
La muestra, curada por Laura Casanovas, comprende desde sus tempranos grabados de los años 50, con formas neoexpresionistas, hasta pinturas recientes, que incluyen retratos de su mujer Amanda, su hijo Ernesto, alegorías de la vida y la muerte, de las luchas sociales a lo largo del mundo, y pequeñas esculturas como la dedicada a las pesadillas de Kafka y otra a uno de los jinetes del Apocalipsis.
“En Galicia, en el pueblo de mi padre”, continúa, “hice una escultura con piedra valeriana: siete bloques y cada uno de ellos pesa 10 toneladas. Se llama “Los emigrantes” y representa una semilla. La semilla tiene memoria genética, al igual que los seres humanos y los pueblos. Esa semilla es como un faro, de noche se enciende. Es bueno volver a los orígenes: yo no conocía el pueblo de mi padre; la otra parte, la de mi madre, es vasca. Allí conocí el significado del apellido Esquivel: ‘esquí’ es cumbre y ‘vel’ es valle, de modo que Esquivel es ‘de la cumbre al valle’”.
El interés de Pérez Esquivel por el arte se remonta a su infancia, de condición muy pobre. “Mi padre murió siendo yo muy pequeño”, agrega, “y el único recuerdo que conservo de mi madre, yo tenía 3 años, fue cuando un día me sacó de la cama y me mostró, en el cielo, algo como un cigarro grande: era el dirigible Graf Zeppelin cuando pasó por Buenos Aires, de modo que eso fue en junio de 1934. A todos los hermanos nos separaron y fuimos a distintos asilos. Yo estaba en un convento, y allí las monjas me daban cada paliza porque dibujaba todas las paredes. La portera del asilo, que se llamaba Josefa y no era monja, fue mi primera maestra en el arte. Ella se sentaba en un rincón del patio y, con una cuchilla, tallaba figuras de madera para el pesebre. Cuando yo hacía lio, la única que me calmaba era Josefa. Un día le pedí que me enseñara a tallar, y así me fue guiando. Yo tendría unos siete años”.
Sus estudios formales se iniciaron en el magisterio, en la Escuela de Bellas Artes. “En esa época Íbamos mucho a la Boca y pintábamos manchas, cuadros pequeños. Éramos pícaros, porque hacíamos los cuadritos frente a las cantinas; entonces los dueños, a cambio de esas pinturas, nos llevaban sánguches, comida. Allí conocimos a Quinquela, que nos invitaba los domingos a su estudio a comer tallarines. El Caminito de Juan de Dios Filiberto no es lo de ahora, sólo para el turismo. Era un sendero de yuyos que iba hasta las vías y la gente, cuando volvía, con sus pisadas abría el caminito. Había corralones, caballos percherones que cargaban los pescadores. Mi viejo era pescador. Ahí conocí a mucha gente, como Alfredo Palacios. Quinquela era el ‘presidente de la Boca’ y otorgaba un premio, la Orden del Tornillo, a personalidades destacadas. Palacios había hecho promulgar la ley de la silla para las mujeres, para que en el trabajo las mujeres se pudieran sentar y no estar de pie ocho horas, y naturalmente ganó la Orden del Tornillo. El significado de este premio se basa en eso de que a todos ‘nos falta un tornillo’, pero aquel que es sensato lo recupera, y así Quinquela te condecoraba con un tornillo en la solapa”.
Pérez Esquivel recuerda también cómo, en la Boca, se empezó a forjar en él la conciencia social: “¿Sabés cómo se inventó el puchero?”, pregunta. “A la olla grande la llamábamos ‘la morocha’ porque estaba siempre en el fuego y quedaba negra. Entonces los vecinos, de los conventillos, de las casas, pasaban y dejaban su aporte: una papa, un pedazo de carne, de pollo, porotos, todo iba a ‘la morocha’. Todos comíamos del puchero. El trabajo social nació espontáneamente en mí, como una necesidad. Trabajábamos en las parroquias´.
¿Siempre a través del catolicismo? “No sólo”, responde. “Del ecumenismo. También con los evangélicos, o los agnósticos. Y por supuesto, tal vez por los años que pasé con mi abuela guaraní, con las comunidades indígenas, con las que sigo trabajando hasta hoy. Nosotros hicimos dos congresos de la Lengua paralelos a los oficiales, para defender las lenguas autóctonas. Al de Rosario concurrieron dos amigos que también habían ido al otro, José Saramago y Ernesto Cardenal. Es fundamental recuperar la palabra. La palabra es energía: con una palabra podemos amor y con otra destruir, como si fuera un arma”.
