En el poema de Unamuno al Cristo de Velázquez, inagotable fuente de meditaciones sobre el Crucificado, se lee: «Abandonado de tu Dios y Padre, que con sus manos recogió tu espíritu, te alzas en tu trono congojoso de soledad…». Son muchos los momentos de esa soledad que evoca nuestra Semana Santa, acudamos a los innumerables pasos que discurren estos días por la calles de toda España, en esa renovación anual de la demostración de religiosidad que alienta en nuestras gentes. En los prolegómenos de su juicio y condena, Jesús oraba solo, se entristece y se angustia, me muero de tristeza afirma mientras cae rostro en tierra. La última apelación es la del Hijo a su Padre, Abba, ¡padre mío¡. Es la soledad ante lo que pudiera parecer el triunfo del mal. Es el abandono de quien sabe que se enfrenta a la muerte, un trance al que estamos abocados todos los humanos, aunque algunas voces traten de alzarse en estos tiempos negando su inevitabilidad. Como la historia se ha repetido tantas veces, asistimos impotentes hoy a la muerte de miles de inocentes, no solo en Ucrania. El mundo nos revela el paisaje de la soledad de tantos seres humanos que se preguntan por qué, ante la enfermedad, la injusticia, el mal absoluto. Afirma Ratzinger que la somnolencia de los discípulos que acompañaron a Jesús en este trance «es un embotamiento del alma que no se deja inquietar por el poder del mal en el mundo, por la injusticia y el sufrimiento que devastan la tierra». Pero, igualmente señala el gran teólogo que «en la Cruz Jesús se convierte en fuente de vida para sí y para todos». Porque sabemos que el recorrido de estos días de evocación del dolor, silencio, soledad y muerte es el camino hacia la Pascua. La palabra que define estos días de misterio es redención, es decir esperanza. Hay una vía abierta en los brazos abiertos de una cruz, que ha sido santo y seña de generaciones a través de los siglos. Hay una invitación a esperar el triunfo del bien.
Fuente ABC