Por Jorge Enriquez
El discurso del presidente Alberto Fernández al inaugurar el período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación no fue el mensaje previsto por la Constitución para esa ocasión solemne, conforme el art. 99, inc.8 de la CN, sino una pieza facciosa y militante, de bajísimo nivel. El presidente no se dirigió al Congreso ni a todos los argentinos, sino a su base partidaria más estrecha. Casi se podría decir que solo le habló a la persona que estaba sentada a su izquierda, Cristina Kirchner.
Esa inspiración lo llevó a dedicarle una parte sustancial de su exposición a la justicia. Algunos creen que lo hizo para intentar desviar el eje del escándalo del vacunatorio VIP. Ese motivo pueda haber influido en el énfasis particular con que abordó el tema, pero en el fondo no fue nada que deba sorprendernos: desde el anuncio de una reforma judicial hace un año, ha habido un crescendo en el discurso oficial sobre el Poder Judicial, que alcanza su máxima expresión, por ahora, en la bochornosa declaración de Cristina Kirchner durante una audiencia de una de las tantas causas que debe afrontar.
Fernández insistió en la reforma judicial sobre el fuero penal sobre la que ya la gran mayoría de los expertos ha señalado su inconveniencia, porque no responde a las necesidades de los ciudadanos y solo complica y demora más los procesos.
Agregó la necesidad de un enigmático control que debería realizar el Congreso sobre los jueces. El presidente, que se jacta de ser un profesor de Derecho (y gusta de difundir fotos en las que se lo ve dando clases), no puede ignorar que el único control que ejercía el Congreso con relación al desempeño de los jueces era a través del juicio político, que desde la reforma constitucional de 1994 pasó a ser una competencia del Consejo de la Magistratura y el Jurado de Enjuiciamiento, salvo para el caso de los miembros de la Corte Suprema.
Rápido para los deberes, al amparo de esa iniciativa presidencial, tan halagadora para los oídos de su jefa, el senador Oscar Parrilli propuso que el control lo llevara a cabo una comisión bicameral. Más tarde, la ministra de Justicia, Marcela Losardo, procuró relativizar lo que el presidente había anunciado y Parrilli ejecutado, herejía que la puso al borde de la renuncia, la que finalmente se concretó.
Ahora bien, supongamos que en razón de su mayoría parlamentaria el kirchnerismo logra avanzar con esa comisión bicameral. ¿Qué atribuciones tendría? De acuerdo a la Constitución, ninguna. Por cierto, puede reunirse y hacer comentarios, pero para las charlas que no puedan derivar en ninguna acción concreta del Poder Legislativo es mejor el ámbito de los cafés.
El presidente volvió a mencionar su interés por una de las propuestas de algunos de los integrantes de la llamada “comisión Beraldi”: un tribunal federal, solo inferior a la Corte Suprema, que intervenga en los recursos por arbitrariedad de sentencia. Detrás de esa fachada supuestamente técnica, se esconde un propósito muy evidente: quitarle parte de su competencia al máximo tribunal. Es necesario aclarar que la Corte, el único tribunal creado por la Constitución, no interviene, salvo algunas excepciones, más que en cuestiones federales y constitucionales. En principio, quedan fuera de su competencia tanto los temas de derecho común como procesales y probatorios, todos los cuales quedan reservados a las jurisdicciones provinciales. Solo excepcionalmente, y como una creación judicial de la propia Corte (porque no está prevista en la ley 48, que desde 1863 regula el recurso extraordinario federal), admite entender en otros casos cuando las sentencias, una vez agotadas todas las instancias ordinarias, sean arbitrarias, es decir, tengan vicios de hecho o derecho tan groseros que las descalifiquen como una razonada derivación del derecho vigente. El fundamento es que se trata de violaciones al debido proceso, que es un derecho constitucional.
En consecuencia, la creación de un tribunal intermedio no podría impedir que lo resuelto por él no sea a su vez considerado arbitrario por la Corte, lo que solo contribuiría a prolongar innecesariamente los procesos, en franca contradicción con los alegados (e hipócritas) objetivos de la “reforma judicial”.
Pero todas esas incoherencias dejan de ser tales cuando se las mira desde una perspectiva más amplia, como la que brindó horas después Cristina Kirchner. Es claro que una justicia independiente es incompatible con un poder concebido en términos autoritarios y hegemónicos. No hay República ni Estado de Derecho sin jueces que apliquen la Constitución y las leyes aún a quienes dominan el poder político. Por eso, deben ser removidos para que la justicia se subordine a ese poder, siempre, claro está, que lo ejerza el kirchnerismo, única expresión auténtica del pueblo. Lo ha dicho con todas las letras la jefa espiritual de ese movimiento, lo han dicho en muchas oportunidades otros destacados dirigentes del Instituto Patria. Sería un acto de suma necedad no creer en la sinceridad de esas palabras. Dejemos el candor de los cómodos discursos “antigrieta” y enfrentemos con decisión este ataque a las bases mismas de nuestras libertades y nuestra convivencia pacífica.
Diputado Nacional por CABA (Juntos por el Cambio-PRO)
Fuente La Nación