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Quiroga y sus dos hijos mayores, Eglé y Darío.
A veces para entender la obra del artista es necesario indagar en su infancia, familia y vida privada ya que muchos de esos hechos tienen una inevitable influencia en lo que -en este caso- escriben. El caso de Horacio Quiroga ciertamente no es la excepción.
Horacio Silvestre Quiroga Fortaleza nació el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Cuarto hijo de Prudencia Quiroga y Pastora Fortaleza, era descendiente del caudillo Facundo Quiroga por vía paterna. Las tragedias comenzaron a acecharlo desde pequeño, cuando tenía dos meses a su padre se le disparó de manera accidental la escopeta y murió delante de su mejor amigo. Su madre se volvería a casar años después, en 1891, con Mario Barcos quien sufrió un derrame cerebral que lo dejó semiparalizado y mudo; al tiempo se suicidó al pegarse un tiro en la boca cuando un joven Horacio de 18 años entraba a la habitación.
Quiroga (de pie, el primero de la izquierda) junto a Leopoldo Lugones (con brazos cruzados), Baldomero Fernández Moreno (sentado, a la izquierda) y Alberto Gerchunoff (sentado, al centro).
Estudió en Montevideo donde desarrolló su interés por la literatura, fotografía, ciclismo y la vida campestre. Viajó a París en 1899 tras la muerte de su padrastro, allí permaneció cuatro meses hasta que volvió desencantado para terminar resumiendo su aventura en Diario de un viaje a París que se publicó en 1900. Al regresar comenzó a escribir y a tomar vínculo con escritores de renombre, su libro Los arrecifes de coral fue dedicado a Leopoldo Lugones.
Nuevamente la muerte se haría presente en 1901 cuando perdió a dos de sus hermanos por fiebre tifoidea en el Chaco y mientras limpiaba un revólver que su amigo -Federico Ferrando- usaría en duelo, se le escapó un tiro que mató a Ferrando. Este último hecho hizo que decida cruzar el charco y mudarse a Buenos Aires donde logró que medios como La Nación, Caras y Caretos, PBT y Tipos y Tipetes publicaran sus cuentos. En 1903 acompañó a Leopoldo Lugones, en calidad de fotógrafo, a las ruinas de San Ignacio en Misiones de las que quedaría enamorado.
Quiroga construyendo una canoa en su casa de Misiones.
Tres años después, en 1906, Quiroga decidió comprar una chacra sobre el Alto Paraná donde se dedicó a dar clases. Fue durante esa época, en la cual era profesor de literatura del Normal 8, que se enamoró de su alumna Ana María Cires. Se casaron en 1909 y meses después pidió licencia para mudarse a Misiones. Los padres de Cires, preocupados por la futura nueva vida en la selva de su hija, la acompañaron y se instalaron en una casa cerca del flamante matrimonio. Dos años después nació la primera hija, Eglé, y 12 meses después Darío. Quiroga les enseñó a vivir la vida en la selva desde que comenzaron a caminar como dejarlos solos en la jungla por la noche o sentarlos al borde de un acantilado.
Quiroga junto a Cires.
Ana María no soportó esa vida, se envenenó ingiriendo uno de los líquidos que usaba el escritor para el revelado fotográfico que le causó una agonía de ocho días. Afectado por esta pérdida, Quiroga decidió regresar a Buenos Aires donde en 1917 publicó uno de sus mayores éxitos: Cuentos de amor de locura y de muerte que lo llevó a consolidarse como uno de los cuentistas más importantes de Latinoamérica. Al año llegó Cuentos de la selva, libro dedicado a sus hijos; en 1921 Anaconda y El Desierto en 1924.
Regresó a Misiones, pero no lo hizo solo: se enamoró de la compañera de su hija, María Elena Bravo, a la que le llevaba casi 30 años. En 1928 nació su hija, María “Pitoca” Elena pero las discusiones no tardaron en llegar ya que Bravo detestaba la jungla. En 1935 volvió a Buenos Aires por problemas de salud que lo obligaron a internarse en el Hospital de Clínicas: tenía cáncer de próstata.
La casa que Quiroga construyó en el Alto Paraná.
Corría el mes de febrero, día 18, del año 1937 cuando los médicos le comunicaron que su cuadra era irreversible. Horas después pidió permiso en el hospital para dar un paseo, era el último que daría ya que a su vuelta ingirió polvo de cianuro que lo mató minutos después. Tenía 58 años. Natalio Botana, director del diario Crítica, ayudó para que pueda ser velado en la Sociedad Argentina de Escritores ya que había muerto en la absoluta pobreza. Tiempo después sus restos fueron llevados a Salto. El suicidio lo atormentaría aún fallecido porque un año después su hija mayor, Eglé, se quitaría la vida. En 1952 lo hizo Darío, su único hijo y el 13 de enero de 1988, Pitoca se tiró desde el noveno piso de un hotel porteño sobre la calle Maipú a los 60 años.
Cuando Horacio murió, Alfonsina Storni lo despidió con la siguiente frase: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… allá dirán”. Un año y ocho meses después, el 25 de octubre de 1938, la poetisa también acabaría con su vida al arrojarse al mar por los mismos motivos que su amigo: adelantarse a un cáncer fulminante.
Por Yasmin Ali
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Fuente Diario 26