LA HABANA, Cuba.- Esa carita asombrada que usted mira en la foto es la mía, cuando aún no cumplía el primer año. Creo que el autor de la foto fue Celestino, o quizá Tirso, que era el hijo de Celestino. Eran ellos los fotógrafos más connotados del pueblo en el que nací, quizá los únicos. Decían mis mayores que cuando un niño lloraba asustado ante la cámara, los fotógrafos que fueron mis vecinos procuraban mi presencia en el estudio.
Y todo cuanto querían era que yo posara ante la cámara para que el lloroso perdiera el miedo al armatoste que era aquella cámara levantada sobre enormes patas y con el lente fijo sobre la cara del niño llorón. Y esa foto que escojo, esa carita, es de esos años, y sin dudas es la que más me gusta. Me encanta mirarme con la mano sobre la boca y los dedos tan abiertos. Sin dudas el fotógrafo quería connotar la expresión de asombro de ese niño que fui hace tanto tiempo.
Y si la expongo ahora es porque un suceso de la vida nacional me sentó esa imagen en la silla turca, y porque además no puedo, más bien no quiero, salir de ese asombro del que me hicieran víctima. Y el culpable es un tal Yoerkis, uno de esos tantos muchachos que pertenecen a esa generación a la que Yoani Sánchez bautizara como “Generación Y”. Resulta que el tal Yoerkis, periodista de un medio oficial de cuyo nombre no me acuerdo, o no quiero acordarme, nos hace notar unos versitos que aseguran que Fidel estuvo en Matanzas.
Y lo único que nos faltaba en tan desesperados instantes es la resurrección de Fidel Castro y su vuelta a la vida. El delirante lo vio sereno, lo vio resuelto, lo miró erguido, y hasta conmovido abrazando a una familia. Y yo, pobre mortal no pude hacer otra cosa que cruzar los dedos, montar uno sobre otro para que no se hiciera realidad el sueño, más bien el delirio, más bien el desequilibrio de ver su retorno, su vuelta, su venida, en fin, la resurrección de ese que tanto odiara, de ese que negara la resurrección de Cristo, y su vuelta.
Y dicen que lo vieron en el “supertanquero”, y también junto al bombero. Algunos lo miraron con sus propios ojos, coordinando alianzas, revisando planos, y seguro que señalando con su dedo índice de uña impecable, limpia y ovalada, que hacía creer que acababa de hacerse la manicure. Ellos vieron los dedos finos que jamás sujetaron un machete, al menos no más allá del instante de la foto. Y seguro que lo miraron también en el instante en que abrazaba al hijo del desaparecido, a la esposa y a la madre, prometiendo que nada les faltaría, que él les daría todo, y más. Fidel haría de cada muerto un héroe, y pondría su nombre a alguna escuela, a un hospital, incluso al servicio de quemados de algún hospital en la isla.
Fidel usaría, tristemente, a cada muerto. Y yo no pude ver a Fidel, y ni siquiera conseguí imaginarlo con el lente de cientos de cámaras encima, no sentí el disparo de la cámara, ni la luz de los flashazos. Yo no vi a Fidel, porque él no estaba, porque ya no estará nunca, y además porque evito, incluso, suponerlo en esos sitios de desastres: siempre preguntando y preguntando, prometiendo y prometiendo, y olvidando y olvidando, y sin cumplir lo que tanto estuvo prometiendo. Yo no vi a Fidel en Matanzas dictando al oído de Díaz-Canel, ni recriminándolo, ni aprovechando ese encuentrito para recordarle su tontera de creer que la limonada es la base de todo. Yo solo recuerdo a un Fidel Castro viejo y demacrado, enfermo, y vistiendo ropas Adidas y un Rolex GMT-Master.
Yo, cuando me resulta inevitable el recuerdo, lo veo creando las UMAP, lo recuerdo dando la orden de abatir al remolcador 13 de marzo o prometiendo diez millones de toneladas de azúcar, sin que cumpliera, y lo que es peor, recuerdo su destrucción de la industria azucarera y la arrocera y la veguera. Y lo culpo de que hoy yo esté escribiendo este texto que debí escribir ayer o antier, pero por su culpa, por su grandísima culpa, pasé todo el día sin corriente eléctrica, y la carga que tenía mi PC apenas alcanzó para unas breves líneas.
Yo escribo sin la tacita de café al lado, a pesar del “Cordón de La Habana”, yo escribo pensando en el último café amargo que tomé, porque los diez millones de toneladas de azúcar no se hicieron nunca. Yo escribo esperando otro apagón de doce horas y al calor inmenso que agota y deshidrata. Yo escribo pensando en lo que voy a cocinar, y en la cola enorme para comprar eso que pondré al fuego, ese fuego que se escabulle de pronto, que se esfuma y me deja la comida a medio hacer, y siento el hambre, y me acosa el odio.
Y pienso otra vez en el 13 de agosto. Mientras culmino estas líneas sigue siendo 13 de agosto, pero los lectores ya no verán este texto en la fecha más conveniente, porque tuve un apagón de doce horas y es muy difícil escribir a oscuras, y bajo un enjambre de mosquitos que podrían conseguir que muy pronto tenga el dengue, y todo por culpa de ese hombre que este fin de semana estaría cumpliendo años, y al que celebran aunque esté muerto, y enterrado. Y espero que sin derecho a resurrección.
Y justo cuando ya estaba dispuesto a cerrar este texto, aparece en la televisión Cándido Palmero para hablar de su querido jefe. Aparece ese Cándido Palmero que presidiera el contingente Blas Roca, ese contingente que diera tanto golpe tras el “maleconazo”, esa insurrección de aquel 5 de agosto que recordamos hace solo unos días. Y allí estuvo Fidel, y miró con esos ojos que ya tragaron la tierra o el fuego que lo convirtió en cenizas. Allí estuvo Fidel, y lo más probable es que pronto Raúl Torres lo asegure en alguna de esas canciones que están por llegar.
Y es probable que vulneren la obra de Martí, que aseguren que alguna mariposa miró a Fidel desde su rosal, entre los escombros y rescatando los cuerpos sin vida, los cuerpos quemados, los deshechos de esos cuerpos. Es casi seguro que los delirantes lo vean por allí, arriesgando su vida, queriendo subir a un supertanquero, con la misma fuerza con la que descendiera, y ante alguna cámara, de un tanque en Girón, porque así es la historia cubana última cuando de Fidel se trata. Una historia plena en delirios, una historia en la que no importan mucho los sucesos y sí los “héroes”, una historia donde no importa el contenido, pero sí el continente. Así es de falsa la historia que hacen los comunistas.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org