LA HABANA, Cuba. — Se ha puesto el sol sobre una ciudad que, dicen, está celebrando su aniversario 503. La Villa de San Cristóbal de La Habana, que ha acumulado muchísimas heridas en los últimos años, vuelve a ser blanco de homenajes que ella, estoica, acepta; quizás para no ser descortés, quizás porque ya le da igual.
La Habana sabe que ha envejecido del peor modo posible. En esta hora tranquila, sucedidos ya el acto oficial, el mitin en El Templete, las tres vueltas de ceiba y el lanzar de monedas, si es que quedan monedas en los bolsillos de algún cubano, la otrora hermosa villa se recoge discretamente y huye un poco de sí misma. Huye de la tarima con enormes amplificadores en la calle Galiano y del espectáculo de luces anunciado por la empresa eléctrica para descansar, aunque solo por hoy, de la perpetua oscuridad gracias —quién sabe— a la termoeléctrica flotante turca que alguien desvió a toda prisa desde República Dominicana hasta las aguas de su bahía.
La Habana huye de las abundantes caridades. En silencio ha permitido los elogios porque en su infinita paciencia se conmueve por los que insisten en ver en ella algo que hace mucho tiempo dejó de ser.
Quiere pensar que la recién llegada central turca no fue un favor de Erdogan a Díaz-Canel para poder llevar a cabo estos innecesarios festejos sin el incordio de los apagones. La víspera, al ver el barco con la media luna enseguida se alarmó. Han sido tantas las humillaciones y la mendicidad en su nombre, que no le extrañaría que también el onomástico se lo celebraran gracias a la generosidad de alguien más.
Desde alturas y quicios cualesquiera, La Habana ve partir a sus hijos naturales y se deja invadir, hospitalaria, por otros adoptivos, dotados de la habilidad de multiplicar tabiques y barbacoas. Se recoge las faldas y cruza ligera sobre los hilos interminables de agua albañal. Atraviesa barrios, repartos, comunidades improvisadas, zonas residenciales y se detiene en el puente sobre el río Almendares.
Allí, en su soledad, recuerda las aguas cristalinas que le dieron el estatus de “villa”. Imposible reconocer en los feos olores que hoy emanan de los márgenes, el aroma paradisíaco de aquel camino de agua quinientos años atrás.
Su alma busca la corriente del Golfo que condujera al capitán Antón de Alaminos desde México hasta la península, tan rápido que aquel azar de la naturaleza le ganó el título de ciudad capital, destino obligado del sistema de flotas; abierta siempre al comercio, a la humanidad de paso, al dinero contante y sonante.
“Del ejido a los astilleros”, recuerda. Seis meses de arduo trabajo por otros tantos de tráfico y vida ligera, con algún ataque de piratas intercalado. Se acostumbró a vivir intensamente, a reconocerse en las fortalezas desiertas, en la cuadrícula de las plazas y en ese litoral bendito que no le permite ir contra sí misma.
Ha pasado tanto tiempo. Ha sido tan absoluta la destrucción que se llena de vergüenza al pensar que seis años atrás alguien osó nombrarla “Ciudad Maravilla”, cuando ya quedaba en ella muy poco de maravilloso. Se pregunta qué diría ese imbécil ahora que la plaga verde olivo ha arrasado con todo.
Un grupo de jóvenes cruza el puente. Hablan de que La Habana está muy churrosa para andar celebrando nada. “Se está cayendo”, dicen y ríen a carcajadas. Ella se duele y se aparta. Se mira con lástima. Piensa en otras ciudades que han envejecido bien. Sufre.
Casi en la esquina de 23 y 26 dos señoras recuerdan otros tiempos con nostalgia. Tiempos de República. Tiempos en que ella se paseaba oronda, con la altivez de una pequeña Viena, como la describió la poetisa.
Quinientos tres años son muchos años. Muchísimos. Bastaron solo sesenta para destruir su belleza y casi doblarle el espíritu; pero de alguna forma ha logrado sobrevivir en el carácter, el corazón y la memoria de sus hijos más leales; esos que mantienen a raya a los invasores, a la propaganda, al olvido. Hijos que se afligen al verla sumida en tanto oprobio, pero que la aman incondicionalmente desde el centro del dolor, o desde el horizonte. Hijos que la piensan con el alma estremecida y la llaman sin consuelo: Habana, mi Habana.
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Fuente Cubanet.org