En otro momento del diálogo abordamos temas como la guerra Rusia-Ucrania. Arquea las cejas y dice: “La semana pasada participé de un zoom internacional sobre el tema, donde estaba un amigo mío, Federico Mayor, que fue director de la Unesco. Cuando me pidieron un aporte yo cité a mi filósofa favorita, Mafalda. Ella está en la cama y ve al mapamundi atado con piolines, parches… Entonces dice la palabra justa: ‘Pobre mundo’. Nada más. La primera víctima de toda guerra es la verdad. Ahora me entero de que también le han dado la extradición a Julian Assange. Tenemos menos de dos semanas para revertir eso porque, si lo extraditan, lo pueden condenar a 175 años de prisión, es decir, la muerte”.
El artista y pacifista ha estado en escenarios bélicos, como Bagdad durante la Guerra del Golfo. En la muestra se expone un cuadro suyo de chicos muertos durante un bombardeo. “Mi obra refleja el horror de este mundo. En 1981 le regalé uno a Joan Baez, cuando vino en 1981 para apoyarme y la pasó muy mal porque la amenazaron y le suspendieron los conciertos. Sólo cantó para nosotros. Una buena amiga. El arte refleja aquello que uno es. La serie de los muros la voy a seguir: hoy hay como 36 muros en el mundo. No está más el de Berlín pero quedan otros, empezando por el de México y Estados Unidos”.
Para Pérez Esquivel, sin vacilar un momento, Biden es peor que Trump. “Biden es preocupante porque nos puede llevar a una Tercera Guerra Mundial. Ya están comprometidos los EE.UU. en esa guerra, y Biden lo mencionó”. También el Papa habló de lo mismo. ¿Qué relación tiene con el Papa? “Muy buena, siempre que viajo a Roma nos encontramos. Pero nos vemos en privado. Nada de cosas oficiales. Es un hombre que está haciendo muchas cosas, pero otras no puede. Este Papa trabaja mucho el ecumenismo, las relaciones interreligiosas”.
La obra artística de Pérez Esquivel, en la plástica, es socialmente equivalente a lo que fue, en la música, la del pianista Miguel Ángel Estrella. “Claro que sí”, asiente. “El Chango Estrella. Hemos estado juntos en tantos lugares. Él se comunicaba a través de Mozart y las chacareras, yo a través de la palabra y las imágenes. Mi mujer, Amanda Guerreño, lo mismo; ella es compositora y el próximo 9 de julio, en el CCK, estrenará una ópera, ‘La mujer sin nombre’, sobre una esclava de la época de la colonia. El arte forma parte de la resistencia cultural, es una de las formas de sostener la identidad“.
“La dictadura no me quería dejar ir a recibir el Premio Nobel, y sólo después de mucha presión internacional decidieron darme el pasaporte para salir”, recuerda, cuando le mencionamos el tema. “Entonces llegué a París y allí me di cuenta de que no tenía ni un traje aceptable para dar el discurso. Tenía uno clarito, imposible de llevar a Oslo a recibir el Nobel”. Entonces, a la manera de un puchero pero con la indumentaria, los amigos lo vistieron: “Cacho El Kadri, a quien tanto extraño, me compró un traje; luego un comité católico un sobretodo, y un cura me regaló el echarpe y los guantes. Con eso me atreví a ir. Y volví a la Argentina, pese a las torturas y la persecución, no quise quedarme en Europa porque mi lugar estaba acá. Por eso, somos sobrevivientes, pero con esperanza”.
¿Nunca tuvo alguna crisis interna con respecto a la esperanza y la paz? “La paz no es la ausencia de conflicto”. advierte, “eso es un error. La paz es una dinámica permanente de relaciones entre las personas y los pueblos. Lo importante es el equilibrio. Esa es una lección que me dieron las comunidades indígenas en Chiapas, a las que visité tantas veces. Una vez me dijeron que no existía la palabra desarrollo en su cultura sino ‘equilibrio’. Equilibrio entre las personas, los pueblos, la Madre Tierra, Dios, y que si uno quebraba ese equilibrio sobrevenía el conflicto, que es lo que nos pasa a nosotros. Ahora tenemos, por ejemplo, el cambio climático. La paz es buscar ese equilibrio. Es metafísico. Heráclito, hace 25 siglos, dijo “La salud de la humanidad es el reflejo de la salud de la tierra”.
La curadora de la muestra, Laura Casanovas, sostuvo que su guía fue “poner en perspectiva la obra de un hombre en el que no hay escisión entre lucha política y expresión artística, pero en quien el arte no es mero reflejo de sus otras actividades sino que es autónomo. Expresa cosas por sí mismo”.
En la despedida, le preguntamos en qué trabajaba ahora. “Estoy haciendo un mural sobre La Última Cena de Leonardo. Aparecen dos mujeres, la madre de Cristo, María, y la Magdalena Yy todos los apóstoles son contemporáneos, compañeros de lucha en América Latina: Helder Cámara, Jaime de Nevares, Arturo Paoli, Perico Pérez Aguirre, Sergio Méndez Arceo, etcétera. Al único que no le di rostro fue a Judas. ¡Hay tantos que podrían estar allí!”.