MIAMI, Estados Unidos. – El primero en hablarme de Flor de Loto, hace unos 20 años, fue el compositor, periodista y presentador de la radio y televisión cubana de la década de 1950, y luego del exilio, Rosendo Rosell. Yo tenía gran amistad con Rosendo, quien, además, era vecino de mi madre en Miami Beach, razón por la cual nos veíamos con mucha frecuencia cuando me encontraba de visita en la ciudad. Gracias a él pude tener documentación sobre esta cantante y actriz que comenzó de niña su trayectoria artística en La Habana de otros tiempos.
Siempre quise entrevistarla, pero durante mis estancias en Miami Flor de Loto se encontraba siempre de gira o trabajando en Puerto Rico, sitio en donde estableció por mucho tiempo su residencia. Como muchos, creía que Flor de Loto era un nombre artístico, de inspiración asiática evidentemente, pero mirando uno de los programas de Jaime Bayly en el que era ella la invitada me enteré de que se trataba de su verdadero nombre, resultado de una historia de amor y amistad. Finalmente, nuestro encuentro se produjo gracias al escritor y amigo Juan Cueto-Roig, quien sirvió de puente para que esta entrevista fuera posible.
―Vamos a empezar, como siempre, por sus orígenes y los primeros recuerdos de su vida en Cuba. ¿Quiénes eran sus padres? ¿Dónde nació y cursó los primeros estudios? ¿Dónde vivía?
―Nací en La Habana, exactamente en el hospital Calixto García, el 23 de junio de 1941, cuando mis padres vivían en la calle 16, entre 17 y 19, en el barrio del Vedado. Estudié en la escuela pública, cerca del parque Gonzalo de Quesada, o del Carmelo, que era como le llamábamos, y recuerdo que desde muy temprano recibí clases de piano, canto y guitarra con Lidia de Rivera, mi primera profesora en este ámbito. Más tarde, tuve como profesora de canto a Mariana de Gonitch, de origen húngaro, y estudié Arte Dramático con Adela Escartín, Alberto González Rubio, Rubén Vigón y María Julia Casanova. Todos ellos influyeron mucho en mi formación. Sin olvidar a José Antonio Méndez ni a Enriqueta Almanza, mi profesora de Guitarra Clásica, y a Doris de la Torre, de Armonía. Como era la época en que Elvis Presley causaba furor quise estudiar también la guitarra eléctrica. Mirando las cosas en retrospectiva creo que era una niña muy avant-garde.
Mi madre, Elvira de Peña, era poetisa, hija de un patriota dominicano, Manuel de Jesús de Peña Bordas, originario de Santiago de los Caballeros, razón por la cual nació en el poblado de Moca, en República Dominicana, aunque viajó con 15 años a Cuba en donde se estableció definitivamente. Como anécdota familiar puedo contar que el poeta cubano Gastón Baquero se enamoró perdidamente de ella, y hasta quiso llevársela, pero la familia se opuso y todo quedó ahí.
Mi padre Amado de la Rúa era declamador de poesía y escribía sus propios libretos para Radio Cadena Suaritos, que transmitía sus series a las 12:00 de la noche. Interpretaba el personaje del Monje Loco, un hombre de las tinieblas que imitaba con voz tenebrosa para infundir pavor, pero nadie cambiaba el dial. En esa época nos ayudó mucho Amado Trinidad Velazco, que era el dueño de la RHC Cadena Azul (sita en el Prado), y mi padrino también junto a su esposa Florángel Cañizo. Mis padres se conocieron en ese medio y a mi madre no le importó el impedimento físico de mi padre, ni los reparos que puso la familia, para casarse con él. En realidad, no tenían dinero para la ceremonia, pero mi madre era un poco médium y una noche soñó con los números de la lotería, los jugó, ganó el primer premio y entonces llegó el dinero para celebrar la boda. A mi padre le agradeceré eternamente el hecho de que, a pesar de que no podía caminar, impulsó de la forma en que lo hizo mi carrera artística.
