Por Santiago Fioriti
El zumbido de las hélices del helicóptero llegaba con nitidez a los despachos del primer piso de la Casa Rosada. No hacía falta, pero la secretaria de uno de los funcionarios más cercanos a Alberto Fernández cumplía con la rutina: “Se acaba de ir el Presidente”, dijo al abrir la puerta e interrumpir la reunión. Eran las 20.35 del jueves. Las luces del Patio de las Palmeras todavía permanecían encendidas y cubrían con un apacible aire amarillo galerías y pasillos sin transitar. El Presidente regresaba a Olivos después de otro día fatídico para sus asesores y encargados de la comunicación.
—¿Podemos decir que se terminó la jornada? —preguntó un rato después este periodista a un funcionario que se marchaba por el Paseo de la Explanada.
—Nunca se sabe —dijo el hombre antes de subir la ventanilla y de que su chofer acelerara para perderse en el Bajo porteño.
Los ministros han comenzado a asumir que, ni aun cuando el Presidente se retira a la Residencia, se puede estar tranquilo si antes hubo un día agitado con declaraciones fallidas o furcios. Su cuenta de Twitter se activa sin previo aviso y es él mismo quien la maneja. También es él quien decide cuándo salir, de improviso, en radios y televisión. A veces le escriben directamente los conductores de los programas y él acepta ser entrevistado en el momento, convencido de que podrá aclarar situaciones que lo han dejado en posiciones incómodas. Sus funcionarios se enteran cuando es demasiado tarde. Las respuestas no se estudian, ni siquiera se preparan. Es una crítica que le hacen en la cara, incluso Cristina. Alberto confía en su intuición.
Sus más viejos y mejores amigos, los que lo frecuentan desde hace décadas -los que lo hacían durante sus años como jefe de Gabinete y los que lo veían, sobre todo, durante su larga travesía por el llano-, le aconsejaron que cambiara su celular una vez que resultó electo. Ocurrió durante las primeras deliberaciones en Puerto Madero, cuando todo era euforia y confianza. Le insistieron entonces con que no podía encargarse él mismo de la comunicación. Que había que ensayar las apariciones y abordarlas con un equipo. Fernández reniega de ese estilo. Odia a los Durán Barba.
“Si nos das el celular tenemos el cincuenta por ciento de los problemas resueltos”, le dijeron. Alberto se negó. Hoy, esos mismos amigos, algunos alejados porque lo ven sometido a los designios de Cristina y otros sin despegarse un minuto cuando las cosas no andan bien, están al borde de la desesperación. “Hay que pararlo. Tiene que frenar un poco”, imploran. No solo son sus amigos. La Cámpora se encuentra en estado de alerta.
Los desaciertos de Fernández en materia de presentaciones públicas no son nuevos, pero esta semana pareció haber un quiebre. Fueron tres días consecutivos de deslices, algunos realmente graves, que no solo impactaron en el país. “Los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva y los argentinos llegamos en los barcos”, dijo Fernández, frente a la mirada de Pedro Sánchez, el mandamás español.
Nadie pudo explicar cómo y por qué dijo semejante cosa, tampoco por qué le atribuyó el razonamiento a Octavio Paz y no a su amado Litto Nebbia, tan amado que ha ido a verlo a escondidas a sus presentaciones por streaming. La última vez se cruzó de la Rosada al Centro Cultural Kirchner para saludarlo.
En el mundo de intelectuales K la frase sobre Brasil, México y la Argentina cayó con el peso de una bomba. El antropólogo Alejandro Grimson y el filósofo Ricardo Forster, que trabajan con cargo para Fernández en la elaboración de sus discursos, hubieran querido esconderse. Sus celulares estallaron. “Che, ¿vos estás de acuerdo con esto?”, les preguntaban sus colegas. Para Grimson la pesadilla fue completa. Tiene escrito un libro, titulado Mitomanías argentinas, donde dice exactamente lo contrario a la reflexión de Alberto. “La idea de que los argentinos son todos europeos es un mito que estuvo vinculado a la fundación de la Nación”, sostiene en el texto.
Mientras a Forster y a Grimson los atormentaban sus pares, los memes inundaban los celulares de la mayoría de los argentinos, aun los de quienes no podrían mencionar el nombre de tres ministros porque huyen de la política y pasen de largo cualquier noticia. Un trabajo encargado por el Gobierno reveló números contundentes de métricas en los portales y mediciones de TV. El tema seducía a un lado y al otro de la grieta.
La confusión del jefe de Estado pasó las fronteras. “Con una declaración que fue ampliamente considerada como xenófoba y ofensiva, Fernández consiguió ofender en su país y en toda América Latina, incluso en las naciones más poderosas de la región”, escribió The New York Times. “Alberto Fernández irrita a todo un continente con una sola frase”, tituló El País de España.
La cuestión se volvió viral. Las burlas se reproducían en Twitter, Instagram y Facebook con un tono irónicamente darwiniano. “Los bolivianos salieron de los bichos bolitas”, “los veganos de Las Vegas”, “los paraguayos de la mandioca”, “los enanos vienen de los Países Bajos” y “los chinos vienen del súper”, entre decenas de ocurrencias.
Alberto se rindió ante el ingenio popular. Lo vieron reírse a carcajadas en su sillón de la Casa Rosada mientras revisaba los memes que le llegaban. Antes había intentado aclarar la cuestión en Twitter. Se sintió tan mal con el hecho que fue una de las primeras veces que pidió ayuda antes de escribir los tuits. Si bien se la dieron, Fernández aportó el último toque personal antes de mover los dedos en su pantalla. No le fue todo lo bien que esperaba. Quince horas más tarde tuvo que retomar el hilo de Twitter. Una aclaración después de la aclaración.
“Tengo ganas de llorar. Mirá que Alberto es inteligente, eh”, se lamentaba uno de sus grandes amigos, el viernes, después del último furcio, el menos grave, cuando dijo “vayan y contágiense” en lugar de “vayan y vacúnense”.
Lo que más se oye en su círculo es que está sobrepasado. Que tiene que hacer cambios urgentes. Incluso aquellos que se burlan de las rutinas de Mauricio Macri – que viene de confesar que en las épocas de crisis de su administración solo quería llegar a Olivos y conectarse a Netflix- afirman que tendría que dejar de estar vinculado a la gestión y a la política las 24 horas.
Los errores presidenciales dejan al desnudo otro flagelo, también muy cuestionado por los propios adherentes al Frente de Todos: el vacío en el Gabinete de voces potentes, un antiguo reclamo de la vicepresidenta, que obliga a Fernández a poner la cara frente a cada anuncio o problema. Alguien recordó esta semana una frase de Aníbal Fernández: “Pidan la pelota, loco”.
Los cuatro alfiles del Gobierno que asoman la cabeza por debajo de la dupla presidencial hablan poco o no hablan. Máximo Kirchner se escapa de los periodistas como de la peste; “Wado” de Pedro hizo solo dos o tres apariciones en el año; Sergio Massa aparece cuando puede capitalizar algún anuncio y Santiago Cafiero, que es el que más habla, no termina de encantar a la tropa propia.
El desconcierto es tal que el que gana terreno entre la feligresía oficialista es Leandro Santoro, que ni siquiera tiene cargo formal. Es, apenas, legislador porteño. Santoro concurre con frecuencia a la TV. No es un dirigente que pueda seducir a electores moderados, pero, desde su lugar, hace lo que le piden a Alberto. Estudia, prepara los temas y tiene voluminosas carpetas con cuadros sinópticos, frases y datos de la economía confeccionados a mano en su PH de Parque Patricios. A veces, Santoro habla o chatea con Alberto y le sugiere intervenciones fríamente calculadas. Él, como todos sus asesores, quiere creer que algún día le hará caso.
Fuente Clarin