LA HABANA, Cuba. – Dicen que la delgadez, y más que la delgadez la caquexia, son signos de algunas enfermedades mortales. Dicen que la pérdida de peso puede estar asociada al cáncer, al sida, a algunas enfermedades pulmonares, como esa a la que los especialistas dieran el nombre de Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica. Y es que se dicen muchas cosas sobre la delgadez, especialmente en estos días cubanos en los que resulta tan difícil llevarse algo a la boca y masticar para deglutir, para tragar luego.
Se dicen tantas cosas sobre el comer y se ha escrito tanto sobre la cocina… Yo mismo he leído muchísimo sobre el placer que acompaña a la comida, incluso a ese sopor que acompaña a la digestión, que aunque nos deja en una especie de letargo no deja de ser placentero. Los cubanos tenemos cierta pasión por la mesa bien servida, por los platos humeantes y olorosos; pero hemos tenido que conformarnos, como los pajaritos, con migajas.
No recuerdo yo, porque no los viví, algunos de esos tiempos de estable bonanza a los que algunos historiadores prefieren llamar “de las vacas gordas”. Yo, que nací después del gran desastre cubano, allá por 1963, no consigo recordar una despensa bien surtida. Yo nací, y he vivido casi todas las carencias que han azotado a la Isla, esos períodos a los que los comunistas llaman, eufemísticamente, “especiales”. Yo he vivido en un eterno Período Especial, que se hiciera más intenso tras el desmoronamiento del campo socialista. Tristemente, yo ni siquiera alcancé las “vacas flacas”.
Yo he vivido en medio del sobresalto que acompaña a la mesa vacía, pero todavía recuerdo la parsimonia de mi madre “poniendo la mesa”; siempre el mantel, siempre las servilletas y cada uno de los cubiertos, aunque se usaran solamente un par de ellos. Mi padre creía, equivocadamente, que si cada cubierto estaba en su lugar la miseria sería un poco más llevadera; y calladamente se equivocaba, callado miraba la pulcritud del cuchillo que no usara, de la impecable y lustrosa limpieza de las cucharillas para el postre.
Y es que Cuba lleva muchos años de Período Especial, tantos que ya impresionan como si hubiera transcurrido una eternidad. Y para colmo, hasta hemos soportado que nos quieran hacer creer que una limonada es la base de todo, que es rica la carne de avestruz, que es deliciosa la claria, que quizá podría serlo si no se hubiera comido tanto. Yo he conocido la tristeza que acompaña a la mesa mal servida. Cuba, y los cubanos de a pie, conocemos muy bien la mesa pobrísima, pero tenemos referencias de lo que comen otros, los carcamales que detentan el poder.
Los cubanos que estuvieron apegados al misal lo apartaron un poco para hacerse acompañar por la libreta de abastecimiento, ese devocionario comunista. Y con los años creció el racionamiento, con los años las restricciones se volvieron comunes, se convirtieron en una triste costumbre. Sesenta años después seguimos sufriendo el racionamiento que creció como la mala yerba. Crecía como si regañara a los dientes que esperaban una mayor actividad, un poquito de movimiento, un movimiento que los comunistas entendieron como el desenfreno de los dientes, de los pobres dientes de la gente pobre.
Y ahora hemos llegado a la mayor pasividad de esos huesos que los labios recubren y que la lengua acaricia. Ahora llegamos al punto más alto de la quietud bucal y de la caquexia, pero lo triste es que no son todos los que están flaquitos. Mientras adelgazamos nosotros, mientras el “estómago se pega al espinazo”, otros engordan sin recato, sin vergüenza. Y en estos días que siguieron al huracán pudimos comprobarlo.
En estos días los jefes se hicieron más visibles en sus recorridos, en sus diálogos con los afectados, en sus peroratas para apaciguar los ánimos; siempre vestidos de verde olivo, y siempre con enormes panzas. En estos días vimos la cara al “presidente” de la República, pero mucho más su vientre, una panza abultada, más bien enorme. En estos días vimos una barriga que denota la voracidad del “presidente”, y hasta puede suponerse la fruición que le provoca la comida. En estos días vimos a gobernadores y primeros secretarios del Partido con unas panzas dilatadas que amenazaban con hacer estallar esas ataduras de botones, y hasta la piel, cada tejido, para dejar al descubierto unas tripas infladas por tanto comer.
Y los cubanos de a pie, tan parecidos en la caquexia a esos que aparecieron en las páginas de Bohemia, en aquella sección a la que llamaban “De la Cuba de ayer”, se hicieron más visibles, crecieron en número. Los cubanos andamos desolados, prestos a las peores tribulaciones, engañados todos con esas tonteras de que el poder lo tiene el pueblo, cuando lo único que tiene es incertidumbre, el mismo dilema de cada día: ¿Qué cocinaré? ¿Qué comeré? Los cubanos saben que la gordura es insana, pero que también lo es la inanición y el hambre. Y es que comer también podría ser, parodiando al tango, un placer sensual.
Comer es vivir, pero por acá, cocinar y comer es, más bien, sufrir; es resistir el hambre, ese hambre que es uno de los grandes males del comunismo. Y más triste resultarán nuestros desfallecimientos por hambre, y peor aún seguir confrontando la abultada redondez de algunos jefes, gobernadores y secretarios del Partido Comunista, miembros de la Asamblea Nacional, del Consejo de Estado y del Comité Central del Partido. Y nosotros quietos, soñadores suplicantes haciendo recordar aquel verso de Neruda: “Por ahora no pido más que la justicia del almuerzo”. Pero yo quiero algo también para la noche, aunque sea algo frugal, algo tan simple como un vasito de leche, y que no aparezcan los gordos jefes en mis sueños.
ARTÍCULO DE OPINIÓN
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Fuente Cubanet.org