―¿Cómo inicia su carrera artística?
―En 1950 me presenté en un concurso de televisión que tenía lugar en el Coney Island y resultó que fui elegida “Reina Infantil de la Televisión”, el mismo año en que Rosita Fornés y Armando Bianchi fueron, respectivamente, “Rey y Reina de la Televisión Cubana”, y Robertico Rodríguez, elegido como joven talento. Allí apareció entonces, acompañándolos, la niña Flor de Loto.
Mi carrera fue entonces ascendente desde el primer momento. El Canal 4 me hizo un contrato de un año para el show de Rosendo Rosell, quien fue, en realidad, mi primer mentor. El contrato era de 150 pesos mensuales. ¡Una fortuna entonces y ganados por una niña más! Fue entonces que hice también mi primer programa infantil “El viejito Chi Chi”, para CMQ, en el que compartí escenario con Lucerito de España.
―¿En qué momento comienza a hacer teatro?
―Poco tiempo después empecé a hacer teatro de comedias, en el Teatro Martí, de La Habana, con Rolando Barral y Albertico Insúa, basado en libretos ligeros de Leandro Blanco, como Alina ponte la ropa, Un marido de ida y vuelta, Amor entre tres, etc. Esto me daba la oportunidad de trabajar con figuras descollantes de la música y el mundo del espectáculo de entonces como Olga Guillot y Celeste Mendoza. La revista Show me concedió ese mismo año el premio de “Revelación del año”. También en esa época me presenté en el Teatro Blanquita junto a Tina de Mola y el cantante italiano Ernesto Pietro Bonini. Ya con 16 años comencé a trabajar en “Los Jueves de Partagás”, donde actué muchas veces junto a Hilda Lee, María de los Ángeles Santana, Celeste Mendoza, Gina León, Roberto Barceló y otros cantantes, seguido del programa “El bar melódico de Osvaldo Farrés”, en el que canté tocando con la guitarra su conocidísima canción “Tres palabras”.
Por otra parte, desde los 15 años empecé a incursionar en la telenovela radial en la emisora CMQ junto a Rolando Barral, Alberto Insúa, Carlos Barba, Carlos Alberto Badia y Roberto Rodríguez. La primera de esas radionovelas fue Cinco a las cinco, seguida de El secreto de Sotomayor, dirigida por Oscar Luis López y en la que actuaba junto a Marcelo Agudo, a quien se le conocía como “El Caballero del escenario” pues le había puesto voz a muchas novelas radiales como El derecho de nacer.
―¿Alternaba con el cabaret y las revistas musicales?
―Ya en 1957 era primera figura de la revista del club Doble o Nada, en el recién inaugurado hotel Riviera, abajo del casino, al que le pusieron ese nombre para incitar a los clientes a pedir tragos dobles. Comenzó una etapa un poco delicada porque tenía a un admirador demasiado incómodo, que era, en realidad, el hombre más temido de La Habana. De allí salía para “Los Jueves de Partagás”. Poco después fue que empecé en el Parisién, del hotel Nacional.
―¿Puede revelar la anécdota?
―Ahora sí, pero durante mucho tiempo ni lo mencionaba por temor a que continuara con su fijación también en el exilio. Claro, en aquella época Esteban Ventura Novo, el temible admirador, era coronel de la policía de Fulgencio Batista y aunque en Miami ya no tenía poder yo seguía temiéndole. Supe incluso que me estuvo buscando pues había fundado aquí una agencia de seguridad y detectives, pero hice todo lo posible para que no diera conmigo. El caso fue que como yo actuaba en el Riviera él se convirtió en asiduo del Doble o Nada. Venía a verme, vestido de dril 100 inmaculado, acompañado por sus guardaespaldas y con la ametralladora encima de la mesa. Si otro admirador insistía mucho, Ventura se encargaba de disuadirlo con métodos pocos ortodoxos. Eso sucedió con dos de ellos que, para más desgracias, resultó que eran de la clandestinidad en el Movimiento 26 de Julio, algo que más tarde me costaría muy caro. Mientras tanto, él seguía mandándome flores y obsequios que no me quedaba más remedio que recibir. Y lo peor, tenía que sentarme con él y aceptarle el trago.
