Washington donde el término Al Qaeda no es precisamente una mala palabra.
Esas alianzas no son las mismas hoy que antes. En ese sentido se debería ser cuidadoso con la caracterización del Talibán como una fuerza terrorista. Incluso para EE.UU. esa etiqueta solo le cabe al ala paquistaní del grupo.
Se los suele comparar equivocadamente con el califato que construyó el grupo ISIS, una organización fundamentalista y mercenaria, de enorme crueldad y efímera existencia que en su momento de apogeo, después de 2011, llegó a dominar a más de 7 millones de personas en un reino financiado por las autocracias árabes entre Siria e Irak.
El “éxito” momentáneo de ese grupo siniestro y su desafiante actitud contra Occidente, promovió una intensa oleada de atentados en Europa y EE.UU. Los cometieron en su gran mayoría terroristas solitarios con graves problemas sociales, que se reivindicaban como parte de esa gesta furiosa contra “el gran Satán”. Cuando el ISIS se diluyó al perder el apoyo de sus patrocinadores, se detuvieron los atentados. Nadie se refleja en un fracaso.
Este antecedente le dan especial importancia a lo que está sucediendo en Afganistán. La exagerada visión de un EE.UU. derrotado y huyendo humillado amenaza producir un efecto de simpatía entre los fundamentalistas alrededor del mundo como sucedió con el ISIS con consecuencias previsibles.
Es a lo que se refiere el ex director de la CIA el general retirado David Petraeus cuando denuncia que “este es un enorme revés para la seguridad nacional y todo está a punto de empeorar”.
El líder supremo iraní, Ayatollah Ali Khamenei flexibilidad con los vecinos talibán. Foto AFP
Es importante observar que aunque comparten la misma tendencia dentro del islam, los talibán fueron enemigos severos del ISIS. Su actual máximo conductor, Maulaui Hibatullah Akhundzada, el emir al muminin, príncipe de los creyentes y máximo jefe político religioso y militar talibán, los rechazó con desprecio aunque se sabe que hay patrullas perdidas de ese grupo medrando por el país asiático.
Hay motivos para ese posicionamiento crítico. Los insurgentes, en julio último, antes de su batalla final en Afganistán enviaron a su dirección política a una gira poco difundida por la región que incluyó a Moscú, Ashjabat, la capital de Turkmenistán, Teherán y la ciudad china de Tianjin.
La escala en Irán es especialmente interesante por sus proyecciones. La teocracia shiita persa, aunque duramente conservadora, asimila la posibilidad de vincularse con regímenes fundamentalistas sunnitas, pese a considerar esa versión del culto como “una piedra en la garganta del islam”.
Pragmáticos, han elaborado una doctrina de “flexibilidad heroica”, según el nombre que le ha dado al ayatollah Ali Khamenei para habilitar estos tejidos.
Uno de sus extremos ha sido en el pasado facilitar rutas a los talibán por Irán para mover los alijos de opio que les han permitido financiarse, recuerda el diario Haaretz.
El papel de China
A cambio, los insurgentes bloquearon el avance de grupos como el ISIS, construidos por las autocracias y potentados árabes como reacción al indeseado brote democrático de 2011 en la región, pero cuyo objetivo primario y excluyente era combatir a la potencia persa.
La otra escala relevante de esa excursión fue China. Beijing tiene en Paquistán un aliado común con los talibán. Para el régimen chino es central profundizar el apoyo de Islamabad a los insurgentes para esmerilar cualquier influencia de la India en el país asiático y enhebrar a Afganistán en la iniciativa de la Ruta de la Seda de la que participa activamente Pakistán.
Por eso, por su importancia, la reunión duró dos días y Beijing elevó la estatura de los insurgentes: “Fuerza militar y política fundamental”, los llamó. Bernett Rubin, un ex funcionario de la cancillería norteamericana y asesor sobre Afganistán en la ONU, sintetizó que China busca “utilizar su influencia para persuadir a los talibán de que no busquen una victoria militar, sino que negocien seriamente un acuerdo político inclusivo”.
El sector del opio en Afganistán. AFP
Un propósito que no es improbable que comparta con EE.UU. No todas son disputas entre los gigantes. La intención común es evitar que Afganistán se convierta en un refugio de grupos terroristas, como proliferaron durante el quinquenio que gobernaron los talibán antes de la invasión norteamericana.
Naturalmente es un foco de interés propio de Beijing que intenta diluir cualquier estimulo a la rebelión de los grupos independentistas musulmanes en la provincia china de Xinjiang. La moneda de cambio de la República Popular, que aplauden los talibán, es una urgente ayuda económica.
Esa oferta es crucial en un país que depende en más del 40% de la inversión extranjera y que ahora ahondará su crisis por la desconfianza global y la decisión del FMI de suspender un plan de asistencia económica a Afganistán por US$370 millones aprobado a fines del año pasado.
Hay otra dimensión poco conocida en estas gestiones diplomáticas, sobre todo por parte de China. Afganistán cuenta con una riqueza mineral inexplorada, con grandes yacimientos de oro, cobre, hierro, las llamadas tierras raras y, aún más relevante, una de las mayores reservas mundiales de litio, base de las baterías eléctricas recargables.
Un cálculo moderado fija en un billón de dólares el potencial de ese hallazgo. Ya hay un compromiso de Beijing para invertir 3 mil millones de dólares en la mina de cobre de Aynak.
Hamid Karzai, el ex presidente afgano, vínculo con los talibán y con occidente. Foto Reuters
En esos posibles acuerdos, acompañados de ciertos gestos no muy enfáticos de moderación, circula el núcleo principal de las dudas del momento. Por un lado los insurgentes se han contenido en nombrar un califato y los funcionarios del gobierno.
Se sabe que negocian con figuras de mejor perfil para Occidente como el polémico ex presidente Hamid Karzai, uno de los virreyes más notorios de la ocupación norteamericana que gobernó la transición desde la caída de los talibán hasta las elecciones de 2014.
Junto a esas señales más o menos auspiciosas, nada indica que exista una unidad de criterio en esta armada muy dislocada estratégicamente. Se dividen entre moderados y radicales, entre sectores que entienden que se debe mejorar el perfil económico y reniegan de un regreso al pasado cerril y otros fanatizados que desdeñan cualquier progreso.
Los talibán, además, difícilmente puedan mantener unificado el país que corre el riesgo cierto del estallido de guerras civiles por el control de partes del territorio.También están desafiados por los propios afganos, sometidos a una nueva invasión, especialmente la juventud y las mujeres, que han vivido 20 años con un marco de autonomía y que rechazan esta nueva regulación medievalista. Demasiados desafíos para tanta locura.
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