LA HABANA, Cuba. — En Las iniciales de la tierra, la primera de las seis novelas el escritor y cineasta Jesús Díaz (1941-2002), se cuenta la historia de Carlos Pérez Cifredo, quien evoca su vida ante la planilla cuéntamelo-todo para ser procesado para ingresar en el Partido Comunista.
El protagonista, que de ser un pepillo jodedor de la pequeña burguesía se transformó en un castrista furibundo, narra sus experiencias en las milicias, la escuela militar, Playa Girón y la zafra de 1970. A medida que se desarrolla el relato, se reflejan sus muchas dudas y contradicciones sin resolver, y se ve cómo un idealista se convierte en un dogmático al dejar que domen y conduzcan por otros rumbos sus sueños e ilusiones.
El libro tuvo que esperar quince años para que fuera aprobada su publicación en 1988, en la editorial Letras Cubanas, un año después de que se publicara en España.
En 1973, con el título Biografía Política y la estructura narrativa dictada por el orden de las preguntas de la planilla partidista, Jesús Díaz envió la novela al concurso Casa de las Américas, que había ganado en 1966 con el libro de cuentos Los años duros. Pero la dirigencia del Partido Comunista le obligó a retirar la novela del concurso por considerar que era “lo más conveniente para la Revolución”.
En octubre de 1982, durante el II Encuentro de Narrativa Cubana, en Santiago de Cuba, Jesús Díaz leyó en presencia del entonces ministro de Cultura, Armando Hart Dávalos, un fragmento del libro, al que había cambiado el nombre y el orden cronológico a la narración. Luego de la lectura, Hart conversó con Jesús Díaz y tras hacerle algunos señalamientos regañones, se comprometió a “trabajar” para que se publicara la novela, lo cual ocurrió cinco años más tarde.
Algunos consideran que Las iniciales de la tierra es la novela de la Revolución cubana. Pero su autor no estaba de acuerdo con esa valoración. En una entrevista realizada en 1988 por el escritor José Fernández Pequeño — y que permaneció inédita hasta el año 2013, cuando fue publicada en La Gaceta de Cuba— , Jesús Díaz explicaba: ”Es ingenuo pensar que uno ha escrito esa novela de la revolución. Yo solo pretendía salvar ciertas memorias, angustias y tensiones. Luego de escrita la novela, me he dado cuenta de que ella es una reflexión sobre la intolerancia, sobre ese hábito permanente de juzgar a los demás que se nos fue pegando… Desarrollamos una enorme capacidad para clasificar el mundo y para emitir juicios acerca de las personas que nos rodeaban, hasta que un día el juzgado era uno mismo, juzgado sin apelación posible…”.
Jesús Díaz también sería víctima de la intolerancia oficial y le llegaría el turno de ser “juzgado sin apelación posible” cuando se hizo incómodo para el régimen. Desencantado, rompió definitivamente con el castrismo y se exilió en 1992.
La historia del protagonista de Las iniciales de la tierra es similar a la de muchos millares de cubanos que eran jóvenes en 1959 y, seducidos por Fidel Castro, se consagraron a la construcción del paraíso que les prometía el Líder que consideraban infalible. Para ello, renunciaron a sus sueños y planes individuales para hacerse parte de una masa que ciegamente obedecía órdenes y “orientaciones de arriba” y repetía consignas.
Cuando se lo exigieron, esos jóvenes abandonaron o escondieron sus creencias religiosas, dejaron de tratar con sus parientes y amigos que fueran desafectos al régimen y dieron por muertos y olvidados, por apátridas y traidores, a sus familiares que se fueron del país.
Dispuestos a cumplir todos los sacrificios que les exigían, se sometieron a pruebas tremendas, a veces sin necesidad, solo por probar “su condición de revolucionarios”, como en las marchas de los 62 kilómetros. Se les exigió que fueran capaces de sobreponerse a sentimentalismos y todo lo que no fuera el servicio a Fidel y la Revolución. Sus modelos tenían que ser Chapaev y otros héroes de los libros soviéticos, Che Guevara, con su disciplina suprahumana frente al asma, o Juan Marinello, capaz de abandonar el velorio de su esposa para asistir a una sesión de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Masoquistamente gozosa, en busca del carnet rojo, toda una generación puso su vida en el potro del martirio revolucionario, presumiendo de ello y repitiendo: “Fidel, dinos qué otra cosa tenemos que hacer”.
En el cumplimiento de tareas y misiones, estas personas descuidaron la atención a sus hijos cuando estos más necesitaban a sus madres y sus padres, pero no les preocupó, porque los dejaron, confiados, en manos del Estado para que los educaran y formaran como los hombres nuevos del comunismo.
Hoy, al cabo de seis décadas de sacrificios, muchos de esos hombres y mujeres que creyeron vivir una epopeya gloriosa son esos ancianos hambreados y andrajosos que siguen siendo fidelistas; no creen en lo que sufren a diario y en lo que ven sus ojos, sino en lo que dice el periódico Granma y el NTV.
En las colas en la farmacia o para comprar comida son mal mirados cuando justifican las penurias con “el bloqueo” y piden que confiemos en los dirigentes y el Partido. Sus vecinos los rehúyen y advierten que hay que cuidarse de sus chivatazos. Sus hijos y nietos les reprochan y los culpan por haber contribuido a “esta mierda”.
Patéticos, ponen a prueba nuestra humanidad: uno no sabe si tenerles lástima o desearles que, si no pueden callarse la boca y dejar de molestar con sus monsergas, revienten de una puñetera vez y vayan a reunirse en el otro mundo con su amado Máximo Líder.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org