Esa es la razón por la cual cuando triunfa la Revolución castrista en 1959 me llevan inmediatamente para La Cabaña y me someten a un interrogatorio. Allí, el secuaz del nuevo régimen que me entrevistó, un tal capitán Rivera, me echó el ojo enseguida. Me dijo que me remitiría para la cárcel de Mantilla pues estaba acusada de complicidad en la muerte de dos hombres que habían pertenecido al Movimiento 26 de Julio.
“Las viudas te acusan por complicidad con Esteban Ventura y te hacen responsable de que a sus esposos los torturaran y asesinaran”, me dijo. “Entre tanto, mientras hacemos las averiguaciones pertinentes, te vamos a remitir para la cárcel de Mantilla”.
¡Imagínate! Empecé a llorar y le dije que yo era una artista y que si cualquier cliente, como había sido el caso de Ventura, me cortejaba no me quedaba más remedio que tolerarlo pues era el riesgo de mi oficio. Entonces parece que en ese momento pensó en la posibilidad de colárseme en la cama porque cambió inmediatamente de idea, y me dijo que pensándolo bien me enviaría a mi casa con un guardia noche y día en la puerta de mi apartamento en Miramar para vigilarme. Y añadió: “Vendré a verte en persona mañana a las 9:00 p.m.”.
―O sea, que como dice el refrán, salió de Guatemala, después del acoso de Ventura, para caer en Guatepeor con las pretensiones del capitán troglodita del nuevo régimen…
―Así mismo. Qué pánico. Fue entonces que se me ocurrió que otro de mis admiradores del show del Riviera se había convertido, después del triunfo del castrismo, en el personaje más importante ―no puedo decir el nombre― del Tribunal Revolucionario de Cuba. Inmediatamente lo localicé y le conté mi problema, así como la amenaza que representaba aquel monstruo de La Cabaña. Entonces él me dijo: “Vamos a hacer una cosa, deja la puerta de tu habitación abierta, métete en el baño y envuélvete en una toalla como si acabaras de salir de la ducha, que cuando él entre en tu cuarto con quien se va a encontrar en la cama es conmigo”.
Yo estaba temblando porque si algo de aquel plan salía mal y el orangután me encontraba envuelta en una toalla saliendo del cuarto, sin mi cómplice en el cuarto, estaba perdida. Pero por suerte él cumplió con su palabra y cuando a las 9:00 p.m. se presentó el tal Rivera, con quien se encontró en mi cuarto fue con mi admirador. El susto que se llevó fue tan grande que se cuadró y todo, e inmediatamente ordenó que me retiraran la posta.
―¿Y el propio Fidel Castro nunca se le cruzó en el camino?
―Por suerte no, pero Belkis Fuentes, una amiga bailarina del Parisién que actuaba conmigo en la revista, sí tuvo, antes de mi incidente con el capitán Rivera, esa mala experiencia. Una noche me dijo que ella no podía aceptar de ninguna manera la cita que Castro le había dado en una casa del Vedado. Entonces me pidió que, por favor, llevara personalmente una carta al sitio donde él la estaba esperando. En la carta ella daba miles de excusas por su ausencia a la cita. Ahora, en retrospectiva, me doy cuenta del riesgo que corrí entonces. Pues, en efecto, fui a la dirección en cuestión, toqué a la puerta, me salieron dos guardias y les dije que traía un mensaje para el Sr. Castro. Entonces oí como, desde adentro, me decían: “Pero entra, entra chica, entra”. Y yo, deshaciéndome en excusas, dije que tenía que regresar al cabaret, que el show había empezado y que me esperaban para actuar en la segunda parte, que solo había venido a entregar el recado.
―¿Qué sucede cuando triunfa la Revolución castrista en 1959?
―A mí me sorprendió el 1 de enero de 1959 celebrando en el Johnny 88, en la calle Línea y K. Poco después, el ambiente empezó a enrarecerse, sobre todo en la CMQ, con tantos colegas que de pronto empezaron a vestirse de milicianos. La vida nocturna al principio seguía su curso, pero se podía intuir que nada de eso iba a durar. En ese momento recuerdo que fui a ver a La Lupe, que cantaba en La Red y mucho se hablaba de ella. Confieso que no entendí cómo alguien podía cantar cayéndole a zapatazos al piano y al pianista a la vez.
Yo había debutado poco antes en el Casino Parisién del Hotel Nacional como primera figura, en una revista que producía el argentino Carlos Sandor y cuyo papel principal tenía Gina Ramón, a quien remplacé cuando partió rumbo a México. Canté y bailé mucho en esa revista y recibimos en 1960 un contrato para presentarla en el cabaret El Globo de Ciudad México, en donde estuvimos todo un año con un éxito increíble. Yo era la cantante principal y como había estudiado danza moderna con Gladys Robau en la Academia de Alberto Alonso, también podía asumir otros papeles cuando era necesario.
Estuve entonces ese año fuera y tras mi regreso a La Habana me di cuenta de que la situación del país había degenerado mucho en todos los aspectos.
―¿Fue entonces que decide salir de Cuba?
―Así fue. Hice las gestiones inmediatamente para irme del país. El attaché naval de la embajada estadounidense me ayudó al ofrecerme una visa ilimitada, a cambio de servirles de contacto para saber quiénes eran los comunistas del ámbito artístico. Recuerdo que escribía los nombres en esos papelitos muy finos que llaman “de cebolla” y los escondía en un tipo de fosforera que existía antes con un pequeño receptáculo para rellenarlas. Incluso un día nos hicieron un atentado saliendo del restaurante Red Coach al que él me había invitado para, durante la cena, entregarle las informaciones que recolectaba. De modo que, como ya tenía la visa, él mismo me dijo que tenía que irme en cuanto él saliera del país. Algo que hizo enseguida, pues se fue a Puerto Príncipe. Tenía que irme lo más rápido posible para Miami. Así que ese mismo mes de marzo de 1961 me largué, literalmente con lo que tenía puesto. Fue un viaje muy improvisado y como todos los vuelos estaban completos recurrí a una buena amiga, Jossie Monteressi, que era jefa de azafatas en la aerolínea Eastern y viajaba al día siguiente. Ella fue capaz de viajar parada para que yo pudiera ocupar su asiento, y salir del país.
―¿Qué encontró en Miami cuando llegó a principios de 1961?
―Me encontré con el grupo que estaba preparando la invasión de Bahía de Cochinos. Ese grupo lo reunía Manuel Artime que ya tenía el edificio del teatro que aún existe y que, en el pasado, había sido una iglesia. En ese momento uno de los integrantes de la Brigada 2506 tenía en la Calle 8 y la 8 Avenida un barcito llamado Saint Georges, y cuando se fue a la invasión, de la que no volvió porque lo mataron, me quedé yo como gerente del lugar junto con la modelo y actriz cubana Teté Machado, la mujer más bella de Cuba ―siete veces portada de Bohemia― y quien por cierto falleció en junio de 2021. El barcito solo tenía licencia para cerveza y vinos, además de champán, pero por supuesto en esa época y en ese barrio nadie tenía con qué comprar champán. No sé cuántas latas de cervezas abrimos allí Teté y yo, porque después de la frustrada invasión allí siguieron viniendo muchos de los que se salvaron a ahogar sus penas mientras bebían y me oían cantar con mi guitarrita. Teníamos mucho valor nosotras para llevar aquel barcito pues recuerdo que de pared a pared había como cordeles o sogas y cuando cerrábamos las ratas se paseaban por el tendal de un lado para otro. Digamos que eso fue lo primero que hice en el exilio, por poco tiempo, apenas llegada a Miami.
―¿Cómo logra retomar su carrera artística en el exilio?
―Al principio fue difícil, pero como sabía tocar la guitarra empecé a actuar en otros lugares. Mi padre se había quedado en Cuba, ya viudo, pues mi madre había fallecido en 1955. Tenía que hacer todo lo posible por sacar a mi padre del país, algo que logré en 1963. El primer contrato que tuve se lo debo a Leopoldo Fernández, a quien todo el mundo conoce por su personaje de “Tres Patines”, con quien actué en algunas piezas en el teatro Flagler y después en Costa Rica con el mismo elenco. Luego, Julio Gutiérrez me pidió que hiciera una audición para trabajar como primera figura en el cabaret del hotel Eden Roc, de Miami Beach, y me escogieron. Allí trabajé durante dos años en sus estupendas producciones junto a Chamaco García, Coqui Yera y muchos más. Fue una experiencia fabulosa porque Julio Gutiérrez era un visionario y se adelantaba a su época. Liza Minnelli y Sammy Davis vinieron incluso a ver el show pues habían oído hablar de nosotros. Estando en el Eden Roc, el músico Luis Varona nos contrató al mismo tiempo para que cantáramos en el Penthouse. En esa época conocí a Frank Sinatra, Charlton Heston, Jack Jones. Fue una época muy prolífica en la que tuve incluso la oportunidad de pasar uno de los talk show más importantes de la televisión estadounidense de entonces.
Es justo que diga que, en aquellos tiempos, muchos exiliados tenían dificultades para viajar o trabajar en otras partes porque no eran aún ciudadanos estadounidenses. Ese hubiera sido también mi caso, pero como mi madre era dominicana pude acogerme a esa nacionalidad. De modo que también debo a ese querido país mucho de mi libertad.
Más tarde trabajé también en el club The Violins, y poco después, por sugerencia de la cantante Lisette Álvarez, empecé a viajar a San Juan de Puerto Rico en donde canté en la televisión a partir de 1965. En la isla, gracias a Ángel del Cerro, empecé a actuar en telenovelas. Pero, al principio, hice mucha radio y me presentaba en los clubes del hotel Flamboyán, el Caribe Hilton, el Ocho Puertas. En este último, un club estilo parisino que dirigían una pareja de un americano y un alemán, actuaban con frecuencia Lucy Fabery, Chucho Avellanet, Myrta Silva, Lucecita Benítez y todos los artistas brillantes de Puerto Rico. Poco a poco me fui convirtiendo en una más, entre los boricuas, al punto de que el Capitolio de San Juan me declaró en 2013 “Hija adoptiva de Puerto Rico”.
En Panamá, en 1981, trabajé en televisión, participé en varias actividades benéficas en un teletón llamado “20-20” con la actriz mexicana Jacqueline Andere y la cubana Olga Guillot. De allí fui a vivir, entre 1982 y 1983, a Sao Paulo, Brasil. Canté con los brasileros Nelson Ned y Roberto Carlos y varias veces en el gran teatro Paramount de aquella urbe. Hasta le canté al futbolista Pelé pues una vez vino a la boîte donde yo trabajaba y le gustó tanto que quiso contratarme para que cantara al Santos Futbol Club, que era de su propiedad.
―¿Pudo llevar el trabajo como actriz y cantante a la vez?
―Sin ningún problema. Mis primeras novelas en Puerto Rico fueron Poquita cosa (de 1978), Marta Llorens, una muchacha del pueblo (de 1979, junto a Gladys Rodríguez, Juan José Camero y Maribella García) Ariana, un amor de leyenda (en 1980, junto a Arnaldo André y Luis Abreu), Viernes Social (1981) y Julieta. Luego vinieron otras, en Venezuela, como Diana Carolina (producida por Venevisión en 1984 y escrita por Enrique Jarnes), Enamorada (junto a Carlos Mata y Lilibeth Morillo, en 1999) y La mujer de mi vida (en 2008 con Mario Cimarro). También en Guadalupe, de 1993 con guion de la extraordinaria escritora cubana de telenovelas Delia Fiallo y con un reparto en que figuraban, entre otros, Héctor Travieso, Adela Noriega y Eduardo Yáñez.
Al mismo tiempo, fui desarrollando mi carrera como cantante, que me llevó de gira por muchos países e, incluso, a participar en zarzuelas, como La corte del faraón, montada por Pro Arte Grateli en Miami y a actuar varios años en el show del Tropigala, a partir de 1990, en el hotel Fontainebleau de Miami Beach. En Puerto Rico obtuve tres Agüeybaná de Oro y tres premios ACRIN (otorgados por la Asociación de Críticos). En Chile me dieron la Llave de Oro de la Universidad Católica en una emisión muy emocionante del programa de Don Francisco. Obtuve también el premio Cordero de Oro en San Juan y he sido honrada por cuatro alcaldes de Miami con las llaves de la ciudad, así como con las de Miami Beach, en 1997. En total he grabado 10 álbumes.
―¿Pensó alguna vez volver a Cuba o lo intentó?
―Nunca. No pongo mis pies en un país donde el pueblo pasa hambre, es reprimido y humillado. Y mucho menos si ese país es el mío y tuve que abandonarlo para seguir viviendo. Nunca pensé que Cuba pudiera vivir bajo un mismo yugo tantos años. Es peor que una pesadilla.
Yo pienso muy a menudo en la grandísima Celia Cruz, a la que le negaron la entrada a su patria y que ni siquiera pudo asistir a los funerales de su madre. Todo parece indicar que a Fidel Castro le encantaba la canción Burundanga, interpretada por Celia, y que la oía con frecuencia a través de las ondas de Radio Progreso mientras limpiaba su rifle en la Sierra Maestra. Cuando cogió el poder, muy al principio, estuvo en el cabaret Tropicana en donde cantaba Celia. Esa noche mandó a que le pidieran que le cantara su canción preferida y Celia, que ya sabía quién era el personaje y lo que se nos venía encima, se negó. Desde entonces todo el furor, mezclado con el poder absoluto y la maldad del dictador cayó sobre la artista más grande de la música cubana. En cuanto Celia salió rumbo a México con La Sonora Matancera para no regresar sabía que aquella afrenta era suficiente para que no la autorizaran a volver a su querida isla para asistir a su madre.
―¿Qué nuevos planes tiene? ¿A qué dedica el tiempo libre?
―Se está planificando con el productor José Garrido y José Negroni una biografía musical de toda mi carrera. Ahora, en mis ratos de ocio veo muchas películas, sobre todo europeas, y también leo sin parar. Asisto a muchos estupendos conciertos, como los del grandísimo Meme Solís, a quien quiero mucho y en cuyos conciertos he participado cantando también. Suelo ir a cenar a La Casita, donde justamente me encuentro a menudo con Juan Cueto y otros amigos. Como el Versailles se ha puesto que no hay quien consiga mesa sin hacer una cola interminable bajo a una extraña carpa entonces mando a pedir la comida a casa.
Y, por supuesto, vivo en una ciudad de playa y a mí me encanta la playa. En Cuba terminaba de trabajar en el Parisién y me iba de madrugada a Santa María del Mar, en grupo de amigos de la bohemia, entre los que estaban Frank Domínguez, Elena Burke, la propia Teté Machado, que en la época era figura principal del cabaret Montmartre y amante de Francisco “Panchín” Batista, el hermano de Fulgencio Batista, entre muchos más. No nos importaba dormir en tiendas de campaña en la arena. Lamentablemente me quedé sin conocer a Varadero, pero siempre me consuelo diciendo que lo sustituí por Miami Beach, las Bahamas y Copacabana, playas a las que no he parado de ir durante seis décadas.
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Fuente Cubanet.org