El “Gato” Bonica tenía como mano derecha -y pareja- a Miriam Herrera, una joven de 23 años que antes de su carrera delictiva había sido novicia en el Convento de Santo Domingo y bailarina en un cabaret de mala muerte.
El Ford Falcon gris permanecía estacionado allí desde la tarde anterior, sin disimular su condición de vehículo policial no identificable. Sus ocupantes persistían en escrutar el edificio ubicado sobre la calle Hipólito Irigoyen 1310.
Horas después irrumpió una caravana compuesta por otros dos Falcon y tres patrulleros. Algunos uniformados tomaron posiciones en la vereda; el resto se perdió a través del portón. Llevaba la voz cantante un subcomisario. Ya en el décimo piso, sus hombres amartillaron las armas. Y él se plantó en el extremo del pasillo, a unos doce pasos del departamento H, como un futbolista a punto de ejecutar un penal. Luego tomó carrera. El estrépito fue ensordecedor. Pero la puerta no cedió. Era la madrugada del 24 de octubre de 1984.
El primer signo visible de esta trama ocurrió el 27 del mes anterior, con la aparición de unas bolsas tipo consorcio, en los barrios de Caballito, Parque Patricios, Boedo y Flores, que contenían partes de un cuerpo desmembrado.
El inspector Enrique Saladino, sobre quien recayó el caso, no dudó de su carácter –como se decía entonces– “pasional”, dadas las múltiples heridas punzantes que la víctima mostraba en la zona genital. Era –según el informe forense–, un “masculino” de unos 30 años”. Y fue identificado por un pequeño tatuaje. Aquella etapa de la pesquisa le llevó al inspector casi una semana. De modo que, en la mañana del 4 de octubre, tenía la mirada clavada sobre una foto de prontuario.
Frente a él, un subcomisario le susurró: “Mantequilla” era un muchacho de cuidado…
En este punto, explicó que aquel apodo se debía a la piel blanquecina de Jorge Colazo, un ex convicto dedicado al robo de automotores.
En bolsas tipo consorcio, por los barrios de Caballito, Parque Patricios, Boedo y Flores, aparecieron partes de un cuerpo desmembrado. Era Jorge “Mantequilla” Colazo, compinche del Gato Bonica”
La “pista pasional” acababa así de girar hacia un ajuste de cuentas. Saladino, que pertenecía a Homicidios, no tardó en comprender que por ello la investigación pasaría a la órbita de Robos y Hurtos. Su interlocutor era uno de los jerarcas de esa división; su nombre: Carlos Salguero. Y lo cierto es que sabía por donde empezar. Poco antes, un soplón había proporcionado un dato revelador: el finado caminaba con Jorge Alberto Bonica.
Los duelistas
Salguero era un cazador avezado. Y Bonica, una suerte de azote social.
El primero había desarrollado sus aptitudes persecutorias en la temible Superintendencia de Seguridad Federal, el brazo político de la dictadura. En aquellos días, sus presas preferenciales solían ser ciudadanos sospechados de “actividades subversivas”. Ya bajo la democracia supo volcar su experiencia a la lucha contra el delito común.
El otro, por su parte, se había iniciado en el delito antes de cumplir los 15 años, reventando vidrieras de comercios para saquear la mercadería. Y no tardó en pasar de esa modalidad a los asaltos a mano armada. Ahora, a los 29 años, debía unas ocho muertes; entre ellas, la de una anciana a la que obligó a tragar su dentadura postiza.
Salguero no evitó sonreír al recordar semejante detalle de su historial. Pero no pudo espantar de su memoria otro episodio, ocurrido en la primavera de 1983.
Bonica había asaltado un domicilio de Villa Crespo. La llamada de un vecino al Comando Radioeléctrico le malogró la situación. Para su asombro, de golpe se vio rodeado por un inexpugnable cerrojo policial. Y Salguero fue quien encabezaba el operativo, no sin disfrutar por anticipado de su éxito, al punto de permitirse una vanidad: la convocatoria de un periodista amigo de Nuevediario, ante quien, con un dejo solemne, dijo: “El malviviente no tiene escapatoria posible”.
La frase fue dicha justo cuando la cámara –sin que él lo supiera– registraba una sombra casi felina que ascendía por un paredón para desaparecer por los techos de la manzana. A partir de entonces, Bonica pasó a ser llamado “El Gato”. Salguero se juró que volvería a cruzarse con él.
Cada semana, Bonica le dejaba a su madre un casete en uno de los bancos de la iglesia. Ella lo retiraba y, luego de escucharlo, dejaba otro con la respuesta para su hijo en ese mismo lugar”
En el contexto de la investigación por la muerte de Mantequilla, el jefe policial no escatimó recursos para dar con su archienemigo. Pero sin ningún resultado. La búsqueda quedó empantanada. Hasta que el sargento Horacio Lopardo –su hombre de confianza– le vino con un dato promisorio: el prófugo mantenía una fluida comunicación con su mamá.
–La vieja va a misa todos los domingos –fueron sus palabras.
Salguero asimiló el anuncio con cierto escepticismo.
En resumidas cuentas, el suboficial aseguró que, cada semana, Bonica le dejaba un casete en uno de los bancos de la iglesia. Ella lo retiraba y, luego de escucharlo, dejaba otro con la respuesta en ese mismo lugar.
Los ojos de Salguero adquirieron un extraño brillo. Entonces dispuso una discreta vigilancia sobre la anciana y también en los alrededores de la iglesia. El subcomisario estaba convencido de que, tarde o temprano, ello produciría una novedad. En cierto modo, no se equivocó.
Dos días después, Salguero regresaba a su casa de Ituzaingó, cuando vio que un vehículo le hacía luces. No le dio importancia al asunto.
Al otro día, recibió un llamado telefónico en su despacho. Desde el otro lado de la línea, una voz aguardentosa declamó las siguientes palabras:
–Que tal, jefe. Soy Bonica. Ayer le hicieron luces, ¿no? Era yo. ¿Vio que pude matarlo y no lo maté? Sáqueme los perros de encima, que hago un afano más y me borro para siempre.
A continuación, se escuchó el clik que dio por concluida la llamada.
Por toda reacción, Salguero estrelló su puño contra el escritorio. Finalmente, por los dichos de una copera que trabajaba en un cabaret de la avenida San Juan, se pudo saber El Gato se escondía junto a su pareja en un departamento a sólo cuatro cuadras del Departamento Central.
Tanto es así que, al clarear el 24 de octubre, Salguero insistió con otra patada sobre la puerta del departamento H. Pero con el mismo resultado que la primera vez. Entonces, vociferó:
– ¡Entregáte, hijo de puta! ¡Estás rodeado!
Con lentitud, la puerta se fue entornando. Y tras arrojar con delicadeza un revólver Bagual calibre 22, la silueta de Bonica se asomó con los brazos en alto.
Salguero amagó con levantar el arma. En instante estallaron dos fogonazos con sus respectivos estampidos.
La figura de una mujer en corpiño, parada frente a todos con una pesada Ballester Molina entre sus manos, fue lo último que vio Salguero en esta vida. Un par de chorros rojos brotaron de su pecho.
La respuesta no se hizo esperar. La pareja de Bonica –identificada luego como Miriam Herrera, de 23 años– fue acribillada de inmediato.
Los policías habían disparado al unísono. Y lo seguían haciendo. El Gato, en tanto, lograba atrincherarse en el dormitorio. Allí comenzó a gatillar a dos manos.
La novicia rebelde
Ella, como mujer, había atravesado las dos escalas más extremas del infierno terrenal: el Convento de Santo Domingo, situado en la calle Defensa, en donde estuvo a punto de convertirse en monja, y el Pussycat, un cabaret del Bajo, a donde recaló tras dejar los hábitos. De allí, susurrándole palabras de amor al oído, la rescató el tal Jorge Colazo, quien poco después entabló una sociedad delictiva con Bonica.
Así conoció él a Miriam. El flechazo entre ellos fue instantáneo, por lo que ella no tardó en irse con El Gato.
Tal circunstancia no pareció importarle a Mantequilla. Sin embargo, se trataba sólo de una impostura. Porque el despecho se le había entroncado con la ambición. En otras palabras, cuando robaba con Bonica, se quedaba con la mejor parte del botín. Su socio se dio cuenta de ello después de un atraco en el estudio de un arquitecto. El escarmiento fue impiadoso: una tarde aprovechó la siesta de Colazo para atarlo. Ya se sabe que el pobre terminó en diferentes bolsas de basura.
Bonica estaba perdidamente enamorado de Miriam, su compañera de correrías. Ella estuvo a punto de convertirse en monja en un convento de San Telmo aunque después terminó bailando en un cabaret del Bajo porteño”
Cuatro semanas después, al Gato el destino no le dio tiempo como para asimilar la muerte de su amada. Ella, atravesada por los impactos, yacía junto a la puerta del ascensor. Y Bonica seguía disparando a dos manos.
Un oficial corrió para tomar el living por asalto. Un balazo lo derribó. Otros dos uniformados acudieron en su auxilio. Uno cayó en el intento. En agonía, quizás alcanzara a ver que nevaba a su alrededor; en realidad, era del revoque de las paredes que saltaba al compás de los balazos.
Una vecina que asomó la cabeza cayó con un plomo en la frente. El edificio estaba rodeado de patrulleros.
Un helicóptero iluminaba el décimo piso con reflector. El cono de luz le confería a la escena un aire fantasmal. Y las hélices hacían bailotear las copas de los árboles. Hasta que, de pronto, todo quedó a oscuras: los tiros de Bonica habían hecho trizas al reflector. Otros dos uniformados eran heridos de muerte.
Afuera del departamento ya había ya más de 100 policías. Sin embargo, no podían acceder al décimo piso porque el pistolero controlaba el ángulo de la escalera. Al final, quedó sin municiones.
Entonces, cayó fulminado por la metralla policial. Un cabo le dispensó el tiro de gracia. A esa altura, un simbolismo.
Fuente